El amor que construye la casa común
Luis Orlando Pérez Jiménez – Edición 463
Compartir lo que tenemos ahí donde vivimos y trabajamos, para hacer realidad la casa común que anhelamos, nos pone en camino hacia la autenticidad.
Contemplar cómo un colectivo de médicos pone al servicio de los enfermos su ciencia o cómo una asociación de ingenieros es capaz de construir un puente entre dos pueblos que necesitan ser conectados, es contemplar el amor que se pone más en las obras que en las palabras (EE 230). El amor, desde este horizonte, nos plantea una manera de obrar que surge del reconocimiento de que todo lo que tenemos puede construir la casa común que deseamos para todos. Casa que se concreta en el espacio público que desearíamos que existiera y que necesita ser recreado.
Lo anterior se puede comprender desde los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, pues él propone que el amor es aquella comunicación de bienes que se da en las relaciones entre el que ama y el que es amado, y viceversa. De ahí que amar es compartir lo que cada quien tiene o puede (EE 231). Te propongo que pensemos al que ama y al que es amado como colectivos o asociaciones, con el fin de acceder a otra perspectiva de la espiritualidad ignaciana.
Asumida una perspectiva colectiva de las fuerzas del amor, ¿qué es eso que cada quien tiene o puede? Ignacio propone que, si una de las dos partes de la relación tiene ciencia o riqueza, por ejemplo, las comparta con la parte que no tiene dichos bienes. Se puede decir, entonces, que el sentido del amor consiste en la donación gratuita de aquello que cada quien posee. No es un amor abstracto, sino concreto.
Esta forma de dar sentido a lo que hacemos nos recuerda que el amor es hacedor de bienes que soluciona las carencias humanas. Es un amor ingeniero, que diseña y transforma. Compartir lo que tenemos ahí donde vivimos y trabajamos, para hacer realidad la casa común que anhelamos, nos pone, en palabras del filósofo y teólogo Bernard Lonergan, en camino hacia la autenticidad.
Por ello, cuando cada uno de los integrantes de los colectivos desea la autenticidad para sí y la promueve en los otros, en la medida de sus posibilidades, la casa que todos queremos va adquiriendo su forma y su belleza. El movimiento espiritual contrario sería estancarnos en la inautenticidad, es decir, acumular y ensimismarnos para no dar aquello que somos. El problema de la inautenticidad a escala grupal es que se deja de hacer el bien que es necesario.
La invitación es a dejarnos mover por ese impulso interior que nos ayuda a desplegar todo aquello que podemos innovar de acuerdo con lo que cada quien quiere aportar al jardín de la casa común. El querer profundo posee una fuerza anclada en Alguien más grande que nosotros, fuente de las relaciones de fraternidad.
Este movimiento del Espíritu en nosotros es el que reconocemos como animador de los grandes ideales de la humanidad. Ideales que se han hecho bienes concretos gracias a la cooperación de la libertad humana en diálogo con la libertad de Dios que desea obrar través de las manos de los hombres. La invitación está hecha: dejarnos mover por el amor que construye la casa que nos urge construir, la casa de la vida plena para todos. m.