El ahorcado

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El ahorcado

– Edición 418

El licenciado Alvarado era un hombre de costumbres arraigadas y pensamientos profundos, cuyo mal humor generaba entre su gente un respeto más bien pariente del miedo. Su catadura adusta y severa se acentuaba por la forma de su cabeza más bien cuadrada y una quijada digna de un perro bulldog. Nadie se atrevía a responder un no ni un quizás. Con él las cosas eran asuntos consumados, órdenes que debían efectuarse con inminencia. Sin embargo, dentro de ese edificio de oficinas que el viejo lideraba con pasión empresarial, todos aseguraban en silencio que el jefe ocultaba un secreto tan oscuro como sus atuendos de enterrador. Algo ahí andaba mal. Nadie podía ser tan rígido sin tener algo que ocultar. Imaginaban que ese semblante de murallón era una máscara de hipocresía. Algunos incluso aseguraban haberlo visto deambular en las noches de viernes por el barrio negro, con atavíos impropios pero proclives al anonimato. Algo necesario si se quiere pasar inadvertido.

Y, en casa, el hombre acrecentaba las dudas. Su esposa había comenzado a sospechar después de que el licenciado Estrella, viejo amigo y socio, le preguntó por qué Alvarado había dejado de asistir al club de empresarios los viernes por la noche.

—¡Voy al club! —gritaba Alvarado desde la puerta después de cenar, y Sofía se quedaba tranquila, sabedora de que entre coñacs de importación, asientos de piel de cabritilla, conversaciones sobre la Bolsa y aromas de poder, su marido estaba seguro y alejado de tentaciones. No obstante, después del comentario de Estrella, la señora de Alvarado fue incubando el germen del interés.

Sin embargo, tampoco lo creía capaz de engañarla y suponía que Estrella era más bien despistado o cizañero. Sofía consideraba a su marido, tan educado y culto como cobarde. Ni en sueños se habría atrevido a engañarla con otra mujer. Encima, era muy aburrido, y creía imposible que —salvo por su dinero, y ni eso era garantía— cualquier mujer se dejara engatusar. Ella había cedido porque no tenía más remedio, porque era su destino, como le dijo su madre cuando Alvarado pidió su mano en un viaje familiar en Valle Diamante: “Éste es el principio de tu nueva vida”. Estaba bien. Eran esa clase de matrimonio perfecto cuyos desacuerdos en público se corregían con un guiño o un silencio. En aquel entonces, Alvarado era un joven de porvenir asegurado, y ella una chica atractiva, casadera y paciente. Así tenía que ser. Por otra parte, la angustia de estar equivocada la llevó a planear una redonda idiotez. Nunca supo qué resorte de su triste realidad activó semejante idea, si fue el aburrimiento o la legitimidad de sus dudas. En la borrasca de su empacho decidió seguirlo.

—Voy a salir —dijo como si tal cosa, mientras se maquillaba frente al espejo con un dejo de coquetería que a Alvarado le pareció forzado.

El viejo no quiso ahondar y, tras alzar los hombros, le pidió que se cuidara y le dio un beso en la frente. Luego activó la rutina del viernes. Se acicaló con paciencia gatuna, se bebió dos carajillos de ginebra y esperó a que Sofía saliera con el chofer. Media hora después salió a pie, como era su costumbre, y se dirigió al barrio negro sin sentir la pesadez de los dos pares de ojos clavados en su nuca. Caminó unas cuantas calles, y cuando se supo lejos de cualquier invasor, encendió un cigarrillo sin filtro. Hasta entonces esbozó una sonrisa franca y abierta como la del gato de Alicia y aligeró su andar. Tras él, el ronroneo del auto era uno más de los sonidos de la calle.

Hubo un momento en el que el chofer y la esposa debieron seguirlo a pie. Las calles se estrechaban y era mejor ocultarse entre la gente. Lo que más sorprendió a Sofía fue la soltura con que su marido se desenvolvía en ese barrio tan precario y tan veteado de pecado como la espalda de una mujerzuela. Suspiró angustiada cuando lo vio entrar en un tugurio de nombre El Ahorcado. Afuera, un ramillete de mujeres buscaba un salvoconducto para la noche. No pudo tragar saliva, pero debió apurar sus pasos para no perderlo de vista dentro del antro. Por fortuna, adentro la gente se arremolinaba de tal forma que un elefante rosa habría pasado inadvertido a pesar de su color y su corpulencia. Pidieron cerveza. Desde su posición, Sofía observó a su marido saludar a algunas mujeres con mucha familiaridad y perderse en la trastienda. Su cara ardió de coraje. Estaba a punto de ponerse de pie para alcanzarlo, cuando las luces se apagaron. Se quedó quieta como ratón de bodega. Entonces se hizo el milagro.

De la puertecita por donde había desaparecido, Alvarado resurgió con la luz del seguidor encima. La gente prorrumpió en aplausos. Era otro, un hombre suelto y de catadura alegre. Sofía no dio crédito cuando lo vio sentarse en un banco encima del escenario, tomar el saxofón brillante y llevarlo a sus labios para hipnotizar al respetable con esa magia que brotaba de sus pulmones. El ardor del rostro de Sofía se convirtió, entonces, en el calor de la desvergüenza ante el desvelo del secreto. m.

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