Donald Trump y el ataque multifrontal a las instituciones
Naief Yehya – Edición 456
Lo que pudo parecer un disparate se ha vuelto un peligro gravísimo. El nuevo habitante de la Casa Blanca aún seguirá asombrando a un mundo que no supo medir los riesgos: una amenaza imponente que fue modelándose no sólo con el discurso reaccionario, vengativo y agresivo del candidato republicano, sino sobre todo con el hecho de que levantara tal entusiasmo entre sus votantes. ¿Y qué puede hacerse? Como afirma el autor de este repaso a las implicaciones del triunfo de Trump, “ahora más que nunca es indispensable tratar de reconquistar la realidad”
La cruda
Una vez terminada la campaña presidencial más estridente, anti-convencional y obscena de la historia, se siente en Estados Unidos una atmósfera de cruda política y cultural, como si hubiéramos pasado por una tremenda borrachera de 18 meses y dejado regados demasiados momentos vergonzosos, humillantes y tristes que quisiéramos olvidar. Nada parece más difícil que hacer borrón y cuenta nueva después de este estruendoso aquelarre. Por otro lado, los ganadores disfrutan de un estado de éxtasis y euforia. Pero, más allá de las percepciones, lo que queda es un país dividido, podríamos decir, roto: rojo intenso (republicano) en el interior, en las zonas rurales, en los suburbios, en el sur profundo e incluso en el llamado Cinturón del Óxido (los viejos corredores industriales que solían votar por los demócratas); y azul (demócrata) en las grandes ciudades y los bastiones progresivos de las costas. Hillary Clinton perdió el voto electoral a pesar de haber obtenido casi tres millones de sufragios más que Trump en el voto popular. Esa debilidad obligaría a un presidente consciente a moderar sus políticas debido al estrecho margen del electorado que lo escogió. Él, en cambio, ha afirmado en numerosas ocasiones, con su usual capacidad para engañarse a sí mismo, que su triunfo fue arrollador y sin precedente.
Ahora el gran dilema es cómo encarar cuatro u ocho años de un liderazgo que va más allá de lo controvertido para deslizarse a lo grotesco y lo francamente peligroso en casi todas las áreas. Algunos de los opositores del individuo que gusta de poner su nombre en inmensas letras doradas en todo lo que puede poseer han optado por “darle una oportunidad”, mientras otros se niegan a “normalizarlo” y a aceptar lo inevitable. Esto es irrelevante: la presidencia de Trump ya esta teniendo lugar y es mejor hacerse a la idea de las posibles consecuencias que implicará para el país y el mundo el liderazgo de un hombre sin experiencia política ni curiosidad, pero con una enorme ambición, un ego desproporcionado y una visión muy clara de entregar el gobierno a hombres (y un par de mujeres) exitosos (multimillonarios) que ven el mundo, primero que nada, en términos de ganancias financieras y beneficios económicos. Esto es un giro reaccionario y represivo que muy probablemente dará lugar a un gobierno muy distinto al de los regímenes estadounidenses derechistas como los de Nixon, Reagan y los dos Bush, pues es el resultado de la acumulación de desencanto conservador, de la despolitización ciudadana y del embrutecimiento civil de las últimas décadas.
Conspiraciones
Trump lanzó su campaña presidencial asegurando que sería un presidente emprendedor, un hombre de negocios en la Casa Blanca que renegociaría los acuerdos internacionales para hacer del país un verdadero ganador, un antipolítico que desmantelaría el actual sistema corrupto bipartidista y limpiaría el “pantano” que es Washington, así como un líder del “mundo libre” sin pelos en la lengua que castigaría de manera implacable a los enemigos de la nación. Esta retórica, cargada de insultos y promesas populistas, lo llevó al poder. Aún es muy pronto para saber si podrá cumplir o si logrará ser todas esas cosas. Lo que sí se sabe es que Trump es un hombre impaciente al que los detalles de la política parecen aburrirle. Es un sujeto incapaz de concentrarse en asuntos que no tengan una alta dosis de drama. De ahí su necesidad de lanzar tuits con todo tipo de disparates y provocaciones a cualquier hora para encender las redes, imponer la agenda de conversación mediática y mantener ocupados a los noticieros del mundo. También sabemos que es un hombre superficial fascinado por lo estridente: por eso adora las conspiraciones, los misterios que hacen de la cotidianidad algo mágico, perverso y repleto de secretos oscuros. No debería ser necesario señalar que las conspiraciones existen y son una realidad en todos los dominios, pero hay una ambigua aunque importante línea divisoria entre asuntos como Watergate y el cuento de que el alunizaje fue filmado en un estudio de cine. Hoy se ha perdido la dimensión de lo conspiratorio y para muchos es igual hablar de extraterrestres cautivos en el Área 51, que de los manejos de los neoconservadores para falsificar pruebas de que Saddam Hussein tenía armas nucleares.
Durante años Trump estuvo obsesionado con el acta de nacimiento de Barack Obama; de hecho, se convirtió en el líder de facto del movimiento Birther, que aseguraba que el presidente era ilegítimo porque había nacido en Kenia. Esto era una mentira ridícula y fácil de exponer, pero Trump se mantuvo firme en su escepticismo y aseguró que tenía información escandalosa que revelaría en un momento preciso. Sin embargo, cuando la presión aumentó, declaró que Obama había nacido en Hawái y, en vez de reconocer su error, dijo que él había puesto el asunto en claro. En su campaña, Trump propagó otras teorías conspiratorias a las que los medios dieron mayor o menor relevancia, desde la acusación de que el padre de Ted Cruz había estado involucrado en el asesinato de Kennedy, hasta la afirmación de que Obama y Hillary Clinton habían creado el Estado Islámico, pasando por la certeza de que la elección estaría arreglada si él perdía (pero sería justa si ganaba). Cuando ya había sido elegido, afirmó, sin prueba alguna, que dos millones de inmigrantes ilegales habían votado por Hillary.
Edgar Maddison Welch se rinde ante la policía el 4 de diciembre de 2016, después de abrir fuego en un restaurante porque creía que desde ahí Hillary Clinton operaba una red de pornografía infantil. Leyó la información en una noticia falsa de internet. Foto: AP
La nación se ha dividido en cientos o miles de comunidades de fe, grupos que comparten visiones, odios, y que defienden creencias que rara vez pueden o intentan demostrar. Las conspiraciones son la fundación de su cosmogonía y una en particular parece sintetizar la visión delirante del mundo de algunos fanáticos de Trump: el pizzagate. Esta absurda conspiración comenzó con la filtración que hizo Wikileaks de correos electrónicos de la campaña de Clinton. En foros de internet y sitios como 4Chan y Reddit, algunos cibernautas entusiastas interpretaron que en los correos de John Podesta, el jefe de campaña de Clinton, donde se hablaba de pizzas de queso, Cheese Pizza (CP), en realidad se referían a pornografía infantil, Child Porn (CP). A partir de ahí fueron creando una desquiciada narrativa en la que Hillary, Podesta y otros demócratas tenían una red de tráfico de niños basada en la pizzería Comet Ping Pong, de Washington, D. C., y que usaban a esos niños en orgías y rituales satánicos. La historia era absurda, muy probablemente engendrada por trolls con un retorcido sentido del humor, pero muchos la creyeron: la prueba más contundente fue cuando Edgar Welch, un hombre de Carolina del Norte, se montó en su pick-up, armado con su rifle automático, y manejó hasta la pizzería para investigar el caso por sí mismo. Una vez ahí, Welch disparó su arma, aterrorizando a clientes y personal para intimidar a los presuntos traficantes de menores y exigirles que le mostraran los calabozos donde estaban presos los niños esclavos sexuales. Afortunadamente nadie salió herido y el improvisado justiciero fue arrestado.
Es imposible imaginar una sociedad moderna, ya sea abierta y democrática, o bien tiránica y paranoide, en la que no existan teorías conspiratorias que expliquen imaginativamente o con chifladuras, el funcionamiento del mundo. Estas versiones alternativas de la realidad se deben a la desconfianza que generan las autoridades y son tan inevitables como la gripe común. Sin embargo, cuando el propio presidente predica teorías conspiratorias, los fundamentos de la credibilidad del Estado se tambalean. Trump personalmente no fue responsable del pizzagate; pero, la marejada de fervor, miedo y desconfianza antielitista sobre la que se deslizó su campaña ha creado una atmósfera enrarecida en la que la incredulidad hacia los medios masivos se ha convertido en una ingenuidad pasmosa con respecto a las conspiraciones. Ahora bien, el conspiranoico en jefe se ha rodeado de generales belicosos, millonarios apolíticos y fanáticos que ven el mundo como él. Esta pavorosa combinación y la ausencia de adultos racionales pueden empujar al mundo a la catástrofe.
La prensa acorralada
Durante su campaña, Trump se dedicó a señalar a la prensa como el enemigo, como un rival aún más peligroso que “la retorcida Hillary”, y prometió que se vengaría de sus acusaciones y ataques. Aseguró que cambiaría las leyes relacionadas con la difamación e incluso la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, que garantiza la libertad de expresión, para poder demandar a los medios y así “ganar mucho dinero”. Trump está obsesionado con la celebridad y con los medios de comunicación. Por décadas parecía dedicado a aparecer en programas televisivos y radiofónicos y en las portadas de las revistas. Para este hombre, nada podría ser más frustrante que ser ignorado. Toda su campaña fue, en gran medida, un ejercicio de megalomanía extrema, un esfuerzo descomunal por volverse la persona más famosa del universo. Ganar la presidencia fue para él como triunfar en un reality show. De hecho, en El Aprendiz, él ya jugaba a ser el amo del universo, imponiendo pruebas, premiando y castigando con su gesto estoico de patriarca. Pero aquí la victoria electoral es tan sólo el primer paso; por lo que ha convertido en espectáculo su proceso de selección del gabinete y sus esfuerzos por aprovechar su nuevo empleo para multiplicar su fortuna. Es de esperar que su presidencia sea una sucesión de shows en los que él tendrá el papel central.
Así, este rentista glorificado, acostumbrado a rodearse de subordinados obedientes y lambiscones, no ha sabido cómo recibir los cuestionamientos de la prensa, aun de una prensa domesticada a golpes de celebridad y tuitazos a todas horas. Poco después de su triunfo en las urnas, invitó a varios miembros célebres de los medios estadounidenses a su torre, a una reunión off the record. Los periodistas se sintieron adulados, por lo que aceptaron sin cuestionar las reglas, pensando que se trataría de una oportunidad de elogiar al presidente electo y reacomodarse después de una campaña particularmente agresiva. Sin embargo, Trump los recibió para propinarles una regañiza, para señalarles lo injustos que habían sido con él, para acusarlos por sus prejuicios y sus mentiras. Trump supo jugar con el ego y las expectativas de estos miembros distinguidos de la prensa, para ponerlos en “su lugar” y amedrentarlos. Poco después acudió al edificio del New York Times y operó de una manera por completo diferente. Ahí se portó obsequioso y conciliador, afirmó que ese diario era una joya de la nación, al parecer olvidando que hasta entonces había dicho en su campaña que el diario era un desastre y que estaba al borde de la bancarrota; también pareció olvidar las demandas y amenazas de demandas en contra de esa institución y varios de sus periodistas. Ese juego esquizofrénico, del todo divorciado de la coherencia elemental, tiene a los medios en un estado de confusión sin precedentes.
Aspecto general de la Marcha de las Mujeres, realizada en Washington el 21 de enero de este año, un día después de la toma de protesta de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Foto: Reuters
Alt-Right
Desde el inicio de su campaña, Trump llamó la atención de los grupos de extrema derecha con su denuncia de los mexicanos como criminales y los musulmanes como terroristas. Éste era el tipo de mensaje que esperaban los militantes de las numerosas organizaciones nativistas, racistas y neofascistas estadounidenses, las cuales, en esta era de redes sociales y ciberbullying, han sido agrupadas con el concepto Alt-Right (derecha alternativa), en el que caben desde el Ku Klux Klan hasta organizaciones neorreaccionarias y nazis convencionales. Es muy pronto para saber si Trump es un fascista auténtico, pero su certificación o pedigrí como nazi es irrelevante y tan sólo concierne a sus seguidores en ese espectro político. Hemos de asumir que Trump hará o tratará de hacer lo que prometió en su campaña: levantar un muro en la frontera con México, prohibir la entrada a los musulmanes, expulsar a los indocumentados, prohibir la quema de la bandera, aniquilar terroristas con sus familias, volver al uso de la tortura (“mucho peor que antes”) y lanzar una nueva carrera armamentista, de la que ha hablado más recientemente.
Como evidencia de que seguirá ese camino basta ver la clase de gente de la que se ha rodeado y los nombramientos de su gabinete, algunos de los cuales parecen casi caricaturescos. He aquí algunos ejemplos: Rex Tillerson, exdirector de Exxon, con numerosos intereses petroleros en el mundo, será el secretario de Estado; Jeff Sessions, senador de Alabama con una larga trayectoria de acusaciones de racismo y el peor enemigo de la reforma migratoria, será su fiscal general; la multimillonaria Betsy DeVos, quien en esencia quiere desmantelar el sistema de educación pública, será la secretaria de Educación; Ben Carson, exneurocirujano y precandidato republicano a la presidencia, quien ha declarado que la homosexualidad es una elección, además de que está en contra de la ayuda del Estado para los necesitados y es antimusulmán, será el secretario de Vivienda; Scott Pruitt, quien era el fiscal general de Oklahoma y tiene fuertes vínculos con la industria petrolera, fue elegido para dirigir la Agencia de Protección Ambiental, a la que ha demandado en varias ocasiones y que ha prometido desmantelar; Rick Perry, exgobernador de Texas, ha sido nombrado secretario de Energía, una de las tres secretarías que anunció que deseaba eliminar durante su campaña como precandidato presidencial; Andrew Pudzer, director de un par de cadenas de comida chatarra, que se ha manifestado en contra de las leyes de protección a los trabajadores y se opone a cualquier aumento del salario mínimo, será el secretario del Trabajo; el general Michael Flynn, quien cree que el miedo a los musulmanes es racional y quien se ha reunido con líderes de los partidos nazis europeos (su hijo precisamente fue uno de los presuntos responsables de propagar la leyenda del pizzagate y por ello tuvo que ser retirado del equipo de Trump), será el asesor de Seguridad Nacional; Steven Mnuchin, uno de los multimillonarios de Goldman Sachs que se beneficiaron de la crisis de 2007, será el próximo secretario del Tesoro, a pesar de numerosas acusaciones de discriminación racial en su contra y su nula experiencia gubernamental; Stephen Bannon, el exdirector general del sitio de extrema derecha Breitbart.com, será el estratega en jefe de Trump; David Friedman, el abogado de bancarrotas de Trump y comentarista de publicaciones sionistas, que está a favor de la colonización de Cisjordania y se opone a cualquier creación de un Estado palestino, será nombrado embajador de Estados Unidos en Israel.
Gabinete de Donald Trump. Foto: Reuters
Todos sus elegidos son conservadores con visiones extremistas y antigubernamentales, muchos donaron fuertes sumas a su campaña, carecen de experiencia y buena parte está vinculada con Wall Street y el sector financiero. Trump no parece entender la paradoja que hay en el hecho de que durante toda la campaña haya atacado a Hillary Clinton por tener una relación demasiado estrecha con ese sector. El equipo de transición de Trump está repleto de cabilderos que se van a encargar de que la corte de Washington siga siendo relevante y de tal manera se siga preservando lo que él denominó el “pantano”.
Para el gabinete de Trump, así como para la gente del Alt-Right en general, las luchas sociales y la defensa de los derechos humanos, así como los de las minorías, son un estorbo para el progreso y para el engrandecimiento de América. Así, lo que viene en los próximos cuatro años será sin duda una serie de programas para desmantelar las conquistas sociales, laborales y ambientales de los últimos 40 años. Los opositores a este gobierno se verán corriendo graves riesgos. Trump ha dicho que usará los métodos de hipervigilancia y espionaje existentes y que autorizará su expansión. El hombre que se ha burlado de los minusválidos, que alardea de agarrar a las mujeres del sexo y que desprecia a grupos como Black Lives Matter, está obsesionado con poder saber lo que todo mundo piensa y quiere. En el mundo feliz que viene a ofrecer Trump pueden ser exitosos todos los que tengan la actitud de reverencia y admiración necesaria hacia su autoridad y su poder. En su imaginación todo saldrá bien si la nación entera se comporta como los empleados esmerados y serviles de sus hoteles.
Foto: fivethirtyeight.com
¿Qué hacer?
Ahora más que nunca es indispensable tratar de reconquistar la realidad. Por supuesto que ésta no es una tarea sencilla. Vivimos tiempos ficticios, como dijo Michael Moore cuando recibió, en 2003, el Oscar por su documental Bowling for Columbine. Y aun entonces la situación no era ni remotamente tan grave como lo que tenemos hoy, en la era postfáctica y el tiempo de las “noticias falsas”. En un ambiente altamente polarizado, hasta las aberraciones más demenciales se vuelven súbitamente verosímiles. Nada es más fundamental en estos momentos que el escepticismo, que desconfiar de las noticias alarmistas, demasiado malas o demasiado buenas. No basta con que Facebook prometa una actitud censora y vigilante para eliminar la propaganda, la información denigrante, las expresiones racistas, misóginas y otros fraudes. De hecho, confiar en los criterios de la empresa de Mark Zuckerberg para determinar lo que podemos ver, no resulta una propuesta muy alentadora. A final de cuentas, Trump y sus comisarios con seguridad se aprovecharán de cualquier mecanismo disponible para censurar expresiones críticas y que consideren indecentes, subversivas o antipatrióticas. Lo menos que se necesita es darle más recursos para reprimir.
Trump no ha ocultado su deseo de desregular todo lo posible. Como otros empresarios, este hombre cree que las reglas de protección ambiental son obstáculos para la producción y el comercio. La actitud de Trump hacia el calentamiento global ha sido esquizofrénica. Por un lado ha dicho que es una conspiración china y por el otro repite hasta el cansancio: “No soy científico, pero en realidad nadie sabe nada”. Con lo que niega la validez de los numerosos estudios científicos que han hecho evidente esta amenaza. El país dará marcha atrás a las pocas iniciativas de protección ambiental existentes. Anticipándose a esto, el gobierno de Obama declaró una prohibición indefinida de perforar por petróleo en partes del Atlántico y el Ártico. Trump aún no había asumido su cargo, pero ya los ejecutivos de la industria petrolera y sus abogados trataban de encontrar maneras de evadir esa restricción. Una de las iniciativas que fueron puestas en evidencia al poco tiempo de su elección fue la de sus subordinados de crear “listas de enemigos”, como aquellas que Nixon hizo célebres, en las cuales se incluya, por ejemplo, a todos los empleados gubernamentales que han expresado la necesidad de actuar de manera responsable con el medio ambiente.
Foto: anewplacevt.org
Entre muchas otras cosas, Trump quiere erradicar la regulación de bancos, instituciones financieras y mercados, a los cuales desea liberar para que operen sin restricciones artificiales ni compromisos onerosos como el respeto elemental a los consumidores. También se debe intuir que habrá purgas en las universidades públicas. Que se impondrán académicos vinculados con intereses corporativos en puestos directivos y administrativos determinantes en las instituciones de educación superior. Se multiplicarán los think-tanks conservadores, así como las campañas públicas de satanización de los intelectuales y de la “corrección política”. Se cortarán fondos a la educación pública y la cultura. Por tanto, escuelas y universidades deberán volverse trincheras.
Es momento de regresar a la prensa escrita, de volver a reivindicar el periodismo de investigación, de restablecer mecanismos para defender la democracia y denunciar las estrategias con que Trump y su gabinete transformarán el gobierno para beneficiar al poder corporativo, a las grandes fortunas, a las iglesias y a las organizaciones supremacistas blancas. Unos medios comprometidos y valientes son la principal herramienta ciudadana contra la represión policiaca militarizada, un sistema judicial en el bolsillo del Ejecutivo, la persecución fanática de los disidentes y opositores, así como contra la destrucción sistemática de las libertades civiles, como apunta Chris Hedges.
En medio de esta catástrofe multifrontal, lo que queda es la reestructuración del Partido Demócrata o su desaparición, para dar lugar a una institución comprometida con los intereses de los trabajadores, con la defensa de las minorías, con la creación de santuarios para inmigrantes indocumentados, con la protección del medio ambiente, con hacer que la sociedad del consumo compulsivo vuelva a ser una sociedad civil. Esto puede suceder con la influencia del senador de Vermont y precandidato a la presidencia Bernie Sanders, la senadora Elizabeth Warren y el representante Keith Ellison. Es fundamental una ruptura con el Partido Demócrata de Clinton y su afinidad voraz por obtener el apoyo monetario y político de las elites, así como es necesario que éste vuelva a ser un partido como tal y no un mero logotipo para mendigar a los ricos y famosos progresistas. Si algo es claro es que, si el Partido Demócrata no vuelve a pelear por reconquistar a los trabajadores y los campesinos que ha traicionado, es mejor que desaparezca, porque su función como un Partido Republicano light es totalmente redundante. m.