Nos gusta suponer que hay cosas que no se pueden comprar. Tal vez así sea. Lo que no hay son cosas que no se puedan vender.
Lo sabe cualquiera que, al abrir la cartera, se haya encontrado con el vacío: el dinero existe de un modo más rotundo e innegable cuando falta. Y aunque las sociedades y los individuos parezcan impensables al margen de los flujos con que los circulantes impregnan prácticamente toda región de lo humano, hubo tiempos en los que la vida se hacía sin recurrir a esa suprema abstracción representativa. El dinero, originado como consecuencia de que se hayan vuelto inmanejables los excedentes de la producción, fue desde el principio un exceso de la imaginación al que ya nunca se pudo poner remedio. En buena medida vivimos para ese exceso.
Quizá para contrarrestar el hecho de que tener o no tener dinero es, si no el sentido de la existencia, sí una de sus condicionantes más ineludibles, nos gusta suponer que hay cosas que no se pueden comprar. Tal vez así sea. Lo que no hay son cosas que no se puedan vender.