Diagnóstico preliminar
Vicente Alfonso – Edición 409
Mariel siente que alguien tira de su bolsa y alarmada levanta la vista del libro. La gente se empuja para entrar al vagón. Así quién va poder estudiar para el examen de Cardio, piensa, y entonces ve al hombre que avanza a tropezones sin dejar de apretar las manos contra la barriga. Es un sujeto que lo mismo puede tener cuarenta y cinco años que sesenta. Hay en él algo que le da un aspecto de abandono: el pelo encanecido, el pantalón con deshilachos, la camiseta sucia, el paso tambaleante. El vagón no va atiborrado pero tampoco quedan asientos vacíos. Mariel ve cómo el hombre llega al fondo y con torpeza se acomoda entre los pasajeros que viajan de pie: una mujer toma a un niño de la mano, un anciano de pelo relamido lee el periódico, una pareja de adolescentes se abraza. Las lámparas de halógeno dispersan una luz fría que parpadea mientras el tren se abre paso como un gusano ciego por los túneles. Mariel cierra el libro, se jura que al llegar a casa estudiará. El hombre se recarga en la escalera de emergencia justo en el ángulo que hacen las paredes del vagón. Parece como si en cualquier momento fuera a desplomarse. Ella se acerca, piensa en preguntarle si se siente bien, pero percibe un olor a alcohol y se dice que sobran las preguntas: está borracho. A punto de desandar sus pasos descubre, mezclado con el alcohol, el tufo caliente de la sangre. Ve entonces que bajo las manos del sujeto se tiñe la playera: la sangre forma una mancha marrón sobre la tela. Una gota oscura se descuelga de entre los dedos del hombre y va a dar al piso. Por los dedos toscos, sucios, Mariel imagina que el hombre es un obrero, un albañil, un mendigo. Se ve alterado, oprime las manos contra el abdomen como si quisiera contener la sangre. Nadie se da por enterado. De pie frente al sujeto, Mariel se pregunta qué hacer. Cuántas veces en el hospital ha escuchado de acuchillados, de niñas violadas, de ancianos asfixiados que murieron antes de que llegara la ambulancia. Cuántas veces ha escuchado historias peores: de personas arrojadas a las vías, de cuerpos mutilados y abandonados en un andén vacío, de muertos destrozados a los que les han robado hasta las piezas de oro de la dentadura. Quizá por eso la gente tiene miedo de ver, de preguntar, de voltear. Pero entonces dónde queda el juramento. De entre los dedos del hombre escurre otra gota de sangre. El tren se detiene con un ruido de hierro forzado pero no llega a la estación: por las ventanas sólo se ven las paredes del túnel. La mujer y el viejo del periódico tienen la vista más allá de los cristales, afuera del vagón. Por lo visto a nadie le importa lo que pasa: no importa ni el olor a alcohol ni la sangre que ya gotea con cierta regularidad sobre el piso. Sólo el niño que acompaña a la mujer clava la vista en el hombre, en su gesto duro, de animal enjaulado. El calor crece. Mariel comienza a sudar, las luces parpadean. Con ritmo espasmódico el tren avanza y vuelve a detenerse: desde algún lugar llega un sonido de aire que escapa, de animal que bufa. Mariel piensa que de un momento a otro el tren volverá a ponerse en marcha. La espera comienza a prolongarse; ella atisba en los cristales de la puerta en busca de un mínimo resplandor que anuncie que la estación está cerca, pero nada. Cuando voltea de nuevo hacia el hombre descubre que éste al fin se ha derrumbado sobre el piso, que se ha llevado las manos bajo la camiseta quizá en un intento por contener la sangre. Mariel se siente nerviosa, impotente. A un par de metros, a un lado de la puerta, está la manija de emergencias, pero de qué serviría tirar ahora de ella si el tren está parado. Se tranquiliza, respira, exhala para recuperar la lucidez. Lo primero es convencer al hombre de que le permita ver la herida: hay que evaluarla, definir si hay daño en los órganos internos, impedir que pierda la conciencia. —¿Qué le pasa, señor? Soy doctora, permítame —le dice, trata de calmarlo. Alterado, el hombre voltea a ver a Mariel con un gesto rabioso que parece decir: “Lárgate, no te importa”. Pero los ojos del sujeto no se mantienen mucho tiempo sobre ella. Quizá repasa las acciones que lo han acorralado, quizá sólo reacciona con la agresividad de un borracho que no se da cuenta del problema en que está envuelto. Mariel piensa que va a tener que actuar con fuerza, al fin y al cabo es para ayudar. —Soy doctora, por favor, permítame. Mientras lo dice trata de separar las manos del hombre. Comienza el forcejeo. El calor aumenta, en la frente de Mariel trasmina el sudor. Entonces logra descubrirle el abdomen. Cuando las manos del sujeto se separan algo cae al piso: Mariel se concentra en apartar la playera que, humedecida por la sangre, se pega a la piel del hombre. Busca la herida, pero sólo da con una superficie de pellejo sucio pero entero, sin cortes. Entre los demás pasajeros se genera un murmullo que crece. Cortados de tajo, llenos de sortijas, varios dedos de mujer manchan el piso. m.