Decir adiós
Joaquín Peón Íñiguez – Edición 484
¿Cómo decirlo? ¿Cómo pinches decirlo? ¿Decir adiós es decir ya nunca, es decir lo siento, es decir un canto cardenche, un lamento de plañidero? ¿Es dejar que diga el silencio?
Me gusta llevar mis adioses conmigo. Dos ciudades, mis años de arrebato, instantes infinitos de plenitudes pasajeras. Mis amigos muertos, mis tíos muertos, mi tata y mi abue muertxs. Anhelos inocentes, impulsos afásicos, ternuras sin retorno. Algunos amores cuya ausencia me acompaña y lenguajes de dos hablantes que se diluyeron en el arenero del tiempo. Yo mismo, varias veces sepultado. Cada adiós, una muerte recién nacida.
Pienso en aquellos adioses que no podemos decir, los que el azar arranca del tórax, la discontinuidad que ya nunca se detiene. Y las maneras en que nos he visto lidiar con ellos: perdón, entendimiento, apacible saudade, pero también enajenados en sinsentido, ansiedad, rencores que se alimentan de sí mismos o un miedo tan inmenso que no podemos verlo.
Todavía puedo escuchar la jerga chilena de Quiltras (Paraíso Perdido), de Arelis Uribe, aquellos relatos en torno a afectos que se desvanecieron con la infancia o la adolescencia, y a aquellas mujeres que años después regresan en busca de su justo adiós o se quiebran un día ordinario por no haberlo dicho.
También se me viene a la mente El último encuentro (Salamandra), de Sándor Márai, novela sobre una amistad entre hombres, intimísima por más de dos décadas, hasta que uno desaparece sin decir palabra. El otro pasa 40 años pensando en ese abandono sin despedida, pues ese solo acto contiene y encubre todas sus inquietudes acerca de la condición humana.
¿Todo se queda y nada responde? ¿Nada se queda y todo responde?
Lo que me inquieta es una locurita “beckettiana”: ¿cómo decirlo? ¿Cómo pinches decirlo? ¿Decir adiós es decir ya nunca, es decir lo siento, es decir un canto cardenche, un lamento de plañidero? ¿Es dejar que diga el silencio?
Tal vez decirlo como Oliver Sacks cuando vio venir al ángel liberador, con Gratitud (Anagrama) hacia los números atómicos, las bromas de los amigos, las ambigüedades, las personas que amó y lo amaron, y seguramente hacia los helechos.
O así como lo dijo Maurice Sendak, ese encantador creador de libros infantiles, en su última entrevista. En llanto, pero no infeliz, en alabanza hacia la vida, con anhelo de aquellas personas por quienes su amor siguió en expansión después de que se fueran.
O como Leila Guerriero cuando recapitula su divorcio y la relación con su madre en Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide), introyectándose en ecos, haciendo de la emotividad un conocimiento, valiéndose de mundanidades luminosas redimidas por la memoria para hacer a los adioses verdaderos.
Ojalá los míos pudieran ser como los de Eielson en “Del absoluto amor” (Poeta en Milán, Lustra Editores), un Taj Mahal a su amado difunto, el enfermero, el que era un mismo cuerpo con su huerto, y que el poeta entrevera en mística unidad con los recuerdos de su abuela, la historia de Perú y su prodigiosa naturaleza.
Recuerdo también a Marina Abramovic y a Ulay, ese “cuerpo de dos cabezas”. Tras diez años como pareja, con performances atados, a gritos, con arco y flecha, decidieron terminar su idilio con una acción. Cada unx caminó desde un extremo opuesto de la Muralla China, noventa días, más de dos mil kilómetros, acompasados por leyendas de dragones hasta encontrarse en el centro, entre templos de la dinastía Ming, no para casarse como pensaron en principio, sino para despedirse y dar la media vuelta.
Su historia me hace pensar que cada adiós merece ser ritualizado, sea con caminata, justiciera carta de renuncia o un rezo como filmado por Wong Kar-wai.
Recuerdo aquella reunión en una casa abandonada, entre presencias espectrales de un hogar que no fue, cuando unxs desconocidxs dadxs al esoterismo encendieron un fuego con ruinas y dejaron caer uno por uno los nombres de sus viejos amores. Yo elegí no hacerlo. Antes les haría altares en silencio. Aunque duela y no lo recomienden en terapia, prefiero que mis adioses sean duraderos.