Conguita sin cabeza
Vonne Lara – Edición 488
Los bebés provocan ternura porque son portadores de todas las tretas evolutivas para generarla. Lo malo es que duran poco en ese estado inmaculado y muy pronto se convierten en reflejo de sus cuidadores
Dimos vuelta en la esquina y ahí estaba: quieta, quietísima con su patitas al aire, sus alas laxas pero muy en orden. No tenía cabeza, pero lucía hermosa, natural, como si la conguita siempre hubiera sido así. Al verla tuvimos un leve sobresalto y lo que veníamos platicando mis hijas y yo se quedó suspendido en el aire. La rodeamos con cautela sin dejar de admirar aquella milagrosa conguita sin cabeza. Mientras nos alejábamos, una de las gemelas dijo en voz alta, pero para sí misma: “Pobrecita, me dan mucha ternura los animalitos muertos”. A mí me dieron ternura su reflexión y el tono del pequeño elogio fúnebre para la avecita y los animales muertos que ha visto a su corta edad.
Podría haberle dicho a mi hija que quizá la conguita y los animalitos muertos más bien le producen lástima. Pero quién soy yo para corregirle la plana a sus sentimientos; además, no me preguntó nada. Cuando ellas tienen dudas sobre cómo expresar algo, comienzan con un “Cómo se dice cuando…”, que me fascina, que me endulza los sentidos, porque explicar el mundo es la única recompensa de sufrirlo. De esas consultas, lo que más valoro es lo que ellas interpretan con la vastedad de posibilidades que dan la inocencia, el juego y una imaginación a la que no se le han cercenado sus filigranas escandalosas.
Para las personas que sostenemos la aberrante paradoja de que no nos gustan los niños pero nos encantan los nuestros, conmovernos con las interpretaciones del mundo que hacen esos niños que no son nuestros favoritos, no sólo es difícil, sino imposible. Más de una vez he visto la expresión de amor-orgullo-ternura en padres y madres cuando me cuentan que su hijito llegó a una conclusión inocente y graciosa, mientras que yo la encuentro insulsa.
Como cuando una mami me contó que su hijo le preguntó cuánto tardaría en crecer un dedo si se lo cortaba con la puerta —como tantas veces le habían advertido que pasaría si seguía azotándola por el gusto de hacer retumbar las ventanas—. Ella rio tanto con su anécdota que comencé a avergonzarme; lo intenté, pero nada, no me inspiró ternura, así de simple. Mi antipatía, aunque silente, es notoria, así que no nos volvieron a invitar a los cumpleaños de ese niño que se creía con capacidades de reptil.
Los bebés provocan ternura porque son portadores de todas las tretas evolutivas para generarla. Lo malo es que duran poco en ese estado inmaculado y muy pronto se convierten en reflejo de sus cuidadores. Quizá lo más insoportable de los niños son sus padres. Pero también la niñez dura poco y los procesos de la vida nos van mutilando hasta dejar apenas un trozo nuestro, y esas catástrofes casi nunca nos dejan un aspecto delicado y dulce que conmueva a los demás.
Al volver de la calle, mis hijas contaron a su papá lo que vieron. Como si yo no estuviera ahí, una dijo y la otra completó —la forma habitual en la que platican las gemelas—: “Está aquí a la vuelta, y cuando mi mamá la vio se quedó muy seria, un poco triste, como cuando piensa cosas que va a escribir”.
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