Ciencia de convencer o morir
Juan Nepote – Edición 499
Ignaz Semmelweis murió joven —pero avejentado, demostrando una conducta irracional, calificado de psicótico autodestructivo, desesperado, aislado— a causa de una infección en la sangre, víctima de la enfermedad que había combatido casi toda su vida
Las ciencias constituyen algo parecido a un gran edificio hecho de manera colectiva, una actividad acumulativa en la que la negociación y el consenso son ingredientes fundamentales. Los resultados, las observaciones y las teorías derivadas de la investigación tienen que ser conocidos, discutidos y aceptados por la comunidad científica, y el arte de convencer al prójimo adquiere una importancia sustancial. Posiblemente a eso se refería Max Planck cuando, de forma contundente, aseguró: “Una nueva verdad científica no suele imponerse convenciendo a sus oponentes. Más bien, los oponentes eventualmente mueren y surgen nuevas generaciones familiarizadas desde el principio con la nueva verdad”.
Recordemos, por ejemplo, al olvidado médico Ignaz Philipp Semmelweis, quien a finales de la primera mitad del siglo XIX se interesó por un asunto que a nadie más parecía preocuparle: una gran cantidad de las mujeres que acudían al Hospital General de Viena para parir, morían a causa de algo conocido como fiebre puerperal, esto es, un aumento considerable de temperatura inmediatamente después de haber dado a luz. Se creía que la causa estaba en el proceso de producción de leche materna que, al parecer, se acumularía en otras partes del organismo hasta producir enfermedades; o en aquellas “influencias epidémicas” causadas por ciertos“ cambios atmosférico-cósmico-telúricos” más o menos inexplicables. Pero Semmelweis estaba convencido, sobre todo después de atestiguar que un profesor del hospital se hirió accidentalmente en la mano con el bisturí que había empleado para practicar una autopsia y, como consecuencia, murió después de un prolongado sufrimiento. ¿Los síntomas? Inflamación de venas, múltiples infecciones en la piel, exceso de pus. Prácticamente idénticos a los que se experimentaban con los casos de fiebre puerperal. Al parecer, este acontecimiento era el elemento faltante para confirmar la hipótesis que Semmelweis no se había atrevido a formular en voz alta: era posible contraer la temida fiebre que conduce a la muerte sin necesariamente haber tenido un parto.
El cúmulo de pruebas, la atenta mirada y su imaginación científica redondearon el trabajo: aquel colega falleció debido a que su sangre se infectó. Ciertos residuos del cuerpo al que le realizó la autopsia —la llamada “materia cadavérica”— se colaron al escalpelo que sajó su piel, enfermándolo, matándolo. Un razonamiento extraordinario, el de Semmelweis, inédito en la medicina. Embebido en el entusiasmo del científico experimental, puso a prueba sus ideas: obligó a todo estudiante y todo doctor a lavarse las manos antes de entrar a las salas. La mortalidad se redujo al instante y de manera consistente con el paso de los días y los años.
Pero la realidad tiene sus antojos ingobernables: en el año de 1849, Ignaz Semmelweis fue expulsado del hospital en el que se había educado y para el cual trabajaba. Sus propuestas terminaron por ser rechazadas y los médicos dejaron de desinfectarse las manos antes de acceder a la sala de maternidad. Mantener las manos limpias para conservar la salud representaba para él una nítida convicción, pero para el resto de sus colegas era una tontería.
En 1865, Ignaz Semmelweis murió joven —pero avejentado, demostrando una conducta irracional, calificado de psicótico autodestructivo, desesperado, aislado— a causa de una infección en la sangre.
Paradójica, irremediablemente, fue víctima de la enfermedad que había combatido casi toda su vida.