Cicatrices vivas
Alejandra Leyva – Edición 501
En el lapso de un año, Claudia, junto con sus hijos Samuel y Ángel y su pareja, Armando, han sido forzados a mudarse en más de tres ocasiones a pocos metros de distancia, entre las mismas casas que ella ha recorrido desde niña
Claudia tiene una cicatriz que parte en dos su vientre, y alrededor de ella hay pequeños puntos que adornan la herida como si fuera el plano de una edificación vista desde el aire. La primera vez que hablamos fue para saber si podría conseguirle ayuda para agilizar su atención médica en el Hospital Civil de Guadalajara, en donde llevaba un año asistiendo a citas sin pasar más allá del área de Urgencias. Con algo de suerte e información, después de nuestra plática Claudia asistió al Hospital General de Occidente, y en un lapso de cuatro meses la operaron de tres hernias alojadas en la zona abdominal, que le producían una inflamación dolorosa en el vientre. Según los doctores, fueron consecuencias del nulo cuidado posparto que tuvo en sus últimos tres embarazos; sin embargo, ¿en qué circunstancias una madre en situación de calle podría cuidarse y cuidar?
Ese primerísimo encuentro terminaría por desembocar en una relación en la que Claudia me contaría su vida y se volvería una amiga. Su derecho a tener un hogar sería una de sus prioridades, después de haber vivido en un parque con dos de sus cinco hijos por algunos años. Como única forma de salir adelante, Claudia decidió regresar al barrio donde creció, donde al menos tres generaciones se han establecido, pero que ha sido para ella la mayor fuente de su dolor por haberla acercado a las drogas. Hoy se dedica a la limpieza y el mantenimiento de “los nuevos vecinos” que han llegado.
Es el barrio de Reforma, a menos de diez minutos a pie del mercado San Juan de Dios, entre las calles Aldama y Medrano. Esta parte de la ciudad que ha sido estigmatizada por las problemáticas sociales —que poco o nada han cambiado con los años—. Actualmente enfrenta una nueva desigualdad entre sus habitantes antiguos y los nuevos, que llegan gracias a la venta y renta de departamentos o casas que las inmobiliarias construyen en sectores como estos, donde las rentas son bajas, los inmuebles tienen a veces valor patrimonial y se encuentran cercanos a zonas de desarrollo económico. “Cuando empezaron a llegar personas nuevas y departamentos, nos preocupó que todo iba a subir, la renta y la comida. De que esto va a mejorar, va a mejorar. Pero no será la misma gente. Son personas que llegan y tienen una mejor calidad de vida, sustento. A las personas como yo, mejor nos corren”.
La gentrificación, término que en los últimos años ha tomado relevancia en distintos planos, es lo que actualmente Claudia observa que sucede aquí, donde claramente no son las mismas circunstancias que en la colonia Americana, en el barrio de Santa Teresita u otras zonas de Guadalajara, porque “después de la Calzada es donde seguro te asaltan”. Los nuevos vecinos detonan un proceso de encarecimiento y elitización al comprar o alojarse en zonas como estas, invisibles, donde las cosas, según Claudia, sólo han empeorado con la venta y el consumo de droga, la normalización de los embarazos adolescentes y la pobreza urbana, que ha rodeado a los habitantes de lugar por más de 30 años.
Según Neil Smith, quien consolidó el término en un artículo titulado “Hacia una teoría de la gentrificación. Un retorno a la ciudad por el capital, no por las personas”, de 1974, los espacios urbanos que se encuentran en mal estado de conservación, donde las autoridades no han invertido en el mantenimiento y que se han convertido en barrios empobrecidos, son los que ofrecen una mayor perspectiva de beneficio, dejando de lado a las personas que cuentan con rentas inferiores, así como a las personas vulnerables que sólo tienen permitido trabajar, pero no vivir en ellas. Una reestructura donde el Estado actúa “como facilitador y el mercado decide la transformación basándose en el lucro”. El proceso de transformación es: deterioro, destrucción, inversión y elitización —el motor principal para la renovación urbana y su posterior valoración—.
En el lapso de un año, Claudia, junto con sus hijos Samuel y Ángel y su pareja, Armando, han sido forzados a mudarse en más de tres ocasiones a pocos metros de distancia, entre las mismas casas que ella ha recorrido desde niña y donde antes todo era diferente: un barrio unido, según cuenta. “En las navidades, los días de carnaval, de cuaresma, o cuando pasaban los santos, todos adornábamos las calles. Hasta la vez que vino el Papa y pasó por aquí”. La renta habitual en esta zona es de espacios dentro de casonas o vecindades que cuentan con un cuarto y a veces un baño personal (si no, es comunitario). Ahí, varias familias subsisten con rentas de alrededor de mil 500 pesos al mes, mientras a pocos metros los nuevos habitantes pagan una renta mucho más alta. En los últimos meses, la renta de espacios como el descrito pueden ir de 4 a 6 mil pesos, sin ninguna amenidad ni diseño, por lo que la migración a las afueras del Área Metropolitana de Guadalajara, donde hay abundancia de casas y fraccionamientos abandonados, se ha vuelto común.
Claudia nunca me lo ha dicho claramente, pero el día que ella y su familia tuvieron como última opción mudarse a Cajititlán, se vio en sus ojos cierta melancolía. No por esta casa, donde compartían espacio con una persona que consumía y vendía drogas, si bien fue la única que les facilitó una renta después que los desalojaran de su anterior departamento que el edificio se vendió, sino por dejar una vez más el barrio. Como dice, para gente como ella los cambios no se verán reflejados, y es mejor irse ahora que cuando ya no haya más remedio.