Billy Wilder: el mejor director es el que no ves
Hugo Hernández – Edición 426
Billy Wilder viajó con éxito por los géneros cinematográficos: se movió con solvencia en el musical, el bélico, el drama —y hasta el melodrama— y el cine negro. Pero sin duda es en la comedia donde mejores resultados obtuvo (y por la que más y mejor se le conoce).
Samuel Wilder no nació en Estados Unidos —es oriundo de Sucha, hoy Polonia—, pero Billy Wilder —nombre con el que firmó todas las películas que filmó en Hollywood— es uno de los realizadores estadunidenses por excelencia. Con otros cineastas de origen europeo —Otto Preminger y Fritz Lang, por ejemplo— que se instalaron en “América” en la segunda mitad de los años treinta del siglo anterior, él contribuyó a ensanchar las posibilidades del estilo clásico, ese que se esmera en ser transparente (la cámara, lo mismo que la puesta en escena, el montaje y el sonido no deben verse para no distraer al espectador en su afán de armar una historia) mientras busca impresionar y emocionar. (De ahí que considerara que “el mejor director es el que no ves”.) Como aquéllos, supo entender en dónde estaba y para quién trabajaba, por lo que siempre tuvo presente un principio fundamental de la industria cinematográfica estadunidense: el entretenimiento.
Pero esto no suponía la renuncia a una vocación que cabe en las mejores tradiciones autorales: el control de la obra de principio a fin. Para Wilder, el guión fue siempre asunto suyo, y se involucró en la escritura de todas y cada una de las películas que dirigió. De hecho, antes de sentarse en la silla de director se desempeñó como guionista (baste mencionar que comparte este crédito en Ninotchka, cinta dirigida por su ídolo y mentor, el alemán Ernst Lubitsch). De esta forma, su credo se resume en esta célebre frase: “Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros son no aburrirás; el décimo es tendrás derecho al montaje final”.
Serio, no muy serio
Billy Wilder viajó con éxito por los géneros cinematográficos: se movió con solvencia en el musical, el bélico, el drama —y hasta el melodrama— y el cine negro. Pero sin duda es en la comedia donde mejores resultados obtuvo (y por la que más y mejor se le conoce). Supo imprimir humor a todo lo que tocaba, y su cine al final invoca la ironía, pues incluso a los asuntos más dramáticos sabía acercarse con corrosión y sarcasmo. Esta perspectiva puede apreciarse en pantalla, pero también en su vida profesional. Es lo que le permitía hacer bromas incluso sobre Marilyn Monroe, una actriz que en su filmografía ocupa un lugar especial, de la que dijo que tenía “pechos como granito y un cerebro como queso suizo”. Supo abordar asuntos espinosos de forma aguda pero amable. Y si en más de una comedia romántica el amor es enceguecedor, el cineasta sabe que no todo lo que encandila está llamado a durar, por lo que más tarde, una vez que el amor se ha institucionalizado en el matrimonio, las tentaciones fuera de él son más tentadoras.
Su fórmula para sobrevivir en el cine es: “Si vas a decir a la gente la verdad, sé gracioso o te matarán”. Y saber ubicarse: “Si hay algo que odio más que no ser tomado en serio, es ser tomado demasiado en serio”. La gente de cine reía con sus películas, pero sí que lo tomaba en serio: fue el director hollywoodense favorito de Ingmar Bergman; recibió reconocimientos por su carrera de parte de la Academia de Hollywood y el American Film Institute, en los festivales de Venecia y Berlín.
El 27 de marzo se cumplen diez años de su muerte. Revisar su cine es el mejor homenaje que se le puede hacer. Y para uno es más que un entretenimiento: es pura felicidad. m
Una Eva y dos Adanes
(Some Like It Hot, 1959)
Para incorporarse a una banda conformada exclusivamente por mujeres, dos músicos desempleados —que además huyen de un asunto gangsteril— se disfrazan. Parten entonces de gira, y los equívocos y las tentaciones comienzan a multiplicarse: y cómo no, si Marilyn Monroe forma parte del reparto y de la banda. Wilder entrega la que acaso es su comedia de enredos más afortunada. Al final hace un comentario atendible sobre las prioridades en la vida y lo relativo de la filiación sexual. Y a algunos les gusta caliente, como reza el título original.
La comezón del séptimo año
(The Seven Year Itch, 1955)
Un neoyorquino, como tantos otros, manda a su mujer de vacaciones en verano. Pero en casa hace calor, y más cuando conoce a la recién llegada vecina de arriba (Marilyn Monroe, inolvidable con su falda ondulante por el aire que sale del subterráneo). Entonces él se lanza a la conquista, pero los infortunios no faltan. El realizador se inspira en una pieza teatral y ofrece una puntiaguda exhibición del estado del matrimonio luego de siete años de uso, tiempo promedio en el que comienza a dar comezón… y ganas de rascarse.
El ocaso de una vida
(Sunset Boulevard, 1950)
Un escritor en bancarrota se hospeda en la casona de una actriz que conoció la gloria en tiempos del cine mudo. Es contratado para ayudar a dar forma a un guión que supondría el regreso de la estrella. Su estancia en la mansión le descubre un universo fuera de toda proporción. Wilder emprende aquí una oscura exploración de Hollywood, en donde las vanidades nunca se van del todo, no hay relaciones desinteresadas y la sumisión no es una excepción. Naturalmente, el cine negro es idóneo para tal empresa.
El departamento
(The Apartment, 1960)
Un hombre encuentra una forma rápida de ascender en el trabajo: prestar su departamento a sus jefes para que lleven ahí a sus amantes. El asunto es lucrativo al inicio, pero las complicaciones no tardan en llegar; se incrementan, además, cuando él intenta tener una relación seria. El realizador exhibe aquí la codicia que a todos toca en el mundillo corporativo, y muestra cómo la moral no es asunto de jerarquía. El asunto a ratos se torna romántico y luego dramático, mas predomina el tono de comedia: de algunas miserias es mejor reírse.
Double Indemnity (1944)
En su libro Le film noir, Noël Simsolo recuerda que en 1944 apareció el cycle noir, una serie de películas realizadas por cineastas de origen europeo que recogían el malestar que se vivía en Estados Unidos mientras la guerra producía cadáveres por doquier. Los temas recurrentes son: “dualidad infeliz, alienación sexual, pérdida de identidad, angustia existencial”. Double Indemnity es uno de sus hitos y sigue las desventuras de un vendedor de seguros que ayuda a una mujer —femme fatale— que busca sacar provecho de la muerte de su marido. La negrura aquí es reveladora; se diría que deslumbrante.
Días sin huella
(The Lost Weekend, 1945)
Billy Wilder se inspira en una novela de Charles R. Jackson y da cuenta de la debacle de un alcohólico que se queda en la ciudad mientras su hermano y su novia salen de viaje el fin de semana. En flashbacks nos enteramos de lo vivido y lo bebido, y la borrachera es fulminante. La cinta alcanza no sólo para hacer un retrato del adicto —el esbozo es notable, dicho sea de paso— sino para ver en detalle las implicaciones morales que supone la vida en sociedad. Oscar se emborrachó con la cinta y le otorgó las estatuillas a mejor actor, guión director y película.
Sabrina (1954)
Sabrina es la hija del chofer de una familia acaudalada. Luego de hacer un largo viaje a París, su atractivo se acentúa y llama la atención de los hijos de la familia. Uno de ellos es responsable y trabajador; el otro es un mujeriego perezoso. La elección será de ella —para no variar—. Wilder transita aquí por la ruta de la comedia romántica. Sabe mezclar con fortuna los ingredientes imprescindibles, por lo que resulta inevitable reírse y suspirar por ella (Audrey Hepburn). Pero también añade un ingrediente fundamental que hoy escasea en este subgénero: inteligencia.
Stalag 17 (1953)
Cuando dos prisioneros de guerra estadunidenses tratan de escapar del Stalag 17, son aniquilados por los guardias nazis. Los demás prisioneros piensan que hubo un soplón y las sospechas recaen sobre uno de ellos que está en buenos términos con los alemanes. Wilder apuesta aquí por una ruta arriesgada. Con todo el dramatismo que su historia tendrá al final, en la primera mitad imprime abundantes dosis de humor. El cineasta deja ver aquí su maestría para cambiar de tono, habilidad que ya quisiera más de un artesano de nuestros días.
Irma la Douce (1963)
Un policía es trasladado a la zona roja parisina. Queriendo hacer un bien, provoca un caos en el sistema que ya tienen organizado policías y proxenetas, por lo que es despedido. Luego conoce a una prostituta y, sin buscarlo, inicia con ella una relación sentimental. Wilder se inspira en la pieza teatral de Alexandre Breffort y saca buen provecho de los diálogos y los enredos. El resultado: las dosis de humor son abundantes y alcanzan para explorar eso que llaman “química”. A ello contribuyen en buena medida ellos, los actores principales: Jack Lemmon y Shirley McLaine.
Testigo de cargo
(Witness for the Prosecution, 1957)
El guión de Testigo de cargo se inspira en un cuento de Agatha Christie y sigue los contratiempos de un hombre que es acusado de asesinar a un rico viudo. El curso del juicio reserva numerosas sorpresas, y entre las mayores está el papel impredecible que juega la esposa del acusado. El cineasta lleva a buen término esta aventura por el “cine de juzgados”. Los giros de tuerca son pertinentes para evitar los juicios fáciles mientras evita la gravedad que a menudo aqueja al género. Así, la sustancia es proporcional al entretenimiento.