Amenaza de mudanza, abandonad todos los libros
Laura Sofía Rivero – Edición 501
Toda mudanza convierte los libros en, apenas, kilos y kilos de papel. No amamos los libros que hemos escrito, leído, subrayado o signado con un ex libris: amamos los libros que cargamos.
Si antes veías autores, editoriales, épocas o amigos íntimos, hoy sólo ves volumen: pilas y pilas de ejemplares que se amontonan sobre ti, que te asfixian. Calculas la cantidad de cajas que tendrás que conseguir (y decimos conseguir, aunque eso signifique robar o suplicar por ellas en los supermercados) con tal de poder moverlo todo. Ya no hay canon ni jóvenes promesas, ya no hay géneros literarios ni corrientes históricas, ya no hay afecto ni curiosidad; toda mudanza convierte los libros en, apenas, kilos y kilos de papel.
¿Qué hacer con todos ellos? ¿Estás dispuesto a que te sigan a otro sitio? ¿A continuar arrastrándolos tan sólo por la culpa? No amamos los libros que hemos escrito, leído, subrayado o signado con un ex libris. Amamos los libros que cargamos. Hoy en día, pienso, no hay mayor prueba de fidelidad lectora que el embalaje.
Uno comienza a ponderar si son imprescindibles o no. Y, aunque el proceso de selección sea arduo (¿no nos enseñó eso el Quijote con el escrutinio a la biblioteca?), más difícil resulta saber qué destino darle a los expurgados, todos aquellos que no pasaron la prueba fatal. Ese montoncito nos recuerda los inconvenientes de vivir en una época poco afecta a las hogueras. Nos incita a abusar, una vez más, de las librerías de viejo; tiraderos repletos de libros con entrañables dedicatorias escritas para personas que se deshicieron de ellos.
O puede ser que nos obligue a perfeccionar las artes del abandono: olvidarlos en casas ajenas, liberarlos en una banca del parque, aparentar que los damos como regalo —aunque con satisfacción malsana nos brillen los ojos al saber que, por fin, se han ido—. (Borges, dicen, iba a los cafés y dejaba sobre alguna mesa los libros que no quería conservar; era su habitual fechoría, se iba fingiendo demencia.)
Por ello, para evitar estos inconvenientes, lo mejor es abandonar los libros no queridos tan pronto llegan a nosotros. Antes de que en nuestro corazón germine cualquier ápice de compromiso o de vergüenza. No hay que dejarse intimidar: habrá que soltarlos como si sus páginas estuviesen envenenadas. Y repetir la maniobra una y otra vez, hasta constituir de esta actitud un talento.
A mí, debo confesar, me falta depurar la técnica. Pero, sin duda alguna, mi mejor abandono aconteció hace un tiempo en la feria del libro más esperada del país. Era finales de año, condición propicia para sentirnos con ánimo de arrancar lo que no queremos seguir cargando. Tras una presentación, los organizadores me obsequiaron un voluminoso libro para redimirse de la común costumbre de no ofrecer viáticos ni pago. Me resultaba imposible trasladar a mi ciudad el librote —tres kilos de fotografías sobre los volcanes de México—en un vuelo de equipaje ligero. Y, a decir verdad, a ellos también parecía sobrarles. Decidí continuar con el abandono serial dejándolo en un sillón del recinto. Regresé cinco minutos después, sólo para comprobar que ya no estaba. Espero que haya hecho feliz a un geólogo, un amigo de la naturaleza o a un estudiante con el bolsillo roto que haya descubierto en mi lastre un tesoro. Sé que alguien verá mal esta práctica. Pero si sigue ocurriendo es porque evidencia que, día con día, nuestras casas son más pequeñas y la industria editorial más insaciable. Pues, mientras sigamos publicando libros por compromiso para un público que no existe, éstos continuarán rodando por el mundo en ese mito del eterno abandono hasta el final de nuestros días.
2 comentarios
Cuando era estudiante foráneo en el DF, aprendí a comprar libros y deshacerme de varios cuando no podía mudarme con ellos o simplemente me faltaba dinero. En esa desesperación conocí Plaza de la Santa Veracruz (mejor conocido también como “la cháchara”) donde se subastaban, vendían e intercambiaban libros de uso. Luego, con el terremoto de 2017, este mercado trahumante llegó al jardín del Panteón San Fernado, a un costado de San Hipólito. Gracias a ese tianguis de libros, siempre he podido acomodar libros que, como a ti te pasó con el “librote”, me ragalan por ser “sobrantes” en algun editorial, librería o Universidad. Aún falta que alguien escriba la crónica de esa mundo libresco de San Fernando.
qué maravilla de ensayo…gracias…tiene momento más emotivos que muchos poemas o que muchos relatos. Hay que ajustar tornillos que no sabíamos que nos faltaban…. Gracias, autora.