HERZOG: LA PREGUNTA POR EL ARTE
Eduardo Quijano – Edición
Durante más de 45 años Werner Herzog ha realizado en sus –ya más de 60– películas una indagación sobre misterio de la vida humana. La tentativa ha implicado hacernos partícipes de una curiosidad insaciable, la mirada que viaja siempre más allá de lo que encuentra en sitios inhóspitos y majestuosos. Seres extraviados y visionarios desadaptados, aventureros excéntricos y románticos ecologistas locos que bordean el abismo, habitan los relatos de Herzog sobre la disolución del hombre en la naturaleza. Las imágenes de sus películas son recordatorios de la angustiante violencia de aquello que ambicionamos o soñamos. La pregunta que pareciera guiar los trabajos del cineasta alemán de 70 años es la pregunta sobre la belleza primigenia: la del alma humana que se expresa.
En La Cueva de los sueños olvidados, la búsqueda de Herzog se ahonda en uno de los más insondables misterios: el origen de nuestra evolución. El documental rodado durante seis días en el interior de la Cueva de Chauvet (Francia) –cinco galerías de más de medio kilómetro de largo y 50 metros de ancho–, nos pone en contacto con pinturas rupestres pertenecientes al Paleolítico Superior datadas en más de 30,000 años antes de nuestra era. A la manera de una metáfora sobre la creación del lenguaje, este testimonio sobrecogedor de la presencia del hombre en la tierra logra, como ha expresado Francisco Calvo Serraller, “hacer un hueco al pasado hasta fondear en la noche de los tiempos para allí hallar el resplandor de la primigenia luz, que todavía nos alumbra”.
La cueva de los sueños olvidados es mucho más que el recorrido en tercera dimensión por un santuario inaccesible. Lo que con delicadeza casi sublime miramos en las paredes de las naves calizas del monumento rupestre, es una evocación del origen común de la humanidad, la red de vínculos con todos los seres vivos con los que compartimos el universo; lo que nos hermana con el fuego y las estrellas.
Venados, caballos amarillos, rinocerontes; un león de las cavernas olisquea a lo que pudiera ser una leona con la que busca aparearse. La cerviz de un caballo negro surge de la misma roca. La figura de un hechicero, mitad bisonte y mitad hombre, parece abrazar a una mujer (con una asombrosa coincidencia con cuadro de Picasso “Minotauro acariciando una mujer dormida”, que el pintor creó en 1933), representada sólo por unas piernas (con sus caderas) y el triángulo de vello púbico. En el hondo silencio de la caverna, en la galería donde manos como las nuestras buscaron la belleza, el primer lenguaje de la especie palpita: dice de los sueños humanos.
Como extasiados visitantes de La cueva de los sueños olvidados conocemos la cotidianidad de nuestros ancestros prehistóricos y las primeras muestras de su espíritu (¿la pintura, la escultura?, ¿los antecedentes de cine?). Guiados por mirada y la voz del propio Herzog, nos sumergimos en una especie de meditación sobre el origen de arte y sobre lo que hemos sido.
La transformación-evolución de las especies ha creado formas de vida y belleza inauditas. Al final, el film muestra en las inmediaciones de la Cueva (en una de las principales plantas nucleares de Francia los vapores radioactivos del agua utilizada para enfriar los reactores han sido aprovechados para modificar el entorno y crear una biósfera tropical) la existencia de un criadero de cocodrilos albinos, vestigios vivos que recuerdan el papel del hombre para intervenir y manipular el proceso evolutivo.