Palabras nada más
Abril Posas – Edición 508

Las palabras las hicimos y las seguimos haciendo las personas: imperfectas, con más excepciones que reglas, capaces de volver loco a cualquiera por su falta de lógica y las llevamos en la palma de la mano como quien se aferra a un borde
David Gahan cantó: “Al igual que la violencia, las palabras rompen el silencio, se estrellan en mi pequeño mundo”. También, que las palabras “no tienen significado y son olvidables”.
Natalia Ginzburg, ante la ola de términos más empáticos en los sesenta del siglo pasado (“no oyentes” para referirse a los sordos, “invidentes” para los ciegos), se quejó de la intención de reducir el daño que pudieran causar si, al fin y al cabo, en la práctica todo lo demás no reflejaba esa preocupación con mejores políticas para el cuidado de las poblaciones vulnerables. Dijo en “El uso de las palabras” (Las tareas de casa y otros ensayos, Lumen): “A veces las palabras que oímos usar y que finalmente usamos nosotros mismos por docilidad, no son sólo hipócritas, sino también aberrantes”.
También están las personas que defienden a capa y espada la lista de palabras avaladas por el Diccionario de la Real Academia Española (RAE), excepto cuando hay que decirle presidenta a Sheinbaum. Ahí sí se trata de un asunto ideológico y político, que intenta forzar un término en el uso común del habla, no importa si la H. Academia de la Lengua Española ya registró la palabra en sí desde hace 200 años.
Nos gusta usar el lenguaje para explicarnos que las palabras no tienen peso, que lo que cuenta son los hechos. Pero entonces alguien dice que la pluma es más fuerte que la espada y endiosamos a Churchill, a Quevedo, a quien publica más tuits contundentes con miles de seguidores.
Luego agarran y dicen que el español es el lenguaje más hermoso del mundo, pero no tiene un maldito término puntual para saudade, Weltschmerz o komorebi. Que el límite de tu imaginación es el de tu lenguaje, aunque el día que te pones de “alquemista” y mezclas diferentes partes de distintas palabras —si eres una loca, hasta de varios idiomas—, el lingüista que hay en todos se burlará de tus débiles intentos. A pesar de que los lenguajes son criaturas con partes que a veces se mueven, a veces se intercambian, a veces, *gasp*, desaparecen y otras se transforman en algo más. Es, ya saben, fermoso.
Y finalmente llegan otros, a tomarnos de la mano y decirnos con toda la paciencia de la que son capaces, que las palabras no van a influir en nuestra percepción ni en el manejo del tiempo-espacio, que a pesar de ser una hermosa historia de ciencia ficción (y de pérdida, de valentía, de lingüística y de aprender a andar por ahí con el corazón roto, pero feliz), Arrival no está basada en la realidad de las palabras. Pero he visto hashtags orquestados para silenciar discursos de odio; doctorantes que escriben tesis sobre el aspecto sociopolítico de los olores y mensajes en Twitter que se sienten como debe oler el jardín inglés más tupido de cualquier pintura del siglo XVIII; gente que usa libros y todo lo que contienen como estandartes.
Debe ser que, como las religiones, las palabras las hicimos y las seguimos haciendo las personas: imperfectas, con más excepciones que reglas, capaces de volver loco a cualquiera por su falta de lógica, y de todas formas las llevamos en la palma de la mano como quien se aferra a un borde que no sabemos si nos podrá mantener a flote. Porque son palabras; no más, no menos.