Cuando el dolor es del territorio
Fernando Castro Campos – Edición 507

En lugares como El Salto, la salud mental no puede ser otra cosa que un ejercicio de justicia social. Cuando el agua envenena, cuando el aire ahoga, cuando la vida se deteriora por el abandono y la pobreza, cuidar la mente no es calmarla; es acompañarla para transformar lo intolerable
Laura* vive en El Salto, Jalisco, en una de esas casas que nunca olieron a hogar, siempre a chatarra. Desde su azotea se ve el río Santiago, pero aquello no se mira ni suena como un río. El agua no corre. Se arrastra. Espumea. Algunas noches parece que respira. Los niños de la colonia Las Lilas 2 ya no juegan cerca; aprendieron que el vapor que exhala el cauce los enferma. Laura lo supo cuando a su hija de cuatro años, Sonia, comenzó a sangrarle la nariz. Luego llegaron las infecciones constantes, los mareos. Luego, un diagnóstico que cayó como un baldazo de esa agua envenenada: leucemia.
Laura es también Estela, Liliana, Martha, Lourdes; cualquier otra habitante de El Salto y Juanacatlán con hijos enfermos por la contaminación del Santiago.
—La leucemia es hereditaria —le sugirieron en el Hospital Civil.
Laura no tiene antecedentes familiares de cáncer. Tiene, en cambio, una historia de vida a cien metros del río más contaminado de México. En su historia, cada madrugada crujen las descargas industriales de más de 300 empresas que arrojan sus desechos desde el pujante corredor industrial de El Salto. Tiene olor a solvente, su historia. Es la de los muchos cuerpos que empiezan —nunca acaban— a acostumbrarse a la náusea. En El Salto viven unas 233 mil personas. En los últimos 20 años, organizaciones ambientales han contado más de cuatro mil enfermos y tres mil muertos, víctimas de la toxicidad de esa zona a sólo 15 minutos del Aeropuerto Internacional Miguel Hidalgo de Guadalajara. Las autoridades sanitarias se defienden: no hay de qué temer, juran.
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Cuando llegó al Centro de Salud Mental Comunitario de Tlajomulco, en 2023, Laura tenía casi un año sufriendo ataques de ansiedad, cefaleas y una sensación de asfixia. Sin embargo, pedía una sola cosa: que la ayudaran a anestesiar su rabia. Antes, un terapeuta le había pedido que se enfocara en su respiración —nada menos—, y otro dedujo que la ansiedad tiene raíces en su niñez. Pero ella intuía que su angustia, más que su pasado, flotaba sobre su calle. En el centro de salud le detectaron un trastorno de ansiedad generalizada y le prescribieron meditación, registro de pensamientos automáticos, técnicas de reestructuración cognitiva. “Tienes que cambiar la forma como piensas sobre las cosas”, insistió su terapeuta.
Pero Laura siguió sin dormir porque no tiene para pagar el tratamiento de Sonia; porque cada noche oye las sirenas de las patrullas en las calles de Las Lilas; porque al hijo de sus vecinos ya le diagnosticaron insuficiencia renal. No es su mente la que está enferma; es la tierra que pisa, el aire que respira. Es el oxígeno.
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El psicólogo y filósofo Ignacio Martín-Baró, sj, acusaba a la psicología tradicional de pedirle a las personas que se adapten a las condiciones del mundo, aunque el mundo esté en ruinas. “Cuando se patologiza la respuesta a una situación injusta, se vuelve loco el que sufre y no la estructura que lo enferma”. Laura no está loca, está envenenada y en duelo. Su angustia no es un síntoma, sino una forma de conocimiento. Como escribió el filósofo Mark Fisher, “la depresión no es un mal funcionamiento; es un síntoma político de una estructura que ha matado el futuro. […] Se considera que las enfermedades mentales son fallas químicas del individuo, cuando en realidad pueden ser síntomas de un sistema enfermo”.
Desde esta visión, el sufrimiento de Laura se mira como una alteración interna, aunque es una reacción humana frente a condiciones inhumanas. Lo que le ocurre no está en su mente; permanece en el suelo, el agua y el aire. Pero en su terapia individual le piden que se adapte al mundo, no que lo cuestione. Si no puede, será medicada, derivada o etiquetada como resistente al tratamiento. El malestar se privatiza. La psicología, su versión más técnica, deja de interrogar las causas sociales del sufrimiento y se convierte en un “dispositivo de regulación afectiva” para el orden existente. “No hay salud mental posible en un orden social enfermo”, escribió Martín-Baró.
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Laura comienza a faltar a la terapia psicológica otra vez. Se siente culpable. El terapeuta insiste: necesita comprometerse con su proceso. El terapeuta no le preguntó cómo vive. Cómo es su rutina desde que sale a las cinco de la mañana rumbo a su empleo como cajera en una tienda, cómo se ve la enfermedad de su hija, cómo soporta el hedor del hogar.
En su colonia hay una memoria compartida que no aparece en los libros de psicología; un río envenenado, niños con leucemia, perros invadidos por los tumores. Por suerte, también hay redes de mujeres que se organizan para documentar los cambios en el agua, el aire, el suelo; crean huertos de resistencia; aprenden sobre legislación ambiental. Hablan de lo que sienten. Allí se gesta otro tipo de salud mental, una que se mide en dignidad, no en escalas de ansiedad.
Cuando va con su terapeuta, Laura siente que su angustia es sólo suya. Cuando se reúne con las otras mujeres ya no está sola. Su síntoma se vuelve palabras. Su insomnio, preguntas. Su ansiedad, denuncia.
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La psicología enfocada en el individuo es un cuarto sin ventanas cuando olvida la historia, la clase, el territorio y la violencia estructural. No alcanza a ver que el “yo” es un nódulo de relaciones, un efecto del tiempo y del poder. “Lo que se presenta como disfunción mental puede ser una forma de protesta muda contra un mundo sin futuro”, escribe Fisher. Tal vez Laura no necesita reestructurar sus pensamientos, sino reconstruir sus condiciones de existencia.
En lugares como El Salto, la salud mental no puede ser otra cosa que un ejercicio de justicia social. Cuando el agua envenena, cuando el aire ahoga, cuando la vida se deteriora por el abandono y la pobreza, cuidar la mente no es calmarla; es acompañarla para transformar lo intolerable.
Como si lo supiera, Laura dejó la terapia. No fue por abandono, fue por desplazamiento. Su proceso de sanación está ocurriendo, pero no entre las paredes blancas del consultorio, ni con las respuestas a test estandarizados. Está ocurriendo cerca de su barrio, en la memoria colectiva que intentan hacer los grupos Un Salto de Vida y Un Salto con Destino. Allí su historia ya no es un caso clínico, es una causa compartida. En ese lugar, su rabia resuena. No le piden que se calme, la invitan a narrar su historia junto a la de otras mujeres que también habitan zonas de riesgo. Y allí aparece otra cosa, la ternura. La “ternura como restitución del sujeto”, como la llamaba el psicoanalista argentino Fernando Ulloa; esa que emerge cuando alguien, al ser escuchado sin ser juzgado, recupera su palabra, su deseo, su capacidad de vincularse. “La ternura”, decía Ulloa, “es el afecto que repara lo dañado por la crueldad”.
Estamos en la pequeña sala de la casa de una vecina; Laura comienza a reconstruir sus fuerzas, dice. Aquí nadie intenta convencerla de que todo va a mejorar, en cambio se sabe parte de algo. Ya no es sólo una madre sola frente al hospital, es una mujer que habla junto a otras, exige, llora y organiza marchas con cubrebocas frente al río Santiago; la última fue en febrero de 2025. Aquí la psicología no es una técnica, es la posibilidad de que lo privado se vuelva colectivo. En esta pequeña salita, Laura, su síntoma, son una señal, no un error.
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* Laura es un nombre elegido para respetar la privacidad de la persona. Como Laura, hay una infinidad de casos que se repiten, tanto en El Salto como en Juanacatlán.