Ya te tomará confianza
Cecilia Magaña – Edición 477
Apenas estuvo solo con el gato, se hizo una selfie con su rostro entre preocupado y enternecido en primer plano, mientras Robby pelaba los dientes desde lo alto del librero. Comenzó a estornudar y su siguiente post fue otra foto en la que se apreciaba su nariz roja
“Morgan es un border collie que nació con sólo tres patas y un parche que resalta el azul de sus ojos, busca un hogar que…”. Saltó a la siguiente foto. Necesitaba sepultar aquella publicación que tanto daño había hecho, así que un problema de nacimiento no bastaba. Su compañero ideal requería un nivel de sufrimiento equiparable al cagadero en que se había convertido su post.
“…siempre ha sido un pendejo, me sorprende que tuvieran que esperar a que hiciera un comentario como éste para darse cuenta…” / “Cachita tiene un tumor inoperable que ha desfigurado su cráneo pero no le impide dar amor a…” / “hacerle eso a cualquiera, no debería dar ninguna explicación antes de bloquearlo, pero quiero que lo sepan…” / “Rex fue atropellado, camina apoyando la pata como si tuviera una segunda rodilla…” / “tendría que convertirse en otra persona. O ¿qué pensaba?”.
Seleccionó a los perros que necesitaran intervenciones quirúrgicas o tratamientos que no pudiera cubrir con lo que mandaban sus papás. La imagen de su regreso al call center sin duda provocaría algo de compasión. Escribió algunos nombres en una servilleta. Luego optó por tachar todos los que pudieran pertenecer a una raza discernible: la fealdad debía ser otro filtro. Sin proponérselo, la búsqueda saltó de perros a gatos.
En la fiesta de Andrés había estado cerca de uno y terminado con una alergia que derivó en bronquitis. Recorrió las páginas y descubrió que los felinos supervivientes de abusos extremos eran pocos. Quizás eran capaces de irse antes que aguantar un segundo maltrato.
Alguna vez, de camino a la universidad, había escuchado un chillido extraño. El curioso movimiento sobre el asfalto llamó su atención y avanzó hacia el bulto que se sacudía al ritmo de aquel llanto. Apretó los tirantes de su mochila, reuniendo fuerzas para pisarle la cabeza, pero los gemidos terminaron y el gato permaneció quieto, con la mitad del cuerpo aplastado. Quiso esperar a ver si revivía. Los cláxones no tardaron. Caminó hasta la banqueta y esperó diez minutos con la mirada fija en él, hasta que concluyó que había usado su novena oportunidad.
—Son siete vidas, wey, no nueve —le había aclarado Sandra—.Y no se mueren y regresan, pendejo. Es un decir.
—Wey, no sé cómo has sobrevivido en el mundo —dijo Andrés, dándole un par de palmaditas—. Neta, ¿qué haces con nosotros?
—Es como un animalito, nomás aprende por ensayo y error —rió Sandra. —Imagínate que es nuestra mascota, Andrew.
“Robby, felino, nueve años, quemaron su lomo con una plancha. Busca a alguien que esté dispuesto a ganarse poco a poco su corazón”. Copió el número a su WhatsApp.
—Tenemos que ver qué tal se llevan, Robby ha sufrido mucho. Nos preocupa que seas un buen match para él —dijo la chica que un par de días después llamó a su puerta.
Traía al gato en una transportadora que depositó sobre la mesa, y se paseó por el departamento. Aprobó el lugar asignado a la caja de arena y tocó la malla rota del mosquitero.
—Robby está castrado, pero igual es un gato.
A él le pareció muy lógico. Se agachó a mirar a Robby a través de la rejilla, intentó colar un dedo. El gato brincó dentro de la caja e hizo un ruido que él jamás había escuchado.
—No te lo puedo dejar hasta que tengas esa ventana cancelada.
Su primera publicación fue la imagen de su ventana tapiada, acompañada del texto: “Preparando la casa para Robby”. La chica volvió unos días después.
—Bueno, tampoco era para tanto. Ahora te falta un poco de ventilación.
Retiró algunas tablas en ese mismo momento y, a cambio, ella abrió la trampilla. Robby saltó fuera y se escondió detrás del sillón. La chica explicó lo de la pomada y mostró orgullosa las cicatrices en sus brazos.
—Ya te tomará confianza.
Apenas estuvo solo con el gato, se hizo una selfie con su rostro entre preocupado y enternecido en primer plano, mientras Robby pelaba los dientes desde lo alto del librero. Comenzó a estornudar y su siguiente post fue otra foto en la que se apreciaba su nariz roja. “Qué lindo que ayudes a un michi que te necesita”, “Verás cómo tu organismo se acostumbra”. La siguiente serie de fotos mostraba a Robby exhibiendo la quemadura, brillante por la pomada, y a él sonriendo con unos mitones que no alcanzaron a protegerlo de los arañazos. Sus ojos y labios, hinchados por su reacción alérgica, aún no se veían tan mal cuando logró que posara junto a él. “Un amigo como Robby lo vale”, “Resiste”, “Bebe té de bugambilia con miel”. Su viejo supervisor no lo había admitido de vuelta al call center argumentando que su tos era viral. Los antihistamínicos lo adormecían y no tenía ganas de ir a clases. Desertó sin consultarlo con sus padres y usó lo de la colegiatura en consultas y compras para su nuevo amigo. “Puedes ahorrar mucho dinero yendo al mercado”, “Te comparto este video para hacer rendir mejor la arena de Robby”. Ninguno de los comentarios era de ellos, aunque pudo comprobar que Andrés había visto todo y estaba seguro de que le compartía screenshots a Sandra.
El médico le dio una nueva receta en la que escribió con mayúsculas: “regale a su gato”. “No le hagas caso”, “¿Ya usaste cortisona?”. Las inyecciones ayudaron cuando Robby por fin durmió sobre su pecho. El audio del silbido en su garganta obtuvo casi tantas reacciones como el del primer ronroneo del gato y le ganó tantos seguidores que tardó bastante en encontrar el comentario de Andrés: “Esto no borra nada, pendejo”. Le sorprendió que nadie hiciera preguntas, pero su sorpresa fue mayor cuando, al compartir la imagen de la erupción que brotó ahí donde Robby le había regalado un lengüetazo, Andrés escribió: “Sandra dice que ojalá te mueras”. Sus nuevos amigos lo defendieron: “¿Qué clase de hijos de puta son?”, “Deberías bloquear a gente como ésta”, “Muérete tú, perra”.
Los últimos videos de Robby encajando suavemente los colmillos en su pierna y dando saltitos juguetones para volver a atacarlo rompieron su récord. Había estado demasiado débil para editar y dejó de fondo el sonido tortuoso de su respiración. “Aquí te mando este regalo: el sacrificio que estás haciendo merece nueve vidas, amigo”, rezaba la nota que le entregó un técnico en su puerta.
—¿En dónde quiere que se los ponga? —señaló un diablito con dos tanques de oxígeno—. Como que no tiene mucho espacio.
Los afiladores de uñas que había armado con cajas recicladas cuando todavía tenía fuerzas, terminaron en el pasillo.
—Si quiere yo los tiro cuando salga —propuso el técnico y él aceptó. Aún podía contar con sus pantorrillas para que Robby jugara.
Leyó la nota una y otra vez y sonrió. Sandra se había equivocado: en sólo quince días todos habían olvidado aquel post. Instaló el tubito de plástico en sus fosas nasales y envolvió al gato entre sus brazos: su piel marcada por el salpullido combinaba muy bien con la quemadura de Robby. .