Ya bailó Berta
Gabriela Jauregui – Edición 495
Todas las noches, entre las tres y las cuatro de la mañana, se despierta […] como si su cerebro se poseyera de una lucidez particular en esa hora y luego, como el mecanismo de precisión de un reloj suizo, los párpados empezaban a cerrarse
Tiene una herida y la llama su “herida del sueño”: todas las noches, entre las tres y las cuatro de la mañana, se despierta. Ha intentado todos los remedios: manzanilla, magnesio, GABA, CBD, CBD con THC, teanina, tila, toloache, todo. Y nada. Se despierta así diario, como un ritual.
Estuvo a punto de invertir una suma demasiado alta para su economía en ir a una clínica del sueño, pero al preguntar a un grupo de amistades, le dieron respuestas algo desconcertantes. Dos habían intentado sin éxito, una lo había intentado y le había cambiado la vida. Le preguntó qué le sugirieron. Entre otras cosas, le mencionó cambios de rutina: no pantallas al menos un par de horas antes de acostarse; nada de estimulantes después del mediodía; hacer ejercicio. Mucho de lo que le contaba la amiga ya lo había intentado sin mayor éxito.
Un día se rindió. Soltó. O, mejor dicho, decidió que esa hora era perfecta para hacer algo: la herida como pretexto. Lo que era enloquecedor, agotador, y sobre todo ocasionaba mayor agotamiento algunas noches, era la sensación de tener que estar durmiendo y no lograrlo. Era como un disgusto constante ante el nocturno fracaso cotidiano. Decidió que si no podía con el insomnio, entonces haría algo práctico en vez de revolcarse inútilmente, calentando la almohada y las cobijas, lo cual era como echarle sal a la herida.
Una noche decidió programar el envío de varios correos que llevaba tiempo, meses cuando no ya años, queriendo enviar. Eso le tomó algunas semanas. Primero envió los correos más sentimentales, ya luego redactó los correos más anodinos o laborales. Tomaba la precaución de poner toda su pantalla en la modalidad nocturna y bajar todo el brillo, además de usar unos anteojos con filtro contra la luz azul que había encontrado en una venta de remate en el supermercado local.
Así pasó un mes. Sus correos eran breves, amables, claros. Era como si su cerebro se poseyera de una lucidez particular entre las 3 y 4 a. m. y luego, como el mecanismo de precisión de un reloj suizo, los párpados empezaban a cerrarse. Pasaba al baño y de allí directo a la cama para dormir profundamente hasta la mañana. Después de palomear todos los correos imaginables en su lista de amistades y familiares, después de agotar los pendientes del hogar y del trabajo, dejó el ritual pensando que quizá la herida se había curado. Esa misma noche despertó nuevamente a las tres, como si fueran las 10 de la mañana. Sintió en paralelo tristeza y un enorme alivio: tristeza por continuar padeciendo esto que comúnmente se asocia con el insomnio y alivio porque notó que, en parte, había aprendido a disfrutar de esta hora en vela y ya no en vilo. Era una sensación como cuando pasas la lengua por una herida en las encías, entre el dolor punzante y el placer más inexplicable. Pensó que quizá no estaba mal tener una hora para hacer cosas que de otra forma jamás se habría tomado tiempo para hacer. Era como si mágicamente el día tuviera 25 horas, aunque sabía que eso no tenía lógica alguna.
Recordó que, algunos años atrás, cuando la herida había empezado, buscó y leyó un estudio de paleopolisomnografía que demostraba que algunos humanos habían evolucionado para dormir durante ciertas horas y otros, en otras; también que en algunas sociedades prehistóricas había una hora en medio de la noche en la que todo el grupo se reunía en torno al fuego antes de volver a dormir. De pronto pensó que, quizás, esto era como un pequeño retroceso evolutivo de su cuerpo. Sí. Conociéndose, era normal que algo así le sucediera. Improbable y totalmente esperado. Siempre que algo podía salir mal, le salía mal. Y a la vez había un atisbo de optimismo: dentro de esta posible regresión a un estado evolutivo inútil, que pudiera hacer algo útil. No recordaba qué hacían esos antiguos: si velar por la seguridad del grupo y vigilar que no se los fuera a comer algún depredador nocturno, o contar historias, o simplemente mirar el fuego en silencio, acaso soñar despiertos. Al despertar nuevamente a las tres, como todas las madrugadas, pensó que siempre y cuando sólo fuera una hora, todo bien. Con que no se extienda. Con que no fueran noches seguidas y sucumba a la narcolepsia durante el día. Que el día se vuelva la noche y la noche el día. Podría suceder, pero no le había sucedido.
El siguiente paso, decidió, sería prender una vela que fuera como el pálido eco de las hogueras prehistóricas y hacer una depuración y limpieza de su computadora. Lo insomne no quita lo Virgo, le dijo una amiga. Revisó todos sus archivos viejos, fotos repetidas, contactos duplicados o ya caducos, correos chatarra: eliminó varias decenas de anuncios de agrandamiento de pene, varias decenas de invitaciones del banco a cambiar su nómina, correos invitándole a eventos que sucedieron y a los que fue, o que sucedieron y a los que nunca asistió porque no quería o no tenía tiempo de ir, así como varios correos aburridos de su expareja. Numerosos callejones sin salida que llevaban tiempo acumulando polvo de pixeles y que no hacía falta revisitar.
Otra semana comienza, y siempre tan puntual, se despierta a la misma hora. Como ya sabe que es realmente una hora lo que le dura esta extraña pila paleolítica, ese abrir y cerrar de ojos y herida, piensa que lo mejor es usar el tiempo para hacer una limpieza de los contenidos de su celular que, entre más recuerdos acumula, paradójicamente se queda sin memoria. Memes, memes y más memes. Fotos de los hijos de otras personas. Fotos tomadas y olvidadas, muchas de ellas borrosas. Fotos de documentos inservibles, de recibos, de fragmentos de libros. Fotos de fotos.
Otra noche encuentra al menos seis conversaciones de WhatsApp en las que no ha participado más de una vez en dos años y a las que le agregaron. Borra. Mientras más borra más se acerca a un estado de ligereza. Es como meditar, pero sin la molestia en las rodillas. ¿Cómo no se le había ocurrido hacer esto antes? Parece que las cuatro llegan cada vez más rápido y empieza a cabecear. Conecta su teléfono y vuelve a la cama. En un par de semanas el aparato ha recuperado bastante espacio de memoria: ya no tiene teléfonos de gente desconocida o contactos que aparecen en WhatsApp con la foto de una persona que claramente no corresponde al nombre. Ya no tiene aplicaciones o juegos que, cuando los abre, aparecen ventanas de anuncios molestos que, al cerrarlos, invariablemente abren una ventana en su buscador vendiéndole calzado, cuchillos, etcétera. Se siente como si hubiera hecho una dieta depurativa.
En las mañanas, o ya no tiene ojeras o ya no las nota. Casi se atreve a dejar de pensar en su herida como tal, porque esa hora de insomnio se ha vuelto un momento de limpieza metódica y profunda que trae como resultado inesperado sentirse como si la limpieza hubiese ocurrido dentro de su cuerpo, dentro de su mente y hasta de su alma misma, si creyera en esas cosas. Pero el problema, porque siempre hay un problema, es que ya no le queda más que limpiar. Las heridas son como llagas, se cierra una, se abre otra.
Se pregunta si debe volver a unirse a los grupos de chat de los que se salió para que, cuando comiencen a enviar PDF de cosas usadas en venta, o fotos de eventos, de inauguraciones de restaurantes, de festejos de parientes o notas periodísticas del horror de mundo en el que viven, pueda volver a pasar noches borrándolas. Es un dilema.
Una noche se le ocurre que podría crear un chat propio. Nunca lo ha hecho antes.
A la mañana siguiente, en un horario decente, le escribe a seis de sus amistades más cercanas, con quienes comparte una tendencia a lo que la gente en general llama la negatividad. Se saben algo hipocondríacos y muy propensos al desastre y el catastrofismo. Y sí, en un mundo de optimistas y vibra-altos, siempre sintió mayor afinidad con los pesimistas. Es lo más lógico, piensa. El mundo tiende hacia la entropía y el desastre. Generalmente, las cosas salen mal. Aunque en realidad en su vida no haya pruebas de ello, pues todo tiende hacia la normalidad, quizás esto era, paradójicamente, lo que le permitía fugarse hacia esos pensamientos terribles y pesimistas más fácilmente. No tiene pruebas ni dudas de que esto no tiene nada que ver con su insomnio. Como no le falta sentido del humor, bautiza el chat como Ya bailó Berta. Sus amistades se unen. Comparten estampitas y memes varios. Qué alivio siente al saber que el celular comienza nuevamente a acumular bytes de basura. Comentan cosas como las noticias del momento: una inundación en India; la tasa de homicidios al alza en el país; la cantidad de personas —algunas incluso conocidas: el primo de una amiga, el amigo de una prima, alguna celebridad— que han cometido suicidio; el joven sobrino de un profesor que tuvo un infarto fulminante. Esta estadística, al parecer, estaba al alza globalmente entre la gente menor de 50 años. Como nosotros, teclea alguien velozmente. Alguien más recuerda que el chat había sido precisamente diseñado para ayudarse mutuamente, no para hundirse juntos en la negatividad. Que habría que dejar de compartir estas noticias y enfocarse en que han descubierto nuevas especies de plantas en la selva. O de insectos. O de reptiles. Pero también de virus, añade alguien más. Alguien manda un meme de un gato poniéndose una soga al cuello. Alguien más, la estampita de una quesadilla llorando.
Un chat de negatividad no podía más que terminar así. No podía ser de otra forma.
Se sale del chat que administraba.
Esa noche despierta un poco antes de lo acostumbrado. Comienza a acomodar los cajones de su escritorio. Después de poner todos los clips del cajón en una cajita pintada a mano que le había regalado alguien hace más de una década; después de sacar el polvo de las esquinas; de poner en orden libretas usadas en un lado y libretas sin usar en el otro; de hacer una montaña de recibos con la tinta completamente deslavada, notas de tiendas de autoservicio y de la tintorería y de restaurantes a los que ni recuerda haber ido, el sueño llega más tarde que las noches anteriores. Baja al basurero del área común del edificio. “Si dejo esto aquí”, piensa, “ya podré dormir”. Al dejar su pila de papeles, se encuentra con un montón de hojas impresas y documentos varios en una caja. Decide llevársela para acomodar su contenido y deshacerse de todo más adelante. Esa madrugada, la herida cambia.