Vivir de la ficción. El mundo de los escritores
Gerardo Lammers – Edición 401
Como cada año, decenas de escritores mexicanos, latinoamericanos y del mundo acuden a la feria del libro en Guadalajara. Presentamos un acercamiento al mundo de seis narradores que nos dicen cuál es el sentido de escribir ficción hoy en día.
“Una vez viajaba en camión de Guadalajara a Tampico cuando soñé que alguien me preguntaba si ya había cumplido con mi quinta cuota de minutos negros. La idea me asustó tanto que desperté; pasé el resto de la noche dedicado a beber agua, a mirar la luna y a preguntarme qué quiso decir ese sueño. La frase funcionó para mí como un acertijo, y no me sentí liberado de él hasta que terminé de escribir mi novela. Cada página de Los minutos negros (Mondadori) fue un intento por desentrañar esa pesadilla. Luego de siete años de esfuerzos, me parece interesante que mi respuesta al enigma nocturno haya sido una novela que ocurre en un puerto, narrada por un par de policías y escrita de madrugada”, cuenta Martín Solares. Egresado de la carrera de Ciencias de la Comunicación del ITESO, Solares, de 37 años, es una de las nuevas voces de la literatura mexicana contemporánea. Luego de trabajar por algunos años como editor y periodista en la ciudad de México, partió rumbo a París. Y aunque en primera instancia la motivación que lo llevó a establecerse en Europa fue más bien de corte sentimental, en la capital francesa Solares se organizó para realizar su sueño de dedicarse a la literatura, aun si ello implicaba levantarse de la cama antes que todo el mundo.
Pero, ¿para qué escribir?, ¿cuál es la urgencia de levantarse tan temprano? “La única utilidad de la ficción”, dice Solares, “consiste en crear mundos paralelos a éste, que nos descubran aspectos insospechados de la vida pasada, presente o posible. No se trata de crear espejos sino espejismos más ambiguos y sugerentes, donde se hable un lenguaje de imágenes, que no sugiera una respuesta única y ni siquiera fácil de verbalizar: una respuesta que sólo pueda dar la ficción”.
El caso de Solares, quien durante su estancia parisina ha tenido que combinar sus estudios de posgrado con la impartición de un taller literario, entre otras actividades, sirve para ilustrar cómo es la vida de algunos escritores hoy en día, en pleno siglo XXI. Por supuesto, hay otros estilos. Está, por ejemplo el de aquellos escritores que pertenecen a la plantilla de algún medio de comunicación, una revista o un suplemento de un diario, o el de aquellos que se desempeñan como funcionarios públicos. Hay, claro, tantos puntos de vista como escritores y razones para seguir escribiendo cuentos, novelas, en fin, relatos de ficción, en un mundo que nunca antes había estado tan interconectado, por una parte, y tan saturado de información, por la otra, pero que sigue tan ávido de historias, de buenas historias, como siempre.
“Hace muchos años tomé un taxi en el DF en la calle, a lo tonto, sin fijarme en el talante del chofer ni en las placas, nada. Era cuando todo mundo estaba siendo asaltado en los taxis. Ya dentro me empecé a poner nerviosa, me empezó a dar miedo. Luego pensé que era injusto, que el chofer a lo mejor iba pensando en sus vacaciones, o en la universidad de su hija o en algún pleito con su mujer, y me pareció extraño cómo en ese espacio diminuto de un Volkswagen podían ir dos personas totalmente desconocidas, cada una con su propia historia y su propio mundo, pero unidas por el temor de una de ellas, aunque el otro ni se enterara. Entonces escribí mi cuento ‘El taxista’, que empezó a desarrollarse en mi cabeza durante el largo trayecto en ese taxi”, cuenta la tapatía, escritora noctámbula y un poco vampiresa, Adriana Díaz Enciso, quien desde hace poco más de siete años habita en Londres, la que cataloga como la más literaria de las ciudades y el sitio en el que siempre soñó con vivir. Autora de las novelas La sed (Colibrí) y Puente al cielo (Mondadori), también es egresada de Ciencias de la Comunicación del ITESO y, como ella misma lo confiesa, con excepción de la venta de drogas y la prostitución, ha hecho de todo para ganarse la vida, como muchos otros escritores mexicanos, latinoamericanos y de otras partes del planeta, que no viven de las regalías de sus libros. De alguna manera, Díaz Enciso refuta el cliché del escritor atormentado y aislado del mundo. Aunque atormentada sí es un poco, también ha sido una ciudadana participativa y, en alguna etapa de su vida, militante. Sin embargo, reflexiona: “Creo que la izquierda en buena parte del mundo, y sin duda en México y en Latinoamérica, no está dispuesta a cuestionarse a sí misma, y el mundo está cambiando de una manera tan vertiginosa y tan compleja que la división entre izquierda y derecha ya no sirve de gran cosa para entenderlo. Me asaltan con frecuencia el desencanto, la sensación de impotencia. ¿Será que me estoy haciendo vieja? Pienso que quizá mi participación tendrá que concentrarse en el único instrumento que de verdad me pertenece y en el que confío: la palabra”.
“Cierta vez, en el Palacio de Iturbide, se montó una exposición de arte, y como Banamex es el dueño del edificio y de los cuadros, los organizadores llenaron el recinto de agentes de seguridad. Apenas el visitante cruzaba una línea marcada en el piso, le caían dos o tres agentes y lo sacaban de la exposición. En cuanto terminé el recorrido fui a mi casa y escribí un cuento justamente sobre eso, pero visto desde la perspectiva de los guardias de seguridad que tenían que defender como perros obras que detestaban y no comprendían”, cuenta desde Berlín —a donde ha ido a pasar una temporada— Guillermo Fadanelli, autor entre otras novelas de La otra cara de Rock Hudson (Anagrama) y Lodo (Debate). Originario de la ciudad de México, Fadanelli no tenía ninguna intención de ser escritor hasta que descubrió a un conjunto de autores que le mostraron que el mundo podía ser modificado o interpretado con más profundidad e imaginación que por la ciencia y la tecnología. Kundera, Vargas Llosa, Fante y Bukowski fueron algunos de esos autores. Además de escribir sus libros y emborracharse un día sí y otro también, sin que eso le impida jugar algunas veces una cascarita de básquet y, claro, seguir leyendo, Fadanelli tiene una editorial y de vez en cuando hace una revista llamada Moho. Para él, escribir ficción tiene todo el sentido del mundo: “A través de la ficción abres puertas a mundos menos estúpidos que el nuestro. Si es buena literatura nunca te deja inmune”.
“Hace poco que murió el filósofo francés Jean Baudrillard; revisaba sus libros para escribir una nota y me topé con unos subrayados que hice años atrás en América. Se referían a Halloween y a los niños, y pusieron a funcionar mi imaginación. Fue muy significativo, como si las frases hubieran estado esperando el momento adecuado para activar mis ideas. Eso me llevó a escribir una novela breve de terror que no tenía planeada”, cuenta Bernardo Esquinca, autor de la novela Belleza roja (FCE), egresado de Ciencias de la Comunicación en el ITESO y un consumado melómano, con especialidad en rock. Residente en el DF desde hace pocos años, en la actualidad además de escribir sus libros y sus colaboraciones periodísticas, trabaja por las tardes en el departamento de publicaciones del Museo Nacional de Arte (Munal), en el convulsionado centro de la capital. Tal vez este hecho ha agudizado aún más su sensibilidad hacia temas como el fin de la civilización o, ahora que se pronostica que este invierno caerá nieve en el Zócalo, el del cambio climático. Lo que sí está comprobado es que Esquinca es un fan declarado de J. G. Ballard, que dice que vivimos en un mundo gobernado por ficciones de toda índole, dentro de una gran novela. Coincide plenamente con eso.
“Suelo empezar a trabajar un texto una vez que la frase inicial ha llegado, íntegra y veloz como un relámpago a mi cabeza. Me sucedió nuevamente con un relato largo que estoy escribiendo ahora; estaba de vacaciones en la Isla de Pascua y una tarde, sentado ante el mar, me golpeó de pronto una frase completa: ‘Por segunda noche consecutiva lo escucha, un tam-tam sincopado que no modificará su ritmo, como si la isla llevara milenios tolerando con resignación la misma taquicardia secreta’. Supe que era el arranque de un relato y a partir de ahí la historia comenzó a desenredarse casi sin mi ayuda, con la facilidad de un ovillo”, cuenta Mauricio Montiel, autor de La errancia (Cal y Arena), otro escritor tapatío, narrador y ensayista, caminante habitual del Distrito Federal, en donde, tomando en cuenta el centralismo mexicano, habita buena parte, quizá la mayoría de los escritores de este país. A lo largo de su carrera literaria, que compagina con la periodística y la editorial, ha escrito diez libros, todos en sellos diferentes, rasgo que caracteriza al inestable mercado editorial mexicano, que tiene que hacer frente, entre otros factores, a los pobres índices de lectura de la población. Al igual que Fadanelli y Díaz Enciso, en distintos momentos de sus carreras, Montiel ha recibido apoyo gubernamental (becas del Conaculta), un recurso muy solicitado por los escritores en México y no exento de polémicas. Escritor vespertino y parcialmente nocturno, considera que, además de leer y escribir, hay otras cosas, pocas, que le hacen la vida llevadera: su hija Lya, ver cine —cada vez más en DVD y menos en salas cinematográficas—, caminar por la ciudad y, parafraseando al poeta portugués Fernando Pessoa: “viajar, ganar países”. m.
Entrevista con César Aira
Considerado por algunos críticos como uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina, César Aira (Coronel Pringles, 1949), narrador y ensayista, es un escritor excéntrico cuyo proyecto literario coquetea con algunos procedimientos del arte contemporáneo. Ha publicado más de 30 libros, breves todos ellos, entre los cuales figuran Cómo me hice monja (Era), El congreso de literatura (Tusquets) y Varamo (Anagrama).
¿Recuerda algún libro en especial vinculado a sus inicios como escritor? Cuéntenos algo de ese momento.
Mi lectura favorita de niño eran los cómics, las que llamábamos “revistas mexicanas”, de la editorial Novaro y de Sea. Mis favoritas eran las de Supermán y las de La Pequeña Lulú. Creo que fueron una buena influencia formativa, por la estricta lógica narrativa, a la que sigo adherido, y por la imagen, que sigo tratando de producir por escrito.
Háblenos un poco de sus hábitos como escritor, ¿a qué horas escribe?, ¿alguna rutina en particular?
Escribo muy poco, apenas una hora por día, y no todos los días. Casi siempre a media mañana. He tratado de escribir más, por ejemplo, volver a sentarme a la tarde, pero me es imposible. Debo esperar al día siguiente. Es como si una válvula se cerrara después de ésta página o media página diaria. No me siento demasiado culpable por pasarme el día sin hacer nada, porque aún así me hecho fama de trabajador incansabe.
¿Qué significa para usted el mito del escritor con una intensa vida interior, un poco sufrido y aislado?
Supongo que cada cual se sube al mito que le resulta más productivo. Al fin de cuentas, todos nos creamos un personaje, para sobrevivir y prosperar. Yo aunque quisiera no podría hacerle creer a nadie que soy un angustiado, o un ensimismado misterioso. Soy un pequeñoburgués perfectamente adaptado, integrado, superficial y contento.
¿Y el de la musa inspiradora?
Quizás hay algo de cierto en eso. Quién sabe. A mí las ideas para escribir me vienen out of the blue sky, no sé de dónde ni por qué.
Usted es un autor prolífico de novelas cortas. ¿Qué me dice sobre el tiempo que le toma escribir cada novela?, ¿hay alguna relación entre brevedad y rapidez, dentro de su proyecto literario?
El secreto para ser prolífico no es escribir mucho sino escribir bien. Por otro lado no soy rápido sino lento, y casi diría que lentísimo. Una de mis novelitas de sesenta páginas me lleva seis meses, y no tengo otra ocupación que escribir.
¿Qué le hace la vida llevadera?
a lectura. El amor a los libros fue mi don y mi felicidad. Si hubiera Dios, no necesitaría darme ningún premio por mis buenas acciones: yo tuve mi recompensa en vida, y fue la lectura. (Además, no necesité siquiera hacer buenas acciones.) Esto lo dijo Virginia Woolf, y yo lo suscribo.
¿Hay algún pasatiempo que quiera mencionar?
La lectura. Todo lo demás es accesorio.
¿Se considera un ciudadano activo, participativo con su comunidad?
Me veo un poco al margen de la comunidad, ya que no tengo un interés muy marcado por la política ni el fútbol. Por suerte, la comunidad no muestra el menor interés por mí ni por mi actividad, lo que me da una agradable sensación de libertad.
¿Qué nos puede decir de su relación con los editores?, ¿ha sido, digamos, fluida?
Siempre ha sido amistosa. No sé si por complejo de inferioridad, o por mero realismo, siento que los editores que emplean su capital en publicarme lo hacen por generosidad, por cortesía, por compasión, y les estoy muy agradecido.
¿Y con los críticos? Tomando en cuenta su proyecto literario, supongo que la crítica hacia su trabajo está dividida en la Argentina…
Soy un favorito de la crítica académica, tesistas y profesores universitarios. Me alarma un poco, me hace pensar que hay algo demagógico o fácil en mis libros. Pero no me preocupa demasiado. En cuanto a las reseñas en diarios y revistas, como bien decía un compatriota mío, “lo único que importa es el tamaño de la foto”.
¿Qué sentido tiene para usted escribir ficción hoy en día?, ¿observa usted algún valor añadido a este género, dado el momento actual, que no tuviera en épocas pasadas?
Creo que escribir ficción tiene el mismo sentido que tuvo siempre: escaso, casi imperceptible. Pero si una actividad tan innecesaria ha persistido tanto tiempo, y con tan pocos cambios, por algo será.
Finalmente, algún libro que quiera recomendar, de los que ha leído en estos días
En general prefiero no recomendarle a la gente que lea. No tengo espíritu de predicador. En cuanto a los lectores, sé que son muy celosos de su libertad de elección, y desconfían de las recomendaciones.