Visión infantil
Hugo Hernández – Edición 409
El cine es el mejor medio, no sólo para ver al otro sino para ver desde él, ver como él. Dicho esto, es pertinente reflexionar sobre la forma como el cine nos ha hecho ver a los niños, explorar cómo nos ha presentado la forma en que ellos ven el mundo y cómo se ven en él. Y como por lo general los niños no hacen películas, nos contentamos con la memoria de los cineastas que los procuran como personajes. Hay visiones para todos los gustos (bueno, tampoco hay tanto). Las hay desencantadas, que inscriben a los niños en un mundo que no les concede un lugar, que no posibilita su feliz estancia en la edad mágica y mucho menos fomenta su sano crecimiento. Otras echan mano de la fantasía, territorio de maravillas donde es deseable estar, pero también de miedos de donde es urgente salir. En todo caso, el niño echa mano de lo que tiene a su alcance para hacer un mundo a su medida, y el cine es un medio provechoso para hacerlo tangible. No basta con saber los rudimentos del cine, con colocar la cámara en una altura baja, en un ángulo contrapicado y con un lente angular (como hace Danny DeVito en Matilda), para dar cuenta de la grandeza del mundo que se despliega ante la visión infantil; no basta relatar historias protagonizadas por niños para ingresar al universo del niño. Se precisa mucho más: para ingresar a él (o, es más justo decir, reingresar: para los mayores la niñez sólo puede ser un regreso) se precisa un alto aprendizaje del oficio cinematográfico, sí, pero principalmente un sensible desaprendizaje del oficio de ser adulto.
El ladrón de bicicletas (1948) En la Italia de la posguerra, un hombre sufre el robo de su bicicleta, que representa la subsistencia de los suyos. Su hijo es testigo de los fallidos afanes que emprende para recuperarla. En El ladrón de bicicletas, una de las películas emblemáticas del neorrealismo italiano, Vittorio de Sica apuesta por la mirada infantil para dar cuenta de la miseria ambiental: en la mirada del niño se condensa la angustia, se congregan los sufrimientos de la época. El resultado convoca a la paradoja: es tan doloroso como maravilloso.
Los olvidados (1950) Luis Buñuel, el gran exponente del surrealismo en el cine, no era un fanático del neorrealismo italiano; sin embargo, tenía especial afecto por El limpiabotas (1946) de Vittorio de Sica. Ahí se puede ubicar la inspiración de Los olvidados, cuya acción transcurre en un barrio marginal de la ciudad de México. La cinta sigue los conflictos de un grupo de chamacos y exhibe una realidad que hace improbable la consecución del bien: Buñuel muestra que la sociedad es un buen proyecto para el mal.
Los 400 golpes (1959) François Truffaut pasó a la historia como “el hombre que amó a las mujeres”, pero también como el que entendió a los niños. En Los 400 golpes sigue a Antoine Doinel, un chico que vive el desinterés de sus mayores y sufre la rigidez de la educación escolar. Aquí lo seguimos “de pinta”, pero también cuando cae en un centro juvenil. El resultado es lúdico y congruente: para denunciar un mundo que moldea a los niños, Truffaut, artífice de la Nueva Ola francesa, rompe los moldes del cine de su tiempo.
Fanny y Alexander (1982) Fanny y Alexader viven en un universo familiar cálido… hasta que su madre se casa con un inflexible pastor protestante. Y luego de vivir en la opulencia de la imaginación (su padre era director de una compañía teatral y su madre era actriz), pasan a sufrir la escasez en la austeridad. Ingmar Bergman encuentra en el teatro, para no variar, los rebotes necesarios para enriquecer su cinta: aquí se percibe la huella de Shakespeare y Strindberg. La cinta no es de corte fantástico, pero el resultado es más que fantástico.
Léolo (1992) Leon Lauzon forma parte de una familia disfuncional. Por eso concibe un mundo alterno a su medida: en él es Léolo Lozone, sus raíces están en Italia y fue concebido cuando su madre comió un jitomate. Léolo, el segundo y último largometraje del quebequense Jean-Claude Lauzon, despliega en pantalla un paisaje surrealista de una densidad extraordinaria. La banda sonora, que incluye temas de Tom Waits y de los Rolling Stones, no se queda atrás. Y cuando la proyección acaba, la realidad regresa con toda su fealdad.
Niños niños
Si bien es cierto que las cinematografías de una buena parte del mundo procuran historias infantiles, muy pocas consiguen de manera constante darle al niño un rostro auténtico. En el cine mexicano, por ejemplo, abundan los niños que parecen adultos diminutos. El caso más ilustrativo es el de “La Tucita”, que en Los tres huastecos (1948) da vida a un antipático adultito cuyos comportamiento y parlamentos, además, pretenden ser humorísticos. Más acertado es el desempeño de la cinematografía iraní: ahí los niños se ven y se sienten como tales y albergan ambiciones a su medida (que a menudo son tan grandes como el derecho a existir… como niños). También es el caso del celuloide italiano: ¿cómo olvidar al mocoso de El ladrón de bicicletas? ¿Cómo olvidar al “Toto” de Cinema Paradiso? A medio camino entre la falsedad de los niños cinematográficos a la mexicana, y la naturalidad a la iraní, está el cine estadunidense, que se afana en hacer “una estrella” de todo lo que toca. Y si hay quien recuerda a Judy Garland en El mago de Oz (1939), ¿cómo no recordar a Dakota Fanning en Mente siniestra (2005)? ¿A Haley Joel Osment en Sexto sentido (1999) o en Cadena de favores (2000)? Películas protagonizadas por niños hay cientos. El problema es que parezcan niños, que se vean y vean como niños. Hacer una lista de las que más se acercan es tan ambicioso como ocioso. No obstante, vale la pena regresar sobre aquellas que nos regresaron al universo de los pantalones cortos, que nos dejaron sensibles recuerdos, acaso mejores que los que dejó el paso por la niñez en primera persona.
Sexto sentido (1999) Cole tiene nueve años y posee un raro don: puede ver a gente muerta. Esta capacidad lo segrega de otros niños, para los que Cole es un “fenómeno”, pero le abre puertas insospechadas. El tercer largometraje del cineasta hindú M. Night Shyamalan, transita por la ruta del terror y es una pertinente regresión a las pesadillas de la infancia. Uno de sus méritos es el diálogo que la cinta establece entre niños y adultos, lo que acaso puede resultar, en la realidad, más fantasioso que hablar con los muertos.
El color del paraíso (1999) Mohammad estudia en un centro especializado para invidentes. Las vacaciones llegan pero nadie viene a buscarlo. Y cuando su padre se aparece, se apresura a deshacerse de él: primero lo lleva a casa de su abuela, luego de aprendiz a una carpintería. A través de un niño ciego, el iraní Majid Majidi reflexiona sobre los sinsabores para insertarse en el mundo. Y por medio de la visión se estimula el tacto, el gusto, el oído. Para el espectador, así, la visión de la cinta es toda una experiencia sensitiva.
El viaje de Chihiro (2001) Chihiro tiene diez años y su vida experimenta un cambio indeseable: su familia se traslada a otra ciudad. Su primera reacción es el enfado, pero el malestar con sus padres se convierte en preocupación cuando ellos son transformados en cerdos y su “regreso” depende de ella. El nipón Hayao Miyazaki concibe aquí una fábula con aliento religioso que sigue el crecimiento de una niña caprichuda. Fiel a su sello, Miyazaki entrega una animación y una historia espectaculares: el resultado es una fábula fabulosa.
Tideland (2005) Al inicio de la cinta, el director Terry Gilliam hace algo inusual: aparece en la pantalla para comentarnos que con el paso de los años ha llegado a la conclusión de que ve el mundo como una niña de ocho años. Como la protagonista de Tideland: ella debe sobrevivir a la adicción a las drogas de sus padres, sobreponerse a su muerte. Y se ayuda a sí misma, concibiendo un mundo fantástico que Gilliam se encarga de hacer incómodo. La cinta generó reacciones encontradas. Sucede lo mismo que con la niñez: unos la vivieron con felicidad, otros no.
El laberinto del fauno (2006) Ofelia es una niña a la que le fascinan los cuentos de hadas. Pero su mundo no reserva espacio alguno para la fantasía. Su vida, así, está llena de encontronazos, y al final la realidad se impone. ¿O no? El sexto largometraje del tapatío Guillermo del Toro se ubica en los años postreros de la Guerra Civil en España, y es una invitación a la congruencia, lo mismo que a la desobediencia. La fantasía alcanza aquí niveles de virtuosismo; la realidad no es virtuosa, pero sí su registro, po lo que aparece en toda su brutalidad.