Viejos de 35 años
Laura Sofía Rivero – Edición 495
Aunque el estereotipo del anciano no cambie y lo sigamos asociando a las dentaduras postizas y los bastones, cada generación envejece a su manera.
No sé si será una moda, pero de un tiempo para acá suelo escuchar que la gente joven se regodea al mencionar que ya no puede realizar ciertas actividades porque “está vieja”. Aunque yo también noto en mí algunas de las secuelas que deja el transcurrir de la vida —rodillas que crujen, una triste intolerancia a la lactosa y cierto entusiasmo hiperbólico por los electrodomésticos—, sigue pareciéndome excesivo el comentario de quienes dicen: “Híjole, pero qué viejo estoy”, a sus 22 años.
Me exaspera esa senectud espuria de los casi adolescentes, pero les concedo un mínimo ápice de razón: la vejez es relativa y depende desde dónde se le mire. Aunque firmemos, junto con la OMS, el consenso de que a los 60 años tenemos derecho a llamarnos viejos y a quejarnos de nuestras dolencias a nuestras anchas, la vigencia del cuerpo depende también de la profesión ejercida. Dentro de su rubro, un futbolista treintañero califica como veterano. Cargadores, deportistas, bailarinas de ballet, prodigios de la música: al disfrutar de su esplendor entre la pubertad y la adultez lozana, envejecen más temprano. En contraposición, pintores, médicos y escritores pueden gozar de las mieles del trabajo durante su madurez. Basta con ver un par de ejemplos de las obras hechas por sexagenarios —Don Quijote de la Mancha o los nenúfares de Monet— para comprobarlo. Hay oficios del vigor y oficios de la experiencia.
La relatividad de la vejez se muestra también en la polisemia que encierra la propia palabra. En su dimensión positiva, viejo es sinónimo de antiguo: incunables, fósiles, ruinas ahítas de memoria o el casco viejo de las ciudades capaz de preservar la Edad Media en sus callejuelas estrechas. Pero viejo significa también anticuado: maestros soporíferos y regañones, alcanfor, decoración que no está a moda, dulces de anís. O designa, mediante la amarga frase “Ya estoy viejo para…”, el arrepentimiento y la desolación que sentimos quienes nos percatamos de que el tiempo idóneo para hacer algo simplemente ya ha pasado.
Aunque el estereotipo del anciano no cambie y lo sigamos asociando a las dentaduras postizas y los bastones, cada generación envejece a su manera. Hace un siglo, los jubilados aparentaban el semblante de una pasa humana, mientras que ahora nos sorprendemos al ver que ciertas estrellas de la farándula parecen haber pactado con el Maligno con tal de no sucumbir al peso de los años.
¿Cómo serán los viejos de mi generación? ¿Existirá un futuro en el cual podamos encanecer? Sin pensiones o prestaciones de ningún tipo, con un planeta que se rostiza y desgaja a cada instante, no parece haber un pórtico que nos espere para jugar dominó o tejer chambritas. Quizá por eso vivimos en un tiempo obsesionado por la juventud perpetua: porque los músculos de gimnasio y las cremas antiarrugas son una forma sutil de extender el tiempo presente cuando el porvenir nos asusta más que nunca.
1 comentario
Que padre artículo!!!, Muchas gracias por compartir y ponernos a reflexionar sobre este tema. Me encantó también, la manera en como está escrito.
Yo tengo 39 años, pero ahora que lo pienso, yo ya tengo que tomar pastillas para las rodillas. jaja.
Y antes como las personas grandes eran super fuertes, quizás la alimentación y el tipo de vida no tan sedentaria que ahora llevamos por las computadoras. Yo soy especialista en Planes de ahorro para el retiro, por eso es que me llamó la atención el título. Muchas gracias!!!