Transferencia
Elisa Díaz Castelo – Edición 497
Algo interviene en nuestra coreografía. Intenta por segunda vez girar el picaporte, por tercera. Me sonríe, ahora con un dejo de incomodidad, casi imperceptible en su rostro plácido de siempre.
Ella da por terminada la sesión como suele hacerlo.
—Bueeeno —dice, alargando un instante la e y dejándola ir en el aire encerrado del consultorio hasta que la vocal cae como un canario muerto a mis pies—. Hasta la próxima.
En cuanto deja ir su hasta aquí llegamos, su nos-vemos-la-siguiente, yo, alegre en mi obediencia, me levanto de ese ataúd afelpado que es el diván terapéutico. Consciente de mi desaliño físico y probablemente psicológico, despliego un abanico de movimientos vacilantes, similares a los de un amante ocasional atemorizado ante el prospecto de dormir con el otro y que, acabada la transacción por la que se venía, se apresura a desaparecer. Aplano con la izquierda el pelo crespo mientras alargo la derecha para buscar la cartera entre el arrecife desordenado de mi bolsa. Evito mirarla a los ojos y le extiendo la cantidad acordada. El dinero sella nuestro pacto, nuestras máscaras.
Juntas pero distantes, en espejo, caminamos hacia la puerta de madera sólida, bien cerrada para que las palabras se queden en ese búnker, rebotando unas con otras hasta anularse. Los pocos pasos que separan el diván de la salida bastan para exhibir mi descompostura ante la adusta pulcritud de mi terapeuta: mis tenis sucios contra sus botines color miel, mis pantalones de pana malheridos contra su falda de flores estampadas. La parábola tenue de una sonrisa le atraviesa el rostro y extiende la mano hacia la puerta.
—Nos vemos el lunes próximo.
Inclino la cabeza para decir que sí, claro, hasta la próxima, pero algo interviene en nuestra coreografía. Intenta por segunda vez girar el picaporte, por tercera. Me sonríe, ahora con un dejo de incomodidad, casi imperceptible en su rostro plácido de siempre.
—Interesante —dice ella, como si se tratara de un sueño que le acabo de relatar o del uso equivocado de alguna palabra significativa.
Lo intenta de nuevo. Jala con la derecha mientras intenta ocultar con la izquierda la fuerza que ejerce sobre el picaporte. Noto sobre sus manos pálidas como gallinas desplumadas el relieve azul de las venas.
—Pues parece que ya nos quedamos aquí —aventuro yo, escondiendo mi angustia bajo una máscara de entretenimiento.
Después de confirmar que no está su teléfono en el consultorio y que el mío se ha quedado sin pila, después de decirme que no tiene más sesiones el resto de la tarde, de cruzar de nuevo la alfombra del consultorio e intentar abrir la puerta, después de propinarle a la puerta una patada contenida con la supuesta intención de lograr algo pero, de hecho, simple y sencillamente para dejar salir su desesperación, me dice, con las palabras amarradas al fondo de la garganta:
—Por qué no aprovechamos para continuar con una segunda sesión en lo que esto se resuelve.
Me parece la peor idea del mundo.
Me siento frente a ella en el centro del diván y la miro. Me inquietan sus pupilas enormes como las de un gato acorralado, el temblor de sus manos, su rostro pálido.
—Una disculpa —le digo—, no puedo concentrarme.
Pausa. Intervengo de nuevo.
—¿Y si intentamos gritar?
Ella no dice nada, parece tener la boca seca como un náufrago que lleva días sin agua dulce. Cuando me levanto y me dirijo hacia la puerta, permanece en su sillón, con la cabeza levemente ladeada y deja la mirada quieta sobre la alfombra. En la puerta empiezo a dar de gritos, a tocar fuerte, intento abrir la diminuta ventana apenas abatible, pero ésta da a un patio interior y nadie escucha. Golpeo durante un rato el vidrio con los nudillos, con las llaves, hasta que noto que mi aliento lo ha empañado y una voz me sobresalta.
—Uno simplemente no necesita los planos de un laberinto reconstruido, ni siquiera un montón de planos que ya han sido elaborados —impasible e impostada, la voz sigue hasta inundar el cuarto por completo—. El analista no hace sino devolverle al analizante su mensaje invertido, como si se tratara de un espejo.
Es ella, la psicoanalista, de pie en el centro de la alfombra. Se ha quitado los zapatos y en la mano sostiene un libro viejo del que lee con la severidad musical de un rabino.
—¿Perdón? —le pregunto.
Me mira con los ojos enrojecidos y murmura feral:
—No hay perdón.
Se acerca a mí y me ofrece su libro abierto como si se tratara del Antiguo Testamento. Escritos de Lacan, edición bilingüe. Llevo la mirada hacia el libro y río tenuemente. Ella se une a mí con una risa musical y cada vez más alta y extraña hasta que me doy cuenta de que no se trata de risa, sino de llanto. En su rostro desencajado, las facciones han perdido orden: la boca ladeada no se da abasto y los ojos, inclinados y saltones, balbucean. No sé qué decir, cómo decirle.
—¿Está usted bien? —pregunto—. ¿Por qué el llanto?
Entonces, se desploma sobre el diván y se tapa el rostro con dos manos temblorosas. Yo me siento en su sillón y veo que ella, en un impulso automático, se acomoda para recostarse.
—Soñé otra vez con los espejos colocados uno frente al otro. Yo me miraba, pero no era yo, sino mi abuela, muerta y en descomposición, repitiéndose una y otra vez hasta el infinito.
Sin saber qué contestar o cómo, hago un sonido que parece, a mi pesar, impulsarla para seguir con su historia. Ella continúa. Pasamos así un largo rato; de pronto, yo aventuro una pregunta, muevo la cabeza, pienso en cuál momento será el adecuado para cortarla, para decirle el hasta aquí llegamos.