Todo lo invisible (y lo visible)
Juan Nepote – Edición 485
Desde la infancia nos resulta familiar la invisibilidad: pronto aprendemos que es imposible que las cosas se vuelvan invisibles, pero el anhelo perdura en nosotros más o menos por siempre
Para una gran porción de la humanidad, las cosas existen porque son visibles: nos enteramos del mundo según cómo los objetos responden a los sucesivos procesos de reflexión y absorción de la luz, porque la mayor parte de la información que recibimos del entorno llega hasta nosotros mediante nuestro sistema visual. La luz traspasa nuestros ojos hasta acceder al cerebro transformada en señales eléctricas que nos informan sobre la realidad. Pero luego está aquello que escapa al reflejo de la luz: aquello que es invisible para nosotros, pero que no por ello resulta menos real. Porque una gran parte del universo escapa a nuestra mirada, por sus dimensiones infinitamente grandes, o infinitamente pequeñas.
El matemático escocés James Clerk Maxwell propuso que la luz es una onda que se propaga por el mismo medio que los fenómenos electromagnéticos; ello facilitó la comprensión de la radiación electromagnética, organizando la distribución de la energía según sus características para recorrer el espacio, su frecuencia y su intensidad, en un esquema llamado espectro electromagnético, donde la porción que representa el mundo visible es minúscula respecto al mundo invisible para nosotros: las ondas de radio, las microondas, los rayos ultravioleta, etcétera. Con Maxwell, todo lo invisible y lo visible se hizo medible, clasificable, comprensible, y quedó enmarcado dentro de una combinación de intercambios de energía, longitudes de onda, reflexiones y absorciones…
Pero ser invisible no es lo mismo que hacerse invisible. Por eso en las leyendas, los mitos, las novelas y los cuentos infantiles es común enterarnos de prodigios de la invisibilidad.
Y aunque ahora conocemos con altísima precisión el comportamiento del universo invisible para nosotros, mantenemos intacta nuestra obsesión casi infantil por hacer posible que las cosas se hagan invisibles y desaparezcan ante nuestros ojos. Philip Ball, en El peligroso encanto de lo invisible, nos presenta a John Aubrey, quien en el siglo XVII pergeñó una fórmula para volverse invisible que debía ser aplicada con cierta rigurosidad: “Tómese en la noche de San Juan, a las XII [medianoche], astrológicamente, cuando todos los planetas están sobre la Tierra, una serpiente, y mátesela, y desuéllesela: ponedla a secar a la sombra, y maceradla hasta volverla polvo. Sostenedla en la mano y seréis invisibles”.
Desde la infancia nos resulta familiar la invisibilidad: pronto aprendemos que es imposible que las cosas se vuelvan invisibles, pero el anhelo perdura en nosotros más o menos por siempre, esperanzados en el uso cotidiano de objetos transparentes como el vidrio, que no absorben la luz visible, o entusiasmados por comprobar que en el interior del océano habitan seres como las medusas, cuya cualidad casi totalmente transparente les permite mantenerse invisibles ante sus posibles depredadores. En el aire hemos logrado una pequeña conquista para alimentar esta ansia: podemos fabricar aviones que, por los materiales utilizados y sus sugerentes formas, son indetectables para los radares.
Pero el campo tecnológico más prometedor en relación con la invisibilidad es la fabricación de “metamateriales” en cuyo interior se coloquen minúsculos circuitos eléctricos que provoquen la curvatura de las ondas electromagnéticas de maneras inéditas, y con los que sea factible respetar las leyes de la óptica y elaborar objetos invisibles a la radiación de microondas. Estos metamateriales serían una compleja miscelánea de componentes metálicos, elaborados con fibra, teflón y cerámica, y representarían una revolución no sólo de la óptica, sino también en el ámbito de la electrónica. Y una prueba irrefutable de aquellos versos de Antonio Machado: “El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve”.
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