Tim Robbins. Un actor con causa
Hugo Hernández – Edición 412
Robbins es un activista que ya peina canas pero transita por la vida con su sonriente cara de niño. Viaja por el mundo de gira con 1984, una adaptación teatral de la obra de Orwell con dedicatoria para George W. Bush. En México montará la pieza durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
En abril de 2003, The Nation, semanario neoyorquino de izquierda, reprodujo el intercambio epistolar que sostuvieron el actor y cineasta Tim Robbins y Dale Petroskey, responsable del Salón de la Fama del béisbol de Estados Unidos. Las cartas publicadas no dan cuenta de la amistad que no mantenían; tampoco comentan los ingresos de peloteros al glorioso recinto; el asunto no tuvo como origen la afición al rey de los deportes de Robbins ni la cinefilia de Petroskey: lo que unió en esta ocasión al mundo del béisbol y al del cine fue la diferencia… política.
El Salón de la Fama había organizado una función para conmemorar los 15 años de Bull Durham (1988), cinta beisbolera protagonizada por Robbins. Pero el evento se canceló por la pública animadversión a la política de George W. Bush manifestada por el actor, quien aprovechaba cuanto micrófono se colocaba frente a él para reprobar las decisiones del presidente, lo que no era del agrado de Petroskey. En su misiva, éste defendía la invasión a Irak, la decisión tomada por Bush para “terminar el brutal régimen de Saddam Hussein y retirar de Irak las armas mortíferas que podrían ser usadas contra sus enemigos, incluyendo a Estados Unidos”. En ella además recriminaba a Robbins sus declaraciones, pues consideraba que ayudaban “a minar la posición de Estados Unidos, lo que a la larga podría poner a nuestras tropas en aún más peligro”.
La cancelación hizo poca gracia al actor, quien pretendía tener un fin de semana “alejado de los políticos y de la guerra”. No obstante, no dejó pasar la ocasión para embestir contra la necedad presidencial y los que la soportaban. En su respuesta es sarcástico (“no sabía que el béisbol fuera un deporte republicano”), trae a cuento la historia (“la sugerencia de que mi crítica pone a las tropas en peligro es absurda. Si la gente hubiera escuchado esa lógica torcida, todavía estaríamos en Vietnam”) y lanza una crítica formal (“la servidumbre a sus amigos en la Administración es embarazosa para el béisbol, e involucrándose en esta empresa muestra que pertenece, con otros cobardes e ideólogos, al salón de la infamia y la vergüenza”). Su conclusión hace alusión, entre otras cosas, a los grandes pilares de “América”: “Larga vida a la democracia, a la libertad de hablar y a los Mets del 69; todos los improbables milagros gloriosos en los que siempre he creído”.
Altercados como éste son frecuentes en la biografía de Robbins, quien aprovecha que, como diría Petroskey, “las figuras públicas […] tienen plataformas mucho más grandes que el americano promedio, lo que les provee una oportunidad extraordinaria para que sus puntos de vista sean escuchados —y una igualmente grande obligación para actuar y hablar responsablemente”. Y tiene razón el infame hombre del Salón de la Fama, pues Robbins no elude la responsabilidad de sus actos… ni de sus obras. Así lo hizo saber cuando fue cuestionado, ese mismo año, sobre la escritura y la puesta en escena de Embedded, pieza teatral que trata de la invasión a Irak: “Cuando me preguntan por qué hacer una pieza sobre la guerra, respondo: ‘Sí, es cierto, ¿por qué debo ser yo quien la haga? ¿Dónde están los filósofos, los intelectuales, dónde están los políticos, los escritores?’ Me gustaría callarme, y lo haría si existiera otra voz. Pero desgraciadamente ése no es el caso”.
Y no sólo se siente solo, sino a menudo mal acompañado. No en vano el californiano Tim Robbins se ha quejado de la falta de solidaridad del gremio. Por eso en alguna ocasión comentó que “Hollywood está lleno de republicanos de clóset, y también algunas veces no estás seguro de quiénes son tus amigos. Cuando pasó la controversia por Bull Durham hubo tres personas que vinieron y alzaron la voz para apoyarnos, todos eran o demócratas muy conservadores o republicanos —Clint Eastwood, Kevin Costner y Jack Valenti—. ¿Y cuántos liberales? No vi a ninguno”.
Ante el silencio de los medios durante la Administración de Bush, no faltaron las acusaciones de Tim Robbins. En el evento anual de la Asociación Nacional de Transmisores de Radio y TV de 2008 cuestionó: “¿No deberían verse como parte de una fotografía más grande? ¿No hay una obligación de reportar honestamente lo que está sucediendo, para seguir las historias más allá de los encabezados? ¿No han ocurrido actos criminales en el gobierno? ¿No debería haber rendición de cuentas por las decisiones políticas ineptas? ¿No debería ser despedido alguien? ¿Y saben algo? No oigo nada de eso” (esta liga lleva al discurso de Robbins, en PDF).
El ánimo combativo (y hasta peleonero) ha sido uno de sus rasgos distintivos. En sus tiempos colegiales, y debido a una pelea, fue despedido del equipo de hockey de la preparatoria en la que estudiaba. Ahora le queda el consuelo de seguir a los Rangers de Nueva York (de los que se considera el fan número 1) y participar al lado de otras estrellas en eventos deportivos de beneficencia, además de ser parte de los Héroes del Hockey, juego que la liga nacional de la especialidad organiza.
Como militante del Partido Verde o como ciudadano, en solitario o acompañado, Robbins ha levantado la voz en contra de las atrocidades del régimen de su país, pero también en favor de causas humanitarias o artísticas. Así lo prueba su apoyo a un teatro no lucrativo de una pequeña comunidad de Maine, y su gesto en la entrega de los premios Oscar de 1993, cuando al lado de su mujer, Susan Sarandon, llamó la atención sobre la difícil situación de los enfermos de sida en Haití. (Pero cuando se esperaba una declaración “bomba” de ella en la entrega de 2002, sólo atinó a hacer el signo de la paz.)
Para Robbins, que ya peina canas pero transita por la vida con su sonriente cara de niño, el activismo político ha sido además una herramienta útil, pues fue gracias a ella que la conquistó a ella: conoció a la Sarandon en el rodaje de Bull Durham, y si ganó sus simpatías no fue porque elogiara sus grandes ojos o su amplia sonrisa, sino porque le manifestó que la respetaba políticamente.
Robbins es uno de los escasos actores que aprovecha los reflectores para la promoción de la conciencia y no del ego. Prueba que también hay algunos que piensan y se comprometen. Es, pues, un actor con causa…
Un actor versátil
Un actor es tan bueno como los proyectos en los que se involucra y los directores para los que trabaja. La aplicación de este criterio para la trayectoria de Robbins revelaría algo así como una montaña rusa, con acentuadas subidas y prolongadas bajadas, con gloriosas cimas y lamentables simas. Porque si bien es cierto que ha figurado en largometrajes memorables y se ha puesto a las órdenes de cineastas cuya celebridad es proporcional a su genialidad, como Clint Eastwood, Robert Altman, y los hermanos Ethan y Joel Coen, también lo es que ha participado en películas que son menos que mediocres (como él mismo ha tenido el valor de reconocer, al confesar que trabajó, por lo menos en una ocasión, en Howard, el pato, por razones meramente pecuniarias) y para realizadores menores (y aquí la lista es nutrida).
Luego de trabajar en televisión y de tomar papeles pequeños en películas ídem, su vida cambió cuando dio vida a Ebby Calvin Nuke LaLoosh en Bull Durham (1988) de Ron Shelton. Nuke es un pitcher novato de ligas menores que tiene un brazo tan bueno como descontrolado. Para tratar de educarlo, el equipo manda a un catcher veterano (Kevin Costner), quien ante la terquedad y la inmadurez del lanzador le endilga el apodo de Carne. En medio aparece una mujer madura y fanática del béisbol, interpretada por Susan Sarandon, quien se involucra con ambos. Y tanto el receptor como ella se esmeran en formar al lanzador, en lo deportivo y en lo afectivo, para que llegue a las grandes ligas.
Tiempo después Robbins interpretó a un desquiciado veterano de Vietnam en Alucinaciones de su pasado (Jacob’s Ladder, 1990), de Adrian Lyne. Y aunque los comentarios sobre su desempeño fueron positivos y la cinta gozó de buena fama, la película que lo llevó a las grandes ligas de la producción cinematográfica fue El ejecutivo (The Player, 1992) de Robert Altman. Aquí ofrece su facha a Griffin Mill, un hombre que tiene un puesto importante en un estudio de cine de Hollywood: su opinión es decisiva para detener o impulsar los proyectos del estudio, razón por la cual se ha ganado cualquier cantidad de enemistades. Altman observa aquí el mundillo de la Meca del cine y cuenta con el buen desempeño de Tim Robbins, quien contribuye a que la cinta transite con éxito entre el drama y la comedia. Su labor alcanzó para obtener el Premio a Mejor Actor en Cannes… y para que Altman lo contemplara de nuevo para Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993), cinta coral en la que se pone el uniforme de un policía corrupto, y en Los caprichos de la moda (Prêt-à-Porter, 1994), en la que interpreta a un periodista tramposo.
Para Robbins, 1994 fue un buen año, pues participó en El apoderado de Hudsucker (The Hudsucker Proxy) de Ethan y Joel Coen y en Sueño de fuga (The Shaw-shank Redemption) de Frank Darabont. En la primera cinta encarna a un joven mensajero que es ascendido a gerente de la empresa, como parte de un malvado plan de los socios. La película es considerada injustamente como una de las obras menores de los Coen; no obstante, el desempeño de Robbins obtuvo comentarios positivos. Otro es el paisaje con la cinta de Darabont, considerada por el público estadunidense como una de las mejores películas de todos los tiempos (aunque otra fue la opinión de la Academia, que la despachó con las manos limpias con todo y sus siete nominaciones). En ella, el actor interpreta a un banquero encarcelado luego de matar a su esposa y al amante de ella. Con el paso de los años, no sólo conserva la esperanza de salir, sino que se convierte en un personaje importante para los convictos.
Después sería terrorista en Arlington Road (1999) de Mark Pellington, astronauta en Misión a Marte (Mission to Mars, 2000), de Brian De Palma; empresario de cómputo en Conspiración en la red (Antitrust, 2001), de Peter Howitt; investigador gubernamental en Código 46 (Code 46, 2003), de Michael Winterbottom; padre de familia sin familia en La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), de Steven Spielberg y un convaleciente trabajador petrolero en La vida secreta de las palabras (The Secret Life of Words, 2005), de Isabel Coixet. Pero el rol que se llevó las palmas fue el de Dave Boyle, en Río místico (Mystic River, 2003) de Clint Eastwood. Boyle es un hombre atormentado por el abuso sexual que sufrió en su infancia, pero para Robbins no fue un tormento, pues su labor fue reconocida en diversos festivales y alcanzó para obtener el Oscar.
Detrás de la cámara
Robbins también escribe y se ha sentado en más de una ocasión en la silla del director. Su primer largometraje fue Bob Roberts (1992), falso documental en el que sigue las vicisitudes políticas del cantante epónimo, quien es candidato conservador a una senaduría y canta lo mismo a los consumidores de drogas que a los flojos, mientras ensalza los valores de la familia. Aquí además Tim Robbins lleva el papel protagónico y se pueden escuchar las canciones que canta y compuso ex profeso. La acción se ubica en la época de la Guerra del Golfo y es un gozoso vehículo satírico para su visión política.
El tono cambia en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995), en la que la gravedad se impone. En esta ocasión también escribe el guión, pero no se asigna rol alguno frente a la cámara: concede los papeles más importantes a su mujer, Susan Sarandon, y a su amigo Sean Penn. Éste interpreta a un hombre que ha sido sentenciado a morir mediante una inyección letal; aquélla, a una religiosa que busca ayudarlo con una apelación y le ofrece consuelo cuando los recursos jurídicos fracasan. Robbins fue nominado al Oscar a Mejor Director. Y aunque no ganó la estatuilla, la pareja no se fue en blanco, pues la Sarandon obtuvo la de Mejor Actriz. Penn también fue nominado, y si la Academia le negó el reconocimiento, en el Festival de Berlín sí tuvo éxito: ahí ganó el Oso de Plata, el Premio a Mejor Actor del festival. Robbins también dirigió el videoclip de la canción de Bruce Springsteen que se oye en la cinta (y que también aspiró sin éxito al premio Oscar).
El guión de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999) es de su autoría. Y si no actúa, está más que presente en la historia, que también es un buen vehículo para manifestar su ideario político. La cinta da cuenta del progreso de escritura y de escenificación de la obra teatral epónima, que registra la unión de los trabajadores en tiempos de crisis. Y es que la cinta se ubica en los años treinta, en los que la depresión económica dio lugar a una crisis moral en la sociedad estadunidense. En el paisaje aparecen grandes celebridades, como Orson Welles, Diego Rivera y Nelson Rockefeller. La cinta participó en la Sección Oficial del Festival de Cannes, pero de allá Robbins sólo regresó bronceado.
Embedded (2005) es la grabación de la obra teatral homónima del Actor’s Gang y reúne varias historias que giran alrededor de la invasión a Irak: entre las vivencias de los soldados y los periodistas que documentaron la atrocidad, hay espacio para algunas dosis de sátira y para muchas críticas a la Administración de Bush (2001-2009).
Cierra su filmografía la película televisiva Possible Side Effects, que sigue a una familia que maneja una industria farmacéutica. La cinta ya ha sido concluida, y su estreno está programado para este 2009. En Guadalajara, los días 4 y 5 de diciembre, el Actor’s Gang presentará la adaptación al teatro de 1984, la novela de George Orwell, como parte de las actividades de la Feria Internacional del Libro (FIL).
Por su trayectoria obtuvo el Tributo a la Visión Independiente en Sundance. m.