Tener el miedo a raya
Vanesa Robles – Edición 476
La pandemia ha impuesto a millones de personas condiciones de vida que apenas hace unos meses habrían parecido inauditas. Entre la incertidumbre y la angustia, y ante las crisis sanitaria, económica, política y social que se han extendido por todo el planeta, lo más natural es que experimentemos miedo. Vale la pena reflexionar acerca de lo que lo motiva y cuáles pueden ser sus peores consecuencias, para procurar tener controlado a este nuevo enemigo
A mi madre le da curiosidad saber quiénes sobrevivirán a la pandemia por covid-19.
Para alimentar su morbo, se acuerda seguido de una serie inglesa apocalíptica de mediados de los años setenta que llegó a México a principios de los ochenta: Survivors o Los sobrevivientes, de Terry Nation, producida por la BBC. Se trata de las aventuras y las relaciones —muy poco afortunadas— entre las poquísimas personas que quedan vivas en el planeta luego de que un científico chino libera por accidente el patógeno causante de una terrible peste, “La Muerte”. La infección se disemina por todo el mundo como resultado de los viajes en avión de personas infectadas —de veras, eso pasaban en la televisión en aquellos años—.
Lo que mi madre no recuerda es el terrible trauma que nos dejó a los niños y niñas de la familia la exposición al novelón británico. Durante muchos meses vivimos y dormimos con terror al contagio. Nadie dijo nada entonces, por temor a que nos prohibieran ver la serie, es decir, a que nos cortaran la fuente del miedo. No se nos olvida que los adultos comentaban que, si algo así sucediera, la ciencia podría resolverlo en tres patadas.
El trauma de Survivors se actualiza hoy para miles de personas, en diversos países del mundo. Sólo que ahora la amenaza se encuentra de este lado de la pantalla del televisor; de nuestro lado. Igual que en una pesadilla, nos acecha un virus de la familia de los coronavirus, que no puede ser percibido por nuestros ojos y, en ese sentido, resulta fantasmagórico.
Peor: a diferencia de otros virus que causan temor entre la gente, como el de la inmunodeficiencia humana, con el covid-19 no hace falta tener contacto directo con el semen, la sangre o la leche materna de otra persona. Eso vuelve al coronavirus tremendamente aburrido; para infectarse es suficiente tocar una superficie contaminada y cometer un descuido, como tallarse un ojo que tiene comezón.
Desde hace miles de años, a los virus y bacterias que originan enfermedades les hemos adjudicado personalidades de enemigos semihumanos contra los cuales hay que ganar una batalla vital, recordaba la escritora Susan Sontag (1933-2004) en su ensayo La enfermedad y sus metáforas. Así, mientras a principios del siglo xix la tuberculosis estaba asociada a la sensibilidad, la intelectualidad y el arte, el cáncer ha estado asociado a la propia represión, explicaba la escritora.
Este enemigo, el covid-19, no sólo tiene un nombre que parece acuñado por la literatura fantástica, sino que además de ser invisible, escurridizo y más o menos desconocido, se transmite fácilmente; es también cruel, incluso con los médicos que usan traje de astronauta para combatirlo; capaz de tumbar economías, ha abierto abruptamente las compuertas de la pobreza para vastos sectores de la población, debido a que las autoridades de muchos países alrededor de la Tierra decidieron confinar a segmentos importantes de sus habitantes —si bien hay quienes no tienen esa posibilidad—. Todo ello ha hecho emerger situaciones de estrés, angustia y miedos individuales y colectivos, coinciden especialistas en diversos campos.
Tal vez para millones de personas, la metáfora del covid-19 sea la angustia y sus parientes cercanos. Google es testigo. El 4 de junio de 2020 tecleo “coronavirus” y “miedo” y en 0.66 segundos aparecen en la pantalla 126 millones de resultados. El miedo se viralizó.
Entre los primeros resultados de la búsqueda aparece el artículo “La emergencia viral y el mundo de mañana”, de Byung-Chul Han. Crítico de un momento en el que nuestros grandes enemigos somos nosotros mismos, atrapados en un sistema que favorece la propia optimización, la propia explotación y la depresión —lo que él llama la sociedad del cansancio—, el filósofo surcoreano escribe: “El enemigo ha vuelto. […] Ya no guerreamos contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. […] La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos”.
Miedo ¿selectivo?
Gabriela Sánchez López, doctora en Antropología Social especializada en salud de grupos vulnerables, difiere con respecto al último punto de Byung-Chul Han y de otros pensadores que han abordado el miedo como una pandemia universal.
En los últimos días, dice, la salud mental ha tenido una relevancia antes desconocida. Tanto, que, en abril de 2020, el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell Ramírez, incluyó en su conferencia de prensa a varios psiquiatras que advirtieron que los atracones de información y el confinamiento por el covid-19 podrían afectar nuestra estabilidad emocional. “¿Por qué hasta ahora?”, cuestiona la antropóloga social, y recuerda que hace apenas seis meses la salud mental no parecía tan importante para los gobiernos de América Latina: “¿En qué situaciones se legitima el miedo y en cuáles otras no?”.
Para la académica del Departamento de Psicología, Educación y Salud (DPES) del ITESO, la versión de la angustia por el covid-19 y sus síntomas es hegemónica, y circula desde el discurso del poder, en algunas conversaciones de sobremesa y en las redes sociales. Esta versión del miedo refleja lo que el Estado está dispuesto a reconocer, dice. En el fondo, está orientada a las personas universitarias, de clase media, blancas, que tienen la posibilidad de quedarse en su casa estos días. Sánchez López piensa que antes del covid-19 en México ya existía una serie de confinamientos y temores debido a las condiciones de desigualdad y a las violencias que padecen millones de personas en México, sólo que nadie hablaba de salud mental, pues eso habría significado reconocer la desigualdad y las violencias.
La salud mental ha tenido una relevancia antes desconocida. Tanto, que en abril de 2020 varios psiquiatras advirtieron que los atracones de información y el confinamiento podrían afectar nuestra estabilidad emocional.
La realidad es que el estrés y el miedo no son universales ni homogéneos, insiste. Se perciben según el contexto, la clase social, el género, la etnicidad, las experiencias culturales y los recursos para enfrentar los temores. Lo mismo ocurre con las posibilidades de prevención y contagio. No nos están afectando por igual. ¿Quién está asustado? ¿Dónde? En cientos de colonias populares de la zona metropolitana de Guadalajara no existen los paisajes llenos de cubrebocas, afirma la antropóloga.
Tiene razón. En la colonia Lindavista, en Tlaquepaque, famosa por la gula de sus habitantes, los domingos decenas de personas se arremolinan en los puestos de tacos, biónicos y elotes, sin sanas distancias ni cubrebocas ni geles de alcohol. Mi madre, que siempre ha vivido ahí, no percibe el riesgo, aunque vio Survivors y tiene una salud muy vulnerable. Al contrario, mi madre se compadece porque está segura de que todos moriremos antes que ella.
Es cierto que no todos estamos igualmente asustados ni todos los miedos son iguales. En Google, un poco más abajo que el artículo de Byung-Chul Han, se encuentra el titulado “Miedo al miedo”, de su colega filósofa Amelia Valcárcel. No tiene desperdicio. Todavía hasta hace poco, nos recuerda la filósofa, las personas que habitaban el mundo conocían y administraban bien el miedo. En la Edad Media, incluso lo clasificaban en orden de intensidad: el simple miedo, el miedo pánico, el espanto, el temor, el terror, el pavor, el horror.
Lo que nos asusta
La actriz tapatía Susana Romo, de la compañía independiente A la Deriva Teatro, cree que ella pasó del miedo pánico al horror. “Estaba controlada, pero un día crucé la línea”, suspira en el teléfono.
El simple miedo empezó cuando el sustento de su familia se vio amenazado —es decir, más amenazado—. La actividad teatral se detuvo por completo. Se cayeron una gira internacional, 30 funciones en México, un festival de aniversario. Se vino abajo la esperanza de que vuelva a haber pronto un grupo de personas —que de por sí escasean— juntas y revueltas en una sala de teatro.
Más tarde le entró el temor a la infección. Un día, Susana se despertó con la espantosa convicción de que ella y su esposo iban a adquirir el coronavirus y a morirse muy pronto. ¿Quién se haría cargo de su hija de cinco años? Dejó de dormir en las noches y se paralizó en las mañanas. La calle le inspiraba terror. En la casa no podía concentrarse para trabajar.
La estocada vino el 12 de mayo de 2020 cuando su mamá ingresó a la sala de terapia intensiva de un hospital público, por una crisis derivada de un problema respiratorio crónico. “En el hospital había protocolos, pero yo quería que fueran exagerados”. Comenzó el horror, acompañado de dolores de garganta y una obsesión por tomarse la temperatura corporal cada dos horas. En el día, Susana no jugaba con su hija por miedo a infectarla. En la noche no podía dormir por la culpa de no haber jugado con la niña en el día…
Una madrugada a finales de mayo tuvo un ataque de pánico. Hizo una llamada de dos horas a la Línea de la Vida, un servicio telefónico de contención de crisis emocionales. “Algo se desacomodó. Perdí la dimensión de la realidad. Ayúdame”, le pidió Susana a la psicóloga que le contestó.
Las consecuencias del encierro y el aquietamiento
En Ciencia UNAM, la página de divulgación científica de la Universidad Nacional Autónoma de México, el académico en Psicología Jorge Álvarez define el miedo como una emoción que resulta de eventos catastróficos, desconocidos y que no responden a “la forma en que siempre hemos obtenido resultados positivos”.3
Para muchas personas, el covid-19 cumple por lo menos con dos de tres requisitos.
Entre los animales, la sensación de miedo puede desencadenar reacciones como la parálisis, la huida o el enojo o la ira, que desembocan en una defensa violenta. Estas respuestas tienen millones de años entre nosotros y un mismo organismo puede responder de todas estas formas en unos instantes, explica Fernando Alcaraz Mendoza, maestro en Neurociencias, doctorante en investigación psicológica y académico del dpes del ITESO.
En estos momentos hay un elemento de peligro afuera y lo deseable es sentir algo de miedo, continúa: “Lo incómodo no es necesariamente malo, si el miedo te lleva a seguir las indicaciones de higiene necesarias para protegerte. Pero es negativo si te incapacita para lo disfrutable”.
El temor a la infección y a la enfermedad no está solo. El paisaje alrededor ha cambiado. Para muchas personas —las más afortunadas—, el confinamiento se ha vuelto el día a día durante los últimos meses.
Sólo que las restricciones de espacio nos generan frustración y son un elemento que potencia la violencia, afirma Everardo Camacho, coordinador del Doctorado en Investigación Psicológica del ITESO. Distintos estudios de campo y en laboratorio han revelado que, cuando el espacio de desplazamiento se reduce, los animales nos tornamos más agresivos y tenemos un incremento de la actividad sexual que, en el caso de los humanos, puede acabar en violaciones.
A eso se suma que el encierro nos pone más en contacto con nuestras emociones profundas. Y que miles de personas padecen lo que el especialista nombra como una “indigestión de información”, que en muchos casos genera una percepción de riesgo inminente y mucha incertidumbre. “Las personas no estamos acostumbradas a lidiar con incertidumbre”, cuenta el profesor emérito.
Si uno pone todos esos ingredientes en una licuadora y además andaba coqueteando con la depresión, la mezcla puede ser muy tóxica.
No es sólo que el encierro invita a nuestro cerebro a darle más vueltas a los asuntos, sino que, como hace notar Fernando Alcaraz, nuestros ritmos biológicos se alteraron cuando desapareció aquella rutina que nos era común: “Bajó nuestra exposición a la luz solar y aumentó nuestra exposición a pantallas. En el día estamos más dormidos y en la noche más alerta”.
Las reacciones ante estos cambios son distintas, de acuerdo con las experiencias de cada persona y su edad –continúa el especialista–: mientras los niños tienen mayor sensibilidad al encierro, los adolescentes suelen ahorrar energía. A los adultos, la adaptación nos cuesta más. Por si fuera poco, no tenemos claro cuándo volveremos a la normalidad conocida, y eso vuelve más difícil la idea de que esto es transitorio.
La mala noticia es que el miedo es casi tan contagioso como el covid-19. Por lo menos ese miedo del discurso hegemónico con el que Gabriela Sánchez pide tener cuidado.
“Somos organismos altamente sociales. Nos sincronizamos”. Si los otros están espantados, si los otros nos dicen “Nos vamos a morir”, podemos creerlo también, a decir de Fernando Alcaraz.
En el artículo “¿Interrogamos al coronavirus o el virus nos interroga?”, otro estudioso, Juan Eduardo Tesone, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Sociedad Psicoanalítica de París, publicó en abril pasado que con la irrupción del covid-19 en la vida de la especie humana, la muerte pasó de ser una pregunta existencial subjetiva a una “perplejidad social sobre la sobrevida del ser humano en este planeta”. Esto ocurrió con tal magnitud, dice Tesone, que –gran paradoja— un virus hizo posible lo que nunca antes logró ninguna cumbre climática: limitó la producción industrial en China y Estados Unidos.
Y nos hizo darnos cuenta de en qué medida el mundo occidental se sostiene de la producción y el consumo.
“Lo incómodo no es necesariamente malo, si el miedo te lleva a seguir las indicaciones de higiene necesarias para protegerte. Pero es negativo si te incapacita para lo disfrutable”
Entre la incertidumbre y la confusión
María Fernanda Íñiguez no es una gran productora. Entre ella y su esposo tienen una cocina económica y un pequeñísimo negocio de donas y paletas de hielo, Lucky Donuts, que funcionaba de las seis y media de la mañana a las ocho de la noche… Todo frente a una primaria y una secundaria en la colonia Las Águilas, que permanecen cerradas desde el 17 de marzo de 2020.
Ahora el esposo de María Fernanda hace algunas entregas a domicilio. Con lo que vende no les alcanza. Como la pareja se quedó sin dinero, dejó de pagar la escuela de los niños, de ocho y 12 años, uno de ellos asmático. La escuela decidió expulsarlos de las clases virtuales. La dieta familiar cambió a una de frijoles y arroz.
Por el estrés, a María Fernanda se le descama la piel, y los horarios de su familia enloquecieron. Ahora se duerme a las cuatro o a las cinco de la mañana y se despierta a las siete, pero a las 11 cae rendida.
“Al principio estábamos esperanzados. Esto es temporal, decíamos; nos hemos levantado de peores. Pero un día el médico nos dijo que mi hijo tiene un riesgo alto de agravarse con coronavirus. Luego, estamos en la confusión que han generado las autoridades por la información contradictoria. Tengo miedo y enojo. Me da miedo el futuro. Me enoja que la gente no compre donas, que las paletas no se vendan, que los niños no recojan la casa”.
El temor genera intolerancia, advierte el artículo “Coronavirus: cómo el miedo a la enfermedad
covid-19 está cambiando nuestra psicología”, publicado por la BBC el 12 de abril pasado. El escritor científico David Robson afirma que con el miedo nos volvemos más conservadores, estrictos, racistas, xenófobos e intolerantes.
En el mismo artículo, la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, señala que el temor al contagio nos hace juzgar la lealtad de forma más severa y puede provocar prejuicios contra quienes no actúan como nosotros.
En el fondo, lo que ocurre es que con el covid-19 no sólo enfrentamos una crisis epidemiológica, sino también una epistemológica, dice la académica del ITESO Gabriela Sánchez. En una sociedad hiperinformada, “estamos en una crisis de conocimiento. No sabemos cómo lo vamos a detener”.
Tal vez, por lo pronto, lo que nos conviene es detener el miedo: “Hay que tener miedo al miedo. Mantenerlo a raya. No darle canal. No señalar ni ayudar a que otros señalen. Es mucho más fácil despertarlo y que eche a correr sin freno, que hacerlo regresar a su sitio y atarlo”, recomienda la filósofa Amelia Valcárcel..