“Tenemos que aprender a leer estos temas”: Marcela Turati
Alejandra Carrillo – Edición 499
Para la periodista, las fosas de San Fernando, en Tamaulipas, que investigó por más de diez años, muestran un mapa que permite entender el horror de la violencia en México ocasionada por el crimen organizado, y encontrar claves que contribuyan a construir esperanza en torno al futuro
Una de las características más relevantes del miedo es el entumecimiento que provoca. El estado de shock puede entenderse así: apenas puedes moverte, la mirada se te nubla, se hace un nudo en la garganta.
Para muchos, leer y ver diariamente en las noticias casos de personas que no regresan a sus casas, que son torturadas, asesinadas y vejadas aun después de la muerte, enterradas en fosas, secuestradas y desaparecidas, puede terminar convirtiéndose en algo cotidiano. Pero, para otros, estar constantemente sumergido en el horror es inmovilizante. Desolador.
Ése fue el sentimiento al que se enfrentó, en abril de 2011, la periodista mexicana Marcela Turati (Ciudad de México, 1974), cuando por primera vez estuvo frente a las fosas de San Fernando, un municipio de Tamaulipas marcado por una cicatriz indeleble, un caso que la ha ocupado a lo largo de 12 años y que ha afectado de manera definitiva su práctica profesional y su vida entera.
El sentimiento de estupefacción y el dolor inexplicable frente a la exhumación de 120 cadáveres que no tenían nombre ni señas de identidad son el inicio del libro San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas (Penguin Random House, 2023), que es el fruto de todos esos años de investigación y de las reflexiones periodísticas que vinieron después en el proceso.
“No nos dimos cuenta de nada”
“Fui como una coleccionista de testimonios porque yo quería entender”, dice Marcela Turati. “Desde ese primer momento me quedé con muchas interrogantes sobre quiénes eran estos jóvenes que viajaban en autobuses a la frontera, la mayoría, a quienes habían bajado en San Fernando antes de llegar a Estados Unidos y los habían masacrado los Zetas con apoyo de la policía municipal. Descubrí que no fue un incidente o algo que pasó una vez, sino que ocurrió de manera sistemática durante meses, durante mucho tiempo. Eran pasajeros de autobuses que desaparecían en esa carretera y luego venía el silencio: a las terminales llegaban autobuses sin pasajeros, cargando sólo las maletas que con el tiempo se iban apilando; había tal control sobre esa narrativa, que durante mucho tiempo no nos dimos cuenta de nada”.
El caso del que habla Marcela Turati fue uno de los primeros que permitían vislumbrar lo que venía para México como una consecuencia fatal de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, que el presidente Felipe Calderón Hinojosa instauró de 2006 a 2012 como la principal estrategia de su gobierno.
Todavía no era el pan de cada día. Todavía no era una noticia más en los telediarios. Lo que alcanzó a vislumbrar Marcela Turati en ese primer acercamiento, pronto se fue haciendo más nítido, como una máquina implacable y bien engrasada de muerte, silencio y desaparición.
Las varias fosas contenían los cuerpos de hijos, hermanos, padres y amigos que no regresaron a casa y que todavía son buscados sin descanso.
En el libro, Turati recuerda que las interrogantes en realidad comenzaron con el viaje de un tráiler lleno con los cuerpos de jóvenes asesinados, que llegó a la capital del país proveniente de Tamaulipas. Aunque en muchos casos los jóvenes asesinados tenían incluso sus identificaciones en los bolsillos, sus nombres tatuados o papeles con datos de a quién iban a contactar en Estados Unidos si lograban cruzar la frontera, la Procuraduría General de la República los enterró de nuevo sin contactar a las familias.
A eso fue Marcela a Tamaulipas: a tratar de entender cómo esto era posible.
Ya ahí, con las fosas exhumadas en un escenario imposible, recuerda la autora, lo que ocurrió fue que se quedó “despalabrada”. “El alma se me quedó en San Fernando cuando encontré y vi los cuerpos de esas fosas”, dice.
Dos años después de comenzar a investigar, Marcela recibió una USB con fotografías detalladas de los cuerpos de los 120 jóvenes que estaban en el tráiler que mandaron a Ciudad de México. En esas fotografías pudo ver las pertenencias que traían con ellos y que fueron ignoradas en las investigaciones, la ropa de los muchachos, los pocos objetos preciados que llevaban.
“Pero el rictus de dolor… ése se me quedó grabado. Es algo que me acompañó mucho tiempo”, dice y agrega que esa investigación la obsesionó durante todos estos años. Ha sido uno de los temas de los que más ha escrito.
Integrante fundadora de la organización mexicana Periodistas de a Pie y de Quinto Elemento Lab, una plataforma para el periodismo de investigación en México, durante años se ha dedicado a cubrir temas relacionados con la violencia en México con una perspectiva de derechos humanos.
Para entonces ya había investigado muchas veces casos relacionados con el dolor irreparable de las familias que pierden a quienes más aman, de esas maneras brutales que el Estado siempre excusa como daños colaterales del fuego cruzado o como disputas entre miembros de grupos criminales. Pero este caso parecía infinito; parecía que las preguntas básicas (¿cómo es posible esto?, ¿quién hace posible esto?, ¿por qué es posible esto?) sólo desembocaban en más preguntas y en una estructura fértil para la impunidad y la muerte. Era imposible ver el fondo de tanta deshumanización.
“Cuando pude entrevistar a algunas familias, a las que sí les entregaban los cadáveres de sus hijos, veía que había más bien dudas: nadie les dio nunca una explicación. De repente, a algunas les daban cadáveres de jóvenes tatuados, cuando sus hijos no tenían ni un solo tatuaje; las obligaban a enterrarlos o se los daban hechos cenizas”.
Desde entonces, Marcela ha entrevistado a decenas de personas relacionadas con el caso. Ha recopilado testimonios de las familias que buscan, de abogadas defensoras, incluso de ciudadanos en San Fernando que no podían hacer nada cuando veían pasar por las calles de sus casas las camionetas llenas de jóvenes pidiendo auxilio con gritos desgarradores a plena luz del día. Ha recogido las voces de sacerdotes que confesaban que no podían pedir por los desaparecidos en misa porque se pondrían en peligro de muerte, y también de las familias de los otros desaparecidos, los que no eran migrantes intentando cruzar la frontera, sino que eran jóvenes de San Fernando reclutados a la fuerza para trabajar al servicio de los Zetas.
Años y años se fueron acumulando y ella siguió buscando respuestas. O fragmentos de respuestas. Pistas diminutas que sólo eventualmente terminarían por encajar.
“Es un libro que habla de la historia de la desaparición forzada en México en territorios controlados por el crimen y en disputa con otros poderes, con otros grupos criminales; [habla de] cómo lo permite la autoridad y cómo participa; de la búsqueda de las familias, los colectivos que ya había en Centroamérica”, recuerda.
El crimen autorizado
El libro no es una lectura fácil: es, en cambio, un camino sinuoso y complicado.
Marcela misma dice que debe leerse como se toma el mezcal: a sorbos pequeños, reposados; sin prisas y, si es posible, en compañía.
Consta de tres partes. Por un lado, el recuento de los primeros hallazgos del caso y cómo se insertó en la realidad que ya golpeaba a muchos mexicanos desde hacía más de una década.
La segunda parte trata de los hallazgos que hizo el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que intervino en el caso gracias a una solicitud de las familias junto con la Fundación para la Justicia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para pedir que revisara las fosas.
Ese momento es importante: el equipo forense, escribe Turati, se topó con el desastre institucional de las fiscalías y de las oficinas de procuración de justicia, dependencias que, en teoría, debían dotar de sentido a esta trama y ofrecer respuestas a las víctimas.
“Lo que encuentra el equipo es cómo operan las instituciones para desaparecer a las personas. Ven que, si tienen adn, no lo cotejan con otras muestras, que pierden partes de los cuerpos, que dieron cuerpos en ataúdes cerrados. Encuentran los llamados ‘mecanismos de la impunidad’, una teoría de John Gibler, mi amigo periodista, quien dice que ésta es una incompetencia exquisita: se hacen los que no pudieron, los que perdieron pistas, es un engranaje que simula incompetencia cuando es, en realidad, una estructura criminal”, dice Marcela.
A eso se refiere Turati cuando habla del “crimen autorizado”: ocurre en Tamaulipas, en el caso de estas fosas, pero puede ocurrir en cualquier parte del país.
El enemigo
En 2007 se encontró una fosa con nueve cuerpos en un paraje remoto de Michoacán. Se trató de la única reportada ese año y fue noticia nacional.
En 2010 se encontró una fosa grande en Taxco, Guerrero. La gente decía que había más de 100 cuerpos, aunque algunos medios reportaron sólo 55.
En San Fernando se encontraron 47 fosas con más de 200 cuerpos, si se cuentan sólo los reportados por el gobierno de México. Según algunos testimonios recogidos por Marcela, había más de 500.
Entonces llegaron al municipio camiones provenientes de estados como Guanajuato o Puebla; de países como Honduras y El Salvador, todos repletos de familias con la esperanza de encontrar los cuerpos de sus seres queridos para darles la sepultura con la que, confiaban, encontrarían la paz. Pero a 12 años del descubrimiento de las fosas, pocos la han encontrado.
“También de eso trata el libro: de la fuerza y del amor de estas familias que se unen para buscar a su familiar y de por qué es tan importante el trato digno, humano, y una restitución digna. Si ya se permitió y toleró el horror, esos cuerpos tienen que importar. Yo no quería contar una historia de terror. Lo que intento es dar claves para entender lo que pasa en muchos otros lados, sitios donde la autoridad participa, permite o tolera que esto pase. Cómo opera la desaparición en estos casos y cómo las autoridades los vuelven a desaparecer”, dice la periodista.
El tercer momento del libro es una historia de cómo el Estado, luego de cobijar estos crímenes con la impunidad —aunque también con la complicidad expresa de las autoridades—, persigue al periodismo como a su enemigo verdadero.
Mientras investigaba estos crímenes, Marcela Turati fue espiada por el gobierno de México, como si fuera sospechosa de un crimen, por medio de varios mecanismos, entre ellos el malware Pegasus, con el que el gobierno de Enrique Peña Nieto espió a más de 15 mil activistas, abogados, defensores y periodistas.
En 2017, a Marcela le hackearon el sitio web Más de 72, en el que ella y varios periodistas mexicanos —Daniela Rea, Concepción Peralta, Alba Tobella, Thelma Gómez, Juan Luis García Hernández, María Aranzazú Ayala Martínez, Daniela Pastrana y Alberto Nájar— hablaban de las víctimas encontradas en estas fosas.
Luego, en 2020 se dieron cuenta de que tanto ella como la abogada de las víctimas, Ana Delgadillo, así como la directora del Equipo Argentino de Antropología Forense, Mercedes Doretti, estaban siendo investigadas por la Procuraduría General de la República, acusadas de secuestro y delincuencia organizada, como si estuvieran involucradas en las fosas que habían estado investigando. “[Dicen que] en México es más peligroso investigar un crimen que cometerlo. Es totalmente cierto, tú pagas por estar excavando verdades”.
Marcela tuvo que salir del país para sentirse segura y también se obligó a abstraerse por completo en otro tema: sentía que el de San Fernando la estaba devorando. Recuerda momentos en los que no podía recordar lo que había hecho el día anterior ni concentrarse en las páginas que leía. Todo lo inundaba San Fernando. Muchas veces, las pesadillas la despertaban. Y también estaba el miedo: a los Zetas, por supuesto, pero también a los funcionarios públicos que la vigilaban de cerca.
Una brújula para mirar
Con esta investigación, Turati ganó en 2021 el Premio Javier Valdés Cárdenas para Periodistas, y entonces la propuesta de la publicación del libro le puso una especie de deadline a todos estos años de arduo trabajo.
Ha publicado muchas veces, incluso de forma colectiva, en todo tipo de medios, sobre el tema. Ha tenido que entrevistar a soldados que exhumaron las fosas, a presidentes municipales que dejaron que esto ocurriera, incluso a la familia de un soldado que apareció en las fosas, a casi todos los sobrevivientes de las masacres.
Ésta es una trama en la que participan informantes de la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), la Marina, el entonces Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), el gobierno del Estado. Vivirlo no te deja pensar en otra cosa. Dice que hubiera podido seguir: aún le llegan pistas que parecen llevar a más y mejores respuestas.
Pero hace dos años finalmente ganó una beca para irse a Estados Unidos unas semanas a escribir el libro que hoy circula en librerías de todo México.
¿Cómo inició el proyecto del libro?
Lo primero que hice fue dormir, porque no había dormido. La beca me sirvió para eso: para descansar y para tener la cabeza fresca. Era mucha información. Me sirvió para reorganizar mi archivo, porque tenía hasta cosas en papelitos y servilletas, tenía que ver lo que acumulé en diez años, de qué era, quién me lo había dicho y en qué momento. Tratar de hacer memoria de todo.
¿Para encontrar las palabras que te quitó San Fernando la primera vez?
Pero también para saber cómo escribirlo. Para entonces ya había contado muchos pedazos en distintas publicaciones, pero también me había guardado algunas cosas que me parecían demasiado crueles. Y en las revistas, con unas cuatro o cinco páginas de espacio, sólo iba a causar horror, pero no iba a terminar de explicar.
¿Cómo se explica esto?
Pensé en hacer un relato coral, porque no hay una sola persona que me cuente todo y muchas cosas pasaron antes o en otro país. Entonces pensé en hacer un coro de voces y segmentos: qué pasa en un sitio tomado, en la morgue, en las fosas, cómo se encuentran, cómo es la búsqueda de los desaparecidos, cómo opera la Fiscalía. Todas son voces que te van guiando y que no es posible identificarlas para que todos estén seguros.
¿Sientes que ésa es la labor del periodismo? ¿Dar respuestas?
Yo intento presentar un mapa. Que quien me lea recorra conmigo las rutas de la impunidad. Saber cómo pasa y por qué pasa. Doy testimonios que me ayudaron a esclarecer momentos oscuros y fueron una brújula para saber dónde mirar.
Quería construir algo panorámico donde cada quien contara cómo lo vivió, incluso con los mitos populares. No quería juzgar. No juzgo ni siquiera a los criminales, o a los que la autoridad presentó como criminales. Más que buscar personas culpables, me interesa ver el entramado: cómo se construyen el silencio, la complicidad, el papel que desempeña cada persona, porque lo cierto es que se repite y se repite y se repite en diferentes momentos.
Esta cobertura me ayudó a entender Ayotzinapa, por ejemplo, para ir a Iguala a preguntar casa por casa para saber quién vio qué cosas: ir con los extras de la película, los que nadie ve, los que están ahí y nadie busca, pero que tienen que haber visto algo.
Es muy difícil entender por qué ocurre esto, pero qué impresionante es hacer explícito que estos mecanismos se repiten, que lo que pasó en San Fernando ocurre en otros lugares: en Jalisco, en Michoacán…
La tragedia es que esto se repite todos los días. El día que me dieron el libro fue el día en que leí lo de [los jóvenes de] Lagos de Moreno. Cuando vi la noticia pensé que doce años después se repiten estos patrones, estamos viendo esto y la gente se horroriza como si fuera la primera vez. Tenemos que aprender a leer estos temas. Eso es lo que yo trato de hacer: compartir lo que he aprendido al recorrer todo esto.
Con el paso del tiempo he ido conociendo más cosas, pude meterme al lugar del horror y salir, pude escuchar las voces de gente que entendió cosas. Esto podemos hacer los periodistas: ayudar a dar claves para entender y no quedarnos en lo horrible o en querer cerrar los ojos; para empezar a hacernos preguntas, desmontar el horror, controlar nuestro miedo y ver los hechos, porque hay cosas muy eficaces, como el video, el mensaje: no lo quieres ver, pero cuando ya viste otros casos, ya puedes comparar, ya tienes una narrativa. Esto sí tiene una explicación, sí tiene una lógica.
Lo que quieren es que nos aislemos, que no veamos, que nos quedemos en nuestras casas, que no nos comuniquemos. Entonces tenemos que pensar, tenemos que organizarnos para cambiar estas historias.
¿Publicar el libro fue una forma de cierre para ti?
Sí, definitivamente. Hice ahí un ritual, tuve que hacerlo bien, con fuego, para hablar con estos 120 jóvenes que vi en las fotos. Les dije: “Esto es lo que logré. Yo quiero que encuentren justicia, que a quienes no han vuelto los recuperen sus familias. Ya cumplí esta parte, para mí, éste es un cierre, una despedida para intentar no seguir soñándolos.
Después de eso he estado yendo con las familias a entregarles el libro. Fui a Guatemala y a El Salvador, a Ciudad de México, Guanajuato, Michoacán y Estados Unidos. Ha sido un cierre importante. Es muy doloroso, pero las familias están contentas.
¿Aunque el libro contenga algo que conocen bien?
Por supuesto. Aquí no hay nada que no sepan. Ver todas las historias juntas es muy doloroso, porque ellos tienen un dictamen forense con las fotos del hijo, tienen declaraciones de los Zetas; pero saber lo que veía la gente en San Fernando, es duro. A un papá yo misma le leí el testimonio de un sobreviviente que vio a su hijo antes de que lo mataran. Él conocía la historia, ya había hablado con el sobreviviente, pero volverlo a escuchar fue duro, pensé que le daría un infarto de la impresión, se tocaba el corazón y lloró, pero él quiere que su familia extendida y los vecinos del lugar en el que vive sepan lo que le pasó. Que sepan cómo vivió esos años en los que se aislaron y apenas lo veían.
Ellos han ido a las presentaciones del libro y quieren que organicemos otras, como una especie de cierre para sus comunidades, sus países. Verlos y ver el cariño que vuelcan ahí se siente como una misión cumplida. Espero que esto les ayude a lograr justicia.
¿Es un primer paso?
Este periodismo es una comisión de la verdad en tiempo real. Tenemos que poner piezas y ladrillos para cuando la justicia sea posible. Esto es lo que yo les puedo contar a las familias, porque las familias constantemente me preguntan qué pasó o qué sé yo de todo lo ocurrido.
Y, sin embargo, éste es un rompecabezas incompleto, porque la autoridad ha decidido no darnos todas las piezas, porque no han investigado, porque a los policías que estuvieron en la cárcel no se les interrogó jamás, porque siguen encubriendo lo que pasó con su verdad histórica.
A mí me gustaría una comisión de la verdad real, tener los nombres de todos. Que podamos hacerles un homenaje a todas las personas asesinadas y desaparecidas en esas carreteras, pero, sobre todo, que aprendamos algo: no es posible que hoy en día no tengamos nada para impedir que los jóvenes sean reclutados de manera forzada por transitar en municipios en disputa. No es posible que no haya advertencias sobre carreteras de riesgo, que no haya un aviso de que jóvenes juntos en un mirador específico por la noche están en riesgo de muerte.
¿Algo de lo que aprendiste del periodismo te da esperanza?
Hay una desolación entre los periodistas, que yo he vivido. La historia, cuando se repite, desgasta. Pero yo creo en el poder del futuro, de saber que esto que estoy cubriendo quizá genere un cambio o una respuesta. Si los hay, quizá no me toque a mí vivir para verlos, pero confío en que esto tiene que cambiar en algún momento, que este trabajo quizá hará que una familia encuentre a su hijo, que una familia se reconcilie, que alguien entienda algo, que haya un cambio. Y eso es importante aunque no lo veamos. Para las víctimas es importante.
¿Hay una estrategia para no rendirse?
No perder la brújula y saber que existe el factor impunidad. Así como a las familias les ponen obstáculos para que se cansen, para que enloquezcan o para que enfermen, también hay una estrategia para que nos cansemos, para que no encontremos y para que nos frustremos hasta que nos enfermemos. Y hay que verlo así. Hay que hacer estrategias con otras compañeras para no quemarnos. También podemos ser felices. Esto va a ser de largo plazo y hay que cuidarnos, hay que hacer las cosas bien y hay que hacerlas más pensadas, hay que formarnos políticamente y, en cuestiones de seguridad, arroparnos. Hacerlo todo un poquito más amoroso. Entender cuándo hay un momento para parar. Saber que, si no lo cubres tú, habrá compañeros que lo hagan también. No digo que seamos flojos y que dejemos las causas, pero sí que seamos cuidadosos. Yo dejaba por muchas temporadas esta historia hasta que llegó un momento en que cubrí algo y sentí que éste era el cierre del libro, en mi cabeza algo hizo clic y dije: “Esto es esperanzador y yo me quiero quedar con esto”.
Las muchas faltas
San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas es, en suma, una herramienta para reconocer el dolor de las familias; para que la gente sepa y no olvide que en San Fernando asesinaron y enterraron en fosas clandestinas a muchos jóvenes que buscaban cruzar la frontera entre México y Estados Unidos y que, una vez encontrados en abril de 2011, el gobierno de México los volvió a desaparecer para que sus familias no pudieran reconocerlos.
No hay tiempo que alcance para sanar todo lo que provocaron esas fosas. Todavía hay familias que buscan a esos jóvenes. De San Luis de la Paz, en Guanajuato, salieron 23 jornaleros migrantes y sólo encontraron a dos de ellos en las fosas. Quedan más de 20 cuyo paradero se desconoce. “Falta mucha gente, faltan muchas respuestas y no hay nadie en la cárcel sentenciado por esas muertes, que sí se comprobaron. Tampoco hay ningún funcionario público investigado”, termina Marcela Turati.