Tatiana Huezo: una mirada emocional de la guerra
Eugenia Coppel – Edición 486
Noche de fuego, la primera ficción de la cineasta salvadoreña-mexicana, le ha merecido reconocimientos por todo el mundo, incluida una mención especial en el Festival de Cannes. Su breve pero potente obra cinematográfica toca temas de violencia social sin mostrarla de forma explícita, como un llamado urgente a la empatía
Los habitantes de un pequeño pueblo en una sierra de México trabajan en los campos de amapola porque no tienen más opción. Al menos una de las fuerzas armadas —el crimen organizado, la policía, el ejército— los vigila día y noche. Los niños y las niñas intentan llevar una vida normal; juegan en el río, asustan a las vacas y estudian, aunque sólo sea cuando algún maestro se anima a ir hasta la escuela de la comunidad. Pero viven conscientes de que el peligro acecha, al escuchar el estruendo de balazos a lo lejos o los rumores de que a sus vecinos ausentes les sucedieron cosas terribles. El miedo es más visible en el cuerpo de las niñas, como Ana, cuando sus mamás las obligan a cortarse el pelo para que no les hagan “lo que les hacen a las niñas”, o cuando deben repasar el plan de emergencia: esconderse en un hoyo cavado en el patio de su casa.
Así se vive en el pueblo que ha creado Tatiana Huezo en su película Noche de fuego, una historia ficticia que, sin embargo, no está muy lejos de la realidad de muchos pueblos mexicanos. Desde su estreno en festivales a mediados de 2021, y luego de ser proyectada en más de 100 salas de cine de México y en la plataforma Netflix, el primer largometraje de ficción de la directora salvadoreña-mexicana ha cosechado múltiples reconocimientos por el mundo. Provocó diez minutos de aplausos en el Festival de Cannes, que le otorgó una mención especial en la sección Un certain regard (Una cierta mirada). “Fue un momento hermoso, con las actrices a mi lado. Ellas no habían visto la película ni conocieron el guion en el momento del rodaje”, comentó Tatiana Huezo en una entrevista posterior.
Poco después de la ovación en Cannes, Noche de fuego se llevó el premio a Mejor Película de la categoría Horizontes Latinos, en el Festival de Cine de San Sebastián. También ha sido premiada en festivales de Atenas, Amiens (Francia), Chicago, Mineápolis, Pingyao (China), Guanajuato, Londres y Palm Springs, donde se le describió como “un retrato milagrosamente vívido de lo que significa ser una niña bajo asedio, contado con exuberancia visual y con la poderosa intimidad de su elenco”. Además, fue elegida representante de México para la selección de las nominaciones a los premios Oscar 2022 y apareció en la “lista corta” de la categoría Mejor Película Internacional junto con otras 14 producciones de habla no inglesa.
Tatiana Huezo ya había sido favorecida por la crítica gracias a sus dos documentales previos. Tempestad, de 2016, cuenta la historia de dos mujeres que sufren en formas distintas la impunidad del sistema de justicia mexicano: Miriam, quien fue chivo expiatorio, detenida y enviada a una cárcel del norte del país dominada por el narcotráfico; y Adela, quien, como tantas madres, busca a su hija desaparecida, con todos los peligros que eso implica. El lugar más pequeño, de 2011, es la historia de Cinquera y sus pocos habitantes, la aldea rural donde nació la abuela de la cineasta, una de tantas comunidades salvadoreñas arrasadas por el ejército durante la guerra civil.
En los tres largometrajes de Tatiana Huezo la violencia es un monstruo latente, pero nunca se manifiesta de forma explícita. La realizadora ha dicho en varias ocasiones que siempre ha procurado alejarse del “espectáculo de la violencia”, pues, en su opinión, es algo muy dañino para cualquier sociedad: “Nos ha enfermado más de lo que ya estamos. Ha vulgarizado nuestra realidad, nos ha vuelto indiferentes, insensibles, nos hemos acostumbrado a ello”, comentó en entrevista para Sin Embargo. “Siento que la no representación explícita [de la violencia] es mucho más poderosa para provocar una emoción en el espectador, porque te implica; te toca imaginar tus propios monstruos y tus propios miedos”.
Otro elemento común entre las películas de la cineasta es que fueron producidas por Nicolás Celis, también productor de la multipremiada Roma, de Alfonso Cuarón. Fue Celis quien animó a Huezo a incursionar en la ficción, al proponerle adaptar la novela Prayers for the Stolen —o Ladydi en su traducción al español—, escrita por la autora méxico-estadounidense Jennifer Clement. La cineasta partió de esa historia, acerca de la vida de tres amigas que transitan de la niñez a la adolescencia en las montañas de Guerrero, para escribir su propio guion. La sedujo un punto de vista de la violencia que, en su opinión, ha sido poco explorado: la forma en que la viven las infancias, y en especial las niñas, que en un país como México están más expuestas a la brutalidad.
Tatiana Huezo narró a Letras Libres que buscó hacer una adaptación del libro para aproximarse al universo infantil desde su propia experiencia como madre de una niña de nueve años. De ahí que quisiera impregnar a sus personajes con una actitud rebelde y contestataria, que, como su hija, cuestionan todo de forma constante. “Mientras escribía el guion, me gustaba imaginarme a estas niñas como mujeres que cuestionan la violencia, el silencio y la inmovilidad del mundo adulto; mujeres que adquieren un pensamiento crítico a través de los maestros rurales que llegan al pueblo donde viven y que pueden incidir en su realidad de alguna manera, más allá de la tragedia que hay o que se avecina. En ningún momento quise mostrarlas como víctimas”, dijo.
Por su trayectoria en el cine documental, la veracidad es una de las obsesiones narrativas de la directora. Huezo sabía que no era seguro filmar en Guerrero, el estado que lidera la producción de opio a escala nacional, así que se lanzó ella misma a recorrer el país en busca de una locación verosímil, que estuviera rodeada de un paisaje montañoso donde fuese posible el cultivo de amapola. Finalmente, dio con Neblinas, en la Sierra Gorda de Querétaro, una comunidad pequeñita cuyos habitantes hombres, al igual que sucede en la película, han emigrado en masa a Estados Unidos.
Gracias a las casonas abandonadas que estos migrantes han reconstruido en el pueblo, más por nostalgia que por necesidad, fue posible que el equipo de filmación de unas 100 personas pudiera instalarse allí durante nueve semanas, un tiempo mayor al promedio para rodajes de ficción. Huezo ha contado que fue una experiencia completamente distinta para ella trabajar con especialistas del cine que nunca antes habían formado parte de sus modestas producciones documentales, como el amplio equipo de arte —encabezado por Óscar Tello, conocido por su trabajo en Roma—, otro de efectos especiales, los responsables de vestuario y maquillaje, entre muchos otros. La dirección de fotografía estuvo a cargo de Dariela Ludlow —también fotógrafa de películas como Los adioses y Las niñas bien—, quien filmó el largometraje entero con cámara en mano.
Igual de exhaustiva que la búsqueda del paisaje fue la de las protagonistas. Al equipo le tomó cerca de un año encontrarlas y participaron en la audición alrededor de 800 niñas de comunidades rurales mexicanas, pues la directora estaba convencida de que unas pequeñas actrices de ciudad nunca podrían desenvolverse con naturalidad en un lugar como Neblinas. Durante las entrevistas, Huezo les preguntaba cosas como si tenían animales en casa, cómo era su dinámica cotidiana o cuáles eran sus carencias emocionales. “Lo que yo sé hacer es observar y trabajar con personas reales”, comentó al respecto en Letras Libres.
Además, era fundamental para la cineasta, y se refleja en el casting, que las tres niñas de nueve años fuesen parecidas a las tres adolescentes de 14 que representan a los mismos personajes. Durante los tres meses previos al rodaje las seis chicas estuvieron en un entrenamiento especial con Fátima Toledo, especialista en la preparación de no-actores y conocida por películas como la brasileña Ciudad de Dios. Cuando comenzó la filmación, las niñas ya se habían convertido en mejores amigas.
Cineasta de la realidad
En 1979, cuando Tatiana Huezo tenía siete años de edad, se desató una guerra civil en El Salvador que terminó 12 años después, con más de 80 mil muertos y miles de personas desaparecidas. Muchos pueblos fueron arrasados por el ejército e incluso dejaron de aparecer en los mapas oficiales. La familia de la cineasta dejó el país para instalarse en México, donde más tarde Tatiana cursó sus estudios en el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Ya como egresada volvió a su país natal, donde encontró el motivo para hacer su primera película; fue una tarde en que su abuela la llevó a conocer lo que quedaba de su aldea. Huezo ha contado que lo que vio en Cinquera, a unas tres horas de San Salvador, le provocó una sacudida emocional tan grande que se propuso llevarlo a la pantalla.
Tatiana recuerda los hoyos de metralla y los fusiles incrustados en los muros, los nombres de personas pintados en las paredes y una cola de helicóptero militar, como escombro, en la iglesia semivacía. Las imágenes que había allí dentro no eran las de ningún santo, sino decenas de retratos de niños y adolescentes guerrilleros que habían muerto en el conflicto. “Fue muy impactante ver esas caras y sentirme parecida a ellas. Fue como un espejo; de repente empecé a pensar dónde estaría yo si me hubiera quedado a vivir la guerra en ese país. Quería saber más de lo que había pasado en ese lugar y a su gente”, contó a PuntoCero.
Algunas de las decisiones que tomó Tatiana Huezo durante la filmación de El lugar más pequeño se han convertido en sellos particulares de su cine. Por ejemplo, su convicción para quedarse durante tiempos prolongados en los lugares, conviviendo con sus personajes y logrando momentos cinematográficos únicos. “Como documentalista te toca caminar junto a tus personajes, junto a estas personas, y sentir muy de cerca su dolor, imaginarte en su posición”, ha dicho la directora. Los protagonistas de suópera prima son personas que perdieron todo durante la guerra, pero que a la vez lograron reconstruirse con el paso del tiempo: una mujer sexagenaria que perdió a su hija de 14 años y habla con los fantasmas heridos del pueblo; un campesino que se nombró a sí mismo cronista por ser el único que sabe leer y escribir; y Armando, quien por fortuna encontró una cueva en las montañas que sirvió de refugio para unas 80 personas durante dos años y medio.
Ninguno de ellos cuenta su historia mirando a la cámara, sino a través de la voz en off, un recurso también presente en Tempestad. Huezo quería que el bosque y sus atmósferas, tan importantes para la vida de la aldea, fuesen como otro personaje. Y también desde entonces buscó hacer hincapié en los largos silencios que ella misma experimentó tras escuchar tantas historias de horror. “El silencio es fundamental para mí: la palabra emoción no existe si no hay un espacio para que ese momento de emoción caiga en el espectador. Si no, todo va muy rápido y todo se diluye”, comentó a La Saga sobre los silencios presentes en Noche de fuego.
La crítica Fernanda Solórzano distingue una continuidad temática y narrativa en la obra de Huezo. Sus tres películas “dan voz a ciudadanos indefensos ante individuos violentos, ya sea el crimen organizado o las autoridades o, a veces, juntos en complicidad”. En cuanto a las formas de narrar la realidad, Solórzano reconoce tres niveles . El primero es un hecho ocurrido en el pasado de los protagonistas: una masacre, el secuestro de una hija o una detención injustificada. El segundo nivel es la reconstrucción que los propios sobrevivientes hacen de esos hechos, y que suele resultar en experiencias de memoria dolorosas y catárticas. El tercero ocurre en la imaginación del espectador por medio de imágenes no relacionadas que acompañan a estas narraciones y que nada tienen que ver con las violaciones, torturas o los asesinatos que describen. “El espectador imagina lo que está escuchando y esto puede ser igual o más poderoso que una imagen concreta”, comenta Solórzano en su columna en video Cine Aparte.
El caso más claro de lo anterior es cuando Miriam Carvajal, a quien nunca vemos en pantalla, cuenta su historia en Tempestad, una película por la que Tatiana Huezo ganó el premio Ariel a Mejor Dirección, convirtiéndose así en la primera mujer en la historia de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas en hacerlo. Miriam era una amiga cercana de muchos años de la documentalista y trabajaba en el aeropuerto de Cancún cuando fue acusada de trata de personas por el Instituto Nacional de Migración. Un abogado de oficio le informó que la suya era una situación política, con la que las autoridades buscaban simular buenos resultados en la impartición de justicia. Que a personas como ella las llamaban “los pagadores”, pues eran seleccionados para pagar por los delitos de otros. Así es como Miriam fue enviada a un penal de Matamoros, Tamaulipas, que era parte de los dominios de un cártel del crimen organizado. Los presos y las presas no llevaban uniformes y debían pagar cuotas mensuales elevadas para no sufrir torturas.
El documental comienza con la voz de Miriam narrando su salida inesperada de la cárcel en 2010, cuando se encontró sola, sin dinero, rota en todos los sentidos, y así debió emprender el viaje de regreso a su casa en Tulum, Quintana Roo. Cuando Huezo se propuso llevar al cine la historia de su amiga, eligió hacer ese mismo recorrido de más de dos mil kilómetros por el Golfo de México, y mostrar a los espectadores los hallazgos de su mirada atenta a los detalles: imágenes de la vida cotidiana en los autobuses, en las centrales, en hoteles de paso, en los puestos de carretera, en los mercados. Al mostrar tantas caras de mujeres y hombres, niñas y niños, mientras la voz de Miriam recuerda el sufrimiento de su vida en la cárcel, la cineasta sugiere que cualquier habitante de este país es susceptible de sentir en su cuerpo el atropello y la violencia. “Quise transmitir con fuerza la sensación de vulnerabilidad a la que estamos expuestos todos en este momento”, dijo Huezo en una cápsula sobre su trabajo producida por la Cineteca Nacional.
También cuenta que reencontrarse con su amiga devastada fue un golpe muy fuerte que la impulsó a verse en el espejo: “Me confrontó con mi propio miedo, me hizo mirarme y pensar en la posibilidad de ser yo la que hubiera estado en el infierno que le tocó vivir a Miriam”. La violencia había llegado hasta la puerta de su casa; vio sus huellas profundas en una persona querida y entonces supo que no podía quedarse indiferente ni en silencio. Para contar esa historia tan cercana, fue ella quien tuvo que hacer un trabajo de preparación emocional. “Es una película muy cercana y personal, igual que la anterior”, dijo Huezo a tv unam. “No puedo entender el cine desde otro lado; trabajo desde las cosas que me tocan, me enamoran y me duelen”.
Cuando ya estaba inmersa en el proceso de investigación para Tempestad, y por medio de su acercamiento a organizaciones de derechos humanos, la cineasta conoció la historia de Adela, cuya voz alterna con la de Miriam en el documental. Adela es una madre que ha pasado la última década buscando a su hija desaparecida y recibiendo amenazas de muerte por hacerlo. Las señales parecen sugerir que a Mónica se la llevó una red de trata, parecida a la que acecha a las niñas en el pueblo de Noche de fuego.
Tatiana Huezo quiso incluir otra historia en Tempestad porque el relato de Miriam por sí solo era demasiado oscuro. Y Adela llamó su atención cuando, disfrazada de payaso, marchó por Ciudad de México buscando justicia para su hija. Ella es payasa profesional y toda su familia trabaja en un circo ambulante. Las imágenes de esa vida circense y los lazos de amor y complicidad que se forjan entre sus integrantes iluminan de cierta forma las tormentas que empapan la vida de las protagonistas. Una escena de Tempestad muestra a Adela sentada bajo una carpa acompañada de sus tres sobrinas; se ríen a carcajadas durante largos minutos y enseguida lloran juntas la ausencia de Mónica. Su dolor y su resiliencia se vuelven tan cercanos como la mirada de quien se quedó a acompañarla durante un cierto tiempo. .