Tal era su hambre
Majo Delgadillo – Edición 494
Las niñas caminan alrededor de su jardín exuberante de verde y de humedad. Nadie lo cuida. Las niñas no lo permiten. Como los gatos salvajes en la nieve, las niñas siguen las pisadas de la que camina al frente. Las niñas intentan no dejar rastros
Tan indisolublemente unidos, hubieran derrotado un ejército, una manada de lobos hambrientos, una peste, el hambre, la sed, o el cansancio aplicado que extermina a las civilizaciones.
—Silvina Ocampo, Tales eran sus rostros
Las niñas despiertan. Sus párpados aletean y sus labios se entreabren en un único bostezo. Las niñas lo hacen todo al mismo tiempo. Trece pares de manos se elevan hacia trece rostros y tallan el residuo de la noche anterior. Las niñas comparten el mismo sueño todas las noches. Las niñas se irguen sobre la cama, dan media vuelta y posan las dos piernas sobre el suelo de madera. Las trece camas rechinan en un quejido. El sistema nervioso debajo de los trece pares de pies lanza una señal inmediata. Ninguna dice nada: las niñas no hablan. Las niñas se levantan de la cama y miran hacia la derecha y hacia la izquierda. No necesitan comprobar que las demás siguen ahí, pero lo hacen. Después, las niñas extienden los brazos y giran las muñecas. El crujido de sus huesos armoniza con el eco de la casa: el sonido de las cosas que se mantienen húmedas y a oscuras.
Las niñas caminan en hilera. Con los camisones blancos y los ojos enormes, las niñas parecen una procesión inmaculada hacia la redención o la ofrenda. Rodean las camas y avanzan hacia los baños en donde hay trece lavamanos y trece espejos esperándolas. Las niñas se lavan la cara con un jabón blanquísimo. La espuma sobre sus rostros las distorsiona. Las niñas podrían ser ángeles, alas circulares que contienen ojos-burbujas reflejando la luz fluorescente. Las niñas se enjuagan y secan las gotas que corren por sus barbillas. Las niñas son casi idénticas, pero mirándolas con atención es posible descubrir sus diferencias: los ojos y el cabello en colores distintos; los dedos largos de algunas; las uñas desiguales. Su parecido es un truco: la precisión de sus movimientos, los gestos repetidos en sus rostros como espejos de la otra. Las niñas no tienen nombres y han estado siempre en esta casa.
Las niñas se miran al espejo. Todas las mañanas, las niñas se miran al espejo y repiten el mismo gesto. Con lentitud, los bordes de sus labios se extienden hacia las orejas. Es casi una sonrisa. Es un gesto sin felicidad detrás de los músculos. Justo antes de completarse, la curvatura sale del eje y las mandíbulas se mueven hacia abajo. Las niñas extienden los labios y se miran las encías y los dientes. Rosa y blanco y azul. En el reflejo, las venas y la carne húmeda. Las niñas pasan las lenguas tibias por sobre la superficie de sus colmillos. Blanco y sólido contra la ternura del músculo. Las niñas se miran al espejo, fijando la mirada en ese fragmento de sus rostros. Lo único realmente idéntico: las hileras de dientes diminutos y afilados.
Las niñas regresan a la habitación. Mientras se quitan el camisón, el dormitorio parece un cielo repleto de nubes. Las niñas se visten en orden. La blusa blanca. Las calcetas largas. La falda negra. No se miran entre ellas. Las mujeres que las observan desde las esquinas de la habitación también bajan la mirada, aunque algunas espían por entre las pestañas. Las niñas tienen cicatrices secretas. Marcas de uñas y de círculos formados por la presión afilada de la punta de sus dientes. Pedazos de historias que recuerdan lo que ocurre en el anfiteatro. Las niñas, casi siempre, tienen hambre. Las niñas son parte de la casa. Un regalo que hay que alimentar. Un amuleto para casi todas. Las niñas se cepillan el cabello. Hay una precisión en sus movimientos que es imposible imitar. Una intención oculta que se asoma sólo en el límite. Las niñas son como aves de presa o tiburones. Las niñas huelen cierta sangre. Es importante recordar que las niñas huelen cierta sangre.
Las niñas bajan las escaleras y se sientan alrededor de dos mesas de madera. Por las ventanas se asoma su jardín. El anfiteatro, al fondo, espera a que oscurezca. Las niñas no miran hacia afuera. Las niñas se sientan quietas y esperan. No estudian. Existe un registro de las lecciones que tomaron hace años: canto, costura, danza. Ya no las necesitan. Todas las lecciones están resguardadas en la memoria que comparten. Por las mañanas, las niñas reciben un cuaderno de papel amarillo y dibujan. Nadie sabe cuándo dejaron de hablar. Nadie sabe, tampoco, cómo decidieron dibujar. Las niñas comparten el mismo sueño todas las noches. Las niñas sueñan que cazan y que comen y sus dibujos ilustran ese momento. El hambre. El rojo. La presión del lápiz que se marca en las siguientes páginas.
Las niñas no hablan. Su silencio se extiende hasta las mujeres que las cuidan. Cuando son seleccionadas para esta tarea, ellas dejan todo de lado: sus familias, su escuela, su ropa. Con sus vestidos largos y azules, y el cabello atado en un moño, terminan también por parecerse entre ellas. Las vidas de las mujeres se centran en la serie de hechos verdaderos que giran alrededor de las niñas. Las niñas no crecen. Las niñas no hablan. Las niñas tienen hambre de algo sin nombre que les permite cantar, cuando lo sienten cerca. Algo que ellas cocinan. Algo que, los fines de semana en el anfiteatro y frente a un público conmocionado, se sirve en una mesa de manteles largos y cristalería.
Las niñas dibujan. Las páginas amarillas de los cuadernos producen dos sonidos: el de los lápices sobre el papel y el de las páginas que se completan y a las que se les da vuelta. Como en un trance, las niñas se mantienen tensas. Ninguna se levanta sola. Se esconden detrás de sus movimientos exactos. Al mediodía le sigue la primera excursión hacia el exterior. Las niñas caminan alrededor de su jardín exuberante de verde y de humedad. Nadie lo cuida. Las niñas no lo permiten. Como los gatos salvajes en la nieve, las niñas siguen las pisadas de la que camina al frente. Las niñas intentan no dejar rastros. Nada más de lo necesario: los dibujos que repiten las escenas de sus sueños, las marcas sobre el pasto sin cortar, la ropa que otras zurcen y lavan, los huesos roídos después de comer. Las niñas se sientan en un círculo debajo del árbol más alto y se toman las manos. No cierran los ojos. Si se les viera desde lejos, cualquiera pensaría en un día de campo o en la excursión de un convento.
Por las tardes, las mujeres comen mientras las niñas duermen. Algunas, las más jóvenes, se hacen preguntas sin respuesta. Cómo sería ser una de las niñas. Cómo será soñar con cazar toda la noche. Pero ninguna dice nada. La casa de las niñas está sumida en el silencio. Después de comer, las mujeres llevan los vestidos blancos y los dejan sobre los baúles al pie de cada cama. Cuando se despiertan, las niñas se miran. Algunas mujeres han sentido ternura al verlas recién levantadas con el cabello revuelto. Nostalgia o cautela. Las ganas de cuidarlas y abrazarlas al mismo tiempo que el olor a carne quemada las inunda. Las imágenes del hambre que las mueve. Hay una clase de miedo en las manchas rojas en los vestidos que lavan con agua caliente y las hileras de dientes diminutos y afilados.
El anfiteatro reluce. El brillo de las lámparas ilumina el centro del escenario. El público anticipa la mesa, los manteles, el sonido de cuchillo contra hueso. Vestidas de blanco, las niñas parecen flotar mientras cantan, juntas, canciones que el público murmura por lo bajo. Las niñas no hablan, pero cantan cuando están a punto de comer. Hay grupos de personas que vienen cada semana, y hay familias que reúnen el dinero para verlo una sola vez. Después de ser testigos, todos compartirán historias de lo que vieron. “Es importante recordar que las niñas huelen la sangre”, rezan las letras diminutas en el programa de mano que desglosa el espectáculo. Primer acto: canciones. Segundo acto: el hambre. Los vestidos de las personas sentadas en el semicírculo de la primera fila relucen bajo los reflectores, los aretes tintinean y los tacones de aguja se hunden entre el lodo y el pasto sin cortar. Hay un cierto nerviosismo que recorre el espacio. Las voces de las niñas se elevan y luego se callan, y las mujeres que las cuidan proceden a reacomodar el escenario. Llevan las mesas, los manteles, los cubiertos. Las niñas, con sus vestidos todavía blancos, se sientan detrás de la mesa. Los platos limpios permanecen vacíos. En el escenario se proyecta un video. Cada semana es distinto. Las imágenes son las de la vida del hombre. Sus manos. Su boda. Siempre es un hombre. Los asistentes se miran buscando quién falta. Siempre es un hombre con un secreto sobre su deseo o sobre su violencia. Todos se sienten nerviosos y afortunados por una semana más. Las niñas tienen hambre de algo: de deseo o de violencia. De un hombre. Aunque no lo dirían en voz alta, las mujeres en el público sienten algo parecido a la satisfacción o a la justicia. Las niñas no se mueven hasta que las imágenes corren por completo: un par de minutos muestran esa vida. El video se repite, pero la quietud se rompe. Los platos tintinean con el movimiento. Las niñas, que hacen todo al unísono, abren la boca. Inhalan el aire perfumado a especias y a carne. A cabello quemado y a carbón. El público aplaude. Sobre la mesa hay platos llenos: cortes brillantes de jugos y de grasa. Las mujeres de vestidos azules se relamen los labios y olvidan la resistencia de esos huesos anchos. Detrás de bambalinas hay más platos. Horas más tarde, en su habitación de camisones blancos, las niñas soñarán con esto: con el hambre. Con el rojo de la carne tibia. Ahora, las niñas eligen una costilla. El público vitorea. Las niñas abren la boca. Un hombre, sentado en la primera fila, siente vértigo. Náusea. Siente la presión en una extremidad fantasma. Las niñas muestran los dientes, blanquísimos y afilados, y muerden la carne tierna que cede casi de inmediato.