Susana López Charretón: explorar lo invisible
Juan Nepote – Edición 463
Distinguida con el Doctorado Honoris Causa que le otorgó el Sistema Universitario Jesuita, la viróloga mexicana ha llevado a cabo un trabajo de enorme importancia en los terrenos en que la ciencia está al servicio de la salud de la población. En esta conversación repasa su trayectoria, aborda el estado de las investigaciones en su área y reflexiona acerca del papel de las mujeres en el mundo de la ciencia
Existe un diminuto universo ajeno al ojo humano: el reino de los microorganismos, habitado por virus y bacterias. Imposibles de ser detectados a simple vista, los virus se multiplican entre los tejidos, se transportan mediante la sangre a lo largo de los nervios, infectan al organismo. Han modificado la historia de la humanidad destruyendo dinastías enteras. De este lado del mundo, los virus tuvieron un papel determinante para que un puñado de hombres venidos de España venciera a una cantidad muy superior de guerreros aztecas; un solo virus, el causante de la viruela, ha matado casi al triple de la totalidad de sujetos que fallecieron en toda las guerras del siglo XX.
Por eso, Peter Medawar, virólogo que recibió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1960, aseguraba que un virus es “un pedazo de ácido nucleico rodeado por malas noticias”. En México lo sabemos bien. Basta recordar el torbellino mediático que produjo la presencia masiva del virus de la influenza A(H1N1). En el caudal de alarmas, noticias apocalípticas e incluso comentarios que negaban la existencia de aquel virus, destacó una voz, sensata y contundente: la de la doctora Susana López Charretón, quien el pasado 5 de marzo recibió el Doctorado Honoris Causa que le entregó el Sistema Universitario Jesuita (SUJ), conformado por el ITESO, la Universidad Iberoamericana (Ibero) Ciudad de México, León, Puebla, Tijuana y Torreón, el Instituto Superior Intercultural Ayuuk (ISIA) y el Tecnológico Universitario Valle de Chalco .
Viróloga adscrita al Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), López Charretón ha recibido gran cantidad de reconocimientos: la Medalla Sor Juana Inés de la Cruz, por parte de la UNAM; el Premio de la Academia Mexicana de Ciencias; los premios de The World Academy for Sciences y de L’Oréal-UNESCO para Mujeres en la Ciencia; así como el Carlos J. Finlay, que también otorga la UNESCO, entre otros. La científica, cuyas áreas de investigación son genómica funcional de la interacción virus-célula hospedera y epidemiología, diagnóstico y metagenómica viral, cursó, de forma prácticamente ininterrumpida, la licenciatura, la maestría y el doctorado en Investigación Biomédica Básica en la Universidad Nacional Autónoma de México, entre 1976 y 1986, formación que completó con estancias de investigación en el California Institute of Technology de California, en el National Institute of Health Sciences de Japón, en Tokio, y el Instituto Nacional de la Investigación Agronómica en Jouy-en-Josas, Francia. En la valoración que se hizo de su obra científica a fin de proponerla a la más alta distinción que entrega el ITESO, se identifica que “ha ampliado las fronteras del conocimiento de los virus con un enorme compromiso social al elegir trabajar con el rotavirus, que es una de las principales (o la principal) causas de muerte en niños pequeños marginados”, además de destacar su empeño en formar investigadores especializados en virología, junto con su compromiso con la divulgación científica y su defensa del reconocimiento al trabajo de las mujeres en la ciencia.
Amable, dueña de una voz templada y afectuosa que denota alegría por charlar sobre lo que hace todos los días, gentil y libre de toda arrogancia, la doctora López Charretón conversó con MAGIShoras antes de la ceremonia que el ITESO preparó para ella, en la Sala de Presidentes de ITESO, A. C., en uno de cuyos muros están impresas unas palabras que describen perfectamente a la galardonada: “Magis: Buscar en la acción, en el pensamiento y con los demás, el mayor servicio, el bien más universal”.
Dibujo azteca de víctimas de viruela, siglo XVI. Foto: cdn.expansion.mx
Hay quien asegura que siempre buscamos dedicarnos a aquello que jugamos en la infancia. ¿A qué jugabas cuando fuiste niña?
Sí, es muy chistoso: de niña yo jugaba a cazar lagartijas, a abrirlas y sacarles las tripas, a ver qué tenían dentro, o a cazar caracoles, o a agarrar muchas moscas y meterlas al congelador para ver si sobrevivían… En mi casa nada tiene que ver con la investigación científica. Yo ni siquiera sabía que existía la investigación. Y, sin embargo, desde chica mi pasión era andar detrás de lagartijas y lombrices: como si la Biología ya la trajera dentro de mí. Me siento súper afortunada por haber tenido esa claridad; con mis hijos he visto lo difícil que es tener que decidir, a los 18 años de edad, qué hacer de tu vida. Y yo nunca tuve dudas. También jugaba a la comidita y otras cosas así, pero eso de cazar lagartijas o echarles sal a las lombrices…
¿A qué se dedicaban tus papás?
Mi mamá, que desde muy chica quedó huérfana, trabajaba como educadora, y se casó muy joven. Y mi papá tenía una farmacia, pero no era farmacéutico, sino que para él era un negocio como pudo haber sido cualquier otro. Ésa fue otra gran fortuna que tuve, porque ellos, a pesar de no ser profesionistas, nos dejaron decidir completamente a qué nos dedicaríamos mis cuatro hermanos y yo. No hay que olvidar que estamos hablando de una época en que las mujeres estudiaban cuando mucho secundaria o prepa y ya, porque luego te ibas a casar: entonces ¿para qué seguir en la escuela? Mis papás fueron súper respetuosos cuando yo les dije que quería estudiar una carrera. Tengo presentes algunas conversaciones con mi mamá, cuando yo le decía: “No quiero ser como todas, que tu vida ya está hecha porque debes casarte, tener hijitos y sólo dedicarte a tu casa. ¡Eso no se me antoja!”. Y ella me decía: “Tú haz lo que quieras”. Eso es muy padre, ese apoyo es fundamental. Los hermanos de mi papá lo molestaban porque yo quería estudiar y él me defendía sin ni siquiera comprender bien lo que yo hacía, porque mi familia no era de cultura científica ni nada por el estilo. Pero él me veía contenta y me apoyó toda la vida.
En la escuela, ¿encontraste eco para esos intereses que ya tenías?
Estudié la primaria, la secundaria y la preparatoria en el Colegio Simón Bolívar, una escuela de monjas donde las clases de Biología eran fantásticas, igual que las de Química. En la prepa tuve un profesor de Anatomía que sí fue una influencia, porque nos hacía pensar mucho, pero fueron algunos casos específicos. Para mi modo de ver, la escuela fue y sigue siendo muy mala: en general, no te hacen pensar, sino que tratan de obligarte a que te grabes las cosas y las repitas una y otra vez… y si tú no entiendes algo o no eres capaz de seguir ese ritmo, nada más no puedes con la escuela. Con aquel maestro todo era racional, aprendíamos anatomía de manera racional. De hecho, fue así que primero pensé en estudiar Medicina, porque a pesar de que la Anatomía es pura memoria, él te llevaba a racionalizarlo todo, a ser muy lógico, y aprendí mucho de él. También tuve una maestra de Química que era genial, de esas personas que te dicen: “Tú eres buena”, y te emociona seguir adelante. La escuela fue buena, pero muy poco formativa en un sentido más amplio o integral del tipo “Vean el mundo alrededor, no sólo es tal y tal, sino que existe la investigación”. Al margen de estas historias, estoy segura de que, dentro de mí, ya estaba consolidada la pasión por la Biología y la Química.
Foto: mamalette.com
Ya con esa convicción, ¿cómo elegiste en qué querías especializarte?
Ésa sí es una historia de azar y buena fortuna. Cuando salí de la preparatoria pensé que todo eso que tenía dentro se traducía en convertirme en médica. Entonces busqué a un primo mío que por aquellos años realizaba guardias en el Hospital General de México, que después se cayó con el temblor de 1985. Me invitó a hacer una guardia con él en ese hospital, donde paren como veinte mujeres cada noche. ¡Salí diciendo que jamás iba a dedicarme a algo así! Pero la experiencia me sirvió para darme cuenta de que me gusta mucho entender por qué nos enfermamos, me gusta mucho entender la bioquímica y la biología del ser humano. Pero no sirvo para el trato médico. Yo no puedo curar a alguien: me duele lo mismo que le duele a la gente. Si no podía ser Medicina, entonces, ¿qué alternativa me quedaba? Pensé: “Voy a ir a la Facultad de Química de la unam”. En el camino descubrí el Instituto de Investigaciones Biomédicas en Ciudad Universitaria y pensé: “¡Mira! ¡Aquí hay algo! ¡Médico e investigación, qué emocionante!”. Me metí a preguntar, muy inocentemente, qué hacían ahí, y me llevé una sorpresa: estaban abriendo una carrera en Investigación Biomédica Básica, y justamente ese día era el examen de admisión. “¿Lo quieres hacer?”, me preguntaron. Y como el que nada debe nada teme, me aventé al examen. Y sin haberlo planeado entré en una carrera padrísima que es perfecta para quien sabe lo que quiere, porque es un riesgo tremendo entrar a una carrera de investigación si no estás convencido de que a eso te quieres dedicar. Tuve muchísima suerte…
Y en la Universidad, ¿cómo encontraste tu camino de especialización?
Durante la licenciatura nos rotaban de laboratorio cada año —éramos seis estudiantes en toda la generación: las dos anteriores tenían sólo cuatro alumnos— y luego tú escogías el que más te gustara. Un par de años antes había llegado al Instituto un investigador chileno que había estado exiliado en Estados Unidos y que trabajaba con rotavirus. Platicando con él, me di cuenta de lo padre que era la idea de trabajar con rotavirus, porque se habían descubierto apenas en 1973 (esto sucedió hacia 1980), así que se conocía muy poco de ellos y se abría todo un camino por explorar. Además, este investigador chileno, Romilio Espejo Torres, es absolutamente encantador y un buen seductor: te convence muy bien de lo valioso que es su trabajo, de manera que empecé a hacer mi tesis con él, y me encantó. La realidad es que yo tenía planeado irme a hacer la maestría en plantas, pero algo me decía que no era buena idea. Yo necesitaba una justificación moral, sentir que estaba aportando algo. Y a la investigación en plantas no le vi ninguna justificación así; no es que no la tenga, es que yo sentía que era mucho más directo trabajar con rotavirus, que se me abría la oportunidad de trabajar la ciencia más básica de este virus y que a la larga esos estudios podrían representar una aportación para desarrollar una vacuna, una cosa terapéutica, algún tipo de prevención. Y me quedé con los virus, ya no hice nada de plantas…
¿Cómo es el trabajo con virus?
Existen distintos tipos de estudio en virología. Puedes hacer epidemiología, colectas muestras de personas enfermas y luego realizas estudios bioquímicos para ver si tienes o no tienes el virus, a través de anticuerpos: cosas como de laboratorio rutinario, para generar un diagnóstico. Eso te permite determinar cuánto del virus hay en tu población, qué tan real es el problema de infección en tu país, etcétera. En nuestro laboratorio empezamos haciendo algo de epidemiología, porque entonces no se sabía nada del rotavirus en el país; recolectábamos muestras de niños y veíamos qué tan frecuente era la presencia del virus en México. Pero, en realidad, el tipo de biología que nosotros hacemos es más biología de laboratorio; no es epidemiología de laboratorio o de campo, en la que tú tratas con personas, sino que estudiamos el virus como tal, por separado. Y como no puedes tener niños o animalitos produciendo virus, entonces empleamos el cultivo de células —puedes sembrar células en una cajita para infectarlas—. Los virus no crecen solitos, sino que se desarrollan adentro de células. Ésa es la razón por la que causan enfermedades: que se trata de parásitos. Con esta técnica de cultivo de células puedes infectar una gran cantidad de células y obtener muchísimos virus, de manera que con esas condiciones eres capaz de hacer las preguntas que quieras: “¿si pongo esta droga, el virus crece más o crece menos? ¿Si uso otro tipo de célula el virus crece a menor ritmo?…”. Todo el trabajo que hacemos en nuestro laboratorio se hace con células in vitro. El ideal de un trabajo en virología es tener un modelo animal. Un modelo en que finalmente tú puedas probar de qué manera afecta el virus a las células y cómo enferma a tal o cual animal. Una vez hecho esto, viene el trabajo de desarrollar alguna vacuna y probar si ésta previene que tu animal se enferme. Nosotros nos hemos dedicado a estudiar cómo el virus encuentra la célula que quiere infectar y qué hace adentro de la célula para multiplicarse. Ése es el tipo de estudio que hacemos, a través de herramientas de Ingeniería genética y de Biología molecular.
Estudiante en los laboratorios del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM. Foto: dgcs.unam.mx
Si existe una vacuna contra el rotavirus, ¿por qué es la causa de tantas muertes? ¿Cuánto desconocemos de su comportamiento, o qué estamos haciendo mal?
Cuando nosotros empezamos, casi acababa de descubrirse el rotavirus y no se sabía nada de él. Desde luego, no existía una vacuna. Después de unos treinta años se logró generar una primera vacuna, que se aplicó más o menos en 1998. Porque elaborar una vacuna es una cosa complicadísima: primero hay que probarla en animales; debes tener un modelo de enfermedad en animales y demostrar que ese tipo de vacuna los protege; luego, trabajar con voluntarios adultos para constatar que nos les pase nada, pero tampoco puedes infectar a estas personas. Después tienes que bajar la edad para trabajar con niños. Es un proceso de al menos cinco años para demostrar que una vacuna no le hace daño a nada ni a nadie y que se la puedes dar a un bebé recién nacido: ¡estamos hablando de cosas muy serias! Llegando a esa etapa, no puedes infectar a nadie. Y, al final, debes esperarte a los resultados de la aplicación de la vacuna, ver si el vacunado efectivamente se protegió y el no vacunado no se protegió. Es un estudio complicado. Cuando en Estados Unidos autorizaron aquella primera vacuna, se inmunizó como a un millón de niños, pero pronto notaron que algunos de ellos presentaban un problema de intususcepción, esto es, que el intestino se repliega, como si fuera un teles-
copio al cerrarlo. Tu intestino se obstruye y, si no te atienden a tiempo, te puedes morir. Y este problema lo asociaron con la vacuna, a pesar de que no estaba cien por ciento demostrado. Surgió un pánico terrible al pensar que la vacuna estuviera causando este fenómeno y la pararon. Algún tiempo después se demostró que no había una asociación clara entre la vacuna y los problemas de intususcepción, pero en Estados Unidos ya no querían aplicar la vacuna. Para aprovechar todo el trabajo de investigación que se había desarrollado propusieron poner la vacuna en otros países, pero hubo una negativa absoluta, con el argumento de “Si no le das algo a tu propio hijo, cómo se lo das al vecino”. Aquello fue una tragedia para los laboratorios Wyeth-Ayerst Lederle. Después, hacia 2006, salió una nueva vacuna llamada Rotarix, junto con otra de nombre RotaTeq. Son modificaciones de la primera y ya se aplican, pero apenas hace 10 años que estamos en eso. Antes se moría medio millón de niños cada año en todo el mundo. ¡Eso es muchísimo! Son unos números espantosos… Desde 2013 existen datos que muestran que esa mortandad ha bajado a la mitad en todo el mundo. Pero 250 mil muertes anuales siguen siendo demasiadas. ¿Qué estamos haciendo mal? En parte, que la vacuna es cara y no todos los países tienen acceso a ella; además, los países poco desarrollados, con altos índices de pobreza, tienen otro tipo de complicaciones intestinales. Los niños de África, de Asia, por ejemplo, tienen otras infecciones asociadas que provocan que la vacuna pierda su eficacia. Por eso todavía queda mucho por estudiar y tenemos que entender por qué la vacuna no pega igual de bien en todos los países. Por otro lado, todos los virus, como se multiplican tantísimo, mutan, cambian muchísimo, y entonces estamos esperando que muy pronto surjan virus resistentes, que ya evolucionaron y sobrepasan a la vacuna. Seguimos al pie del cañón para ver cómo mejoramos esto.
¿Qué importancia tiene la divulgación científica en todo esto?
Una, como investigadora, sabe que tiene que hacer divulgación, pero no te cae el veinte hasta que sucede algo importante. A mí me pasó en 2009, con la epidemia de la influenza A(H1N1). Normalmente nos llaman de los medios de comunicación para preguntarnos sobre algún problema y simplemente contestamos: “Yo no trabajo con ese virus”, y ya está. Pero en ese entonces yo escuchaba los noticiarios y pensaba: “¿Pero a este burro quién le dijo eso?”. Se escuchaban auténticas barbaridades. ¿Cómo podían estar diciendo estas cosas? Así que cuando me contactaron para que hablara de este virus de la influenza estuve a punto de responder que no era mi área de trabajo, pero dije: “Por lo menos sé más de lo que conoce quien está al micrófono”. Pedí que me dieran un tiempo para estudiar y preguntarles a colegas, porque la influenza fue tremenda. Ese mismo día nos mandaron llamar de la Rectoría de la UNAM (nuestro laboratorio está en Cuernavaca y allá vivimos) para preguntarnos si debían suspender actividades o qué debían hacer. Estuvimos en un montón de juntas y nos pidieron que no aceptáramos una entrevista si no era a través de Comunicación Social de la UNAM, y eso que en la Rectoría siempre han sido muy respetuosos, nunca nos ha pedido nada en nuestra relación con los medios de comunicación. Pero esa vez tenían temor —con mucha razón— de que termináramos asustando a la gente, o que, de plano, no informáramos y dijéramos que no pasaba nada y todos a la calle. El chiste era que todos estuviéramos sincronizados. Comunicación Social dirigía a los periodistas con gente que verdaderamente supiera de lo que estaba hablando y a nosotros los investigadores nos cuidaron mucho para ponernos a dialogar con comunicadores conscientes. Y es que en México, la verdad, si dices alguna pequeña cosa que suene a alarma, se convierte en la nota principal. Los investigadores tenemos que aprender mucho sobre cómo trabajar con la prensa. Por eso, en 2009 armamos un curso intensivo de dos meses para ayudar a armar mensajes, modular la voz. Fue un taller con el Rector de la UNAM y con periodistas: todos teníamos que entender lo mismo porque no sabíamos qué tan grande era el problema. Luego de aquella experiencia nos quedó muy claro que somos escasos los virólogos en México, y que, por lo tanto, necesitábamos hacer algo más organizado, colegiado, porque la realidad nos puede rebasar fácilmente. A partir de 2009 hemos tenido otras epidemias de menor escala, pero hace como tres años tuvimos otra epidemia, y otra vez la misma historia de que iba a llegar a México, de si estábamos listos para algo así. Nos dimos cuenta de que necesitamos estar organizados: no podemos tratar de resolver los problemas cuando ya estamos metidos en el centro de los problemas. Necesitamos anticiparnos a ellos.
¿Fue entonces cuando surgió la Red Mexicana de Virología?
En 2009 éramos prácticamente los mismos los que íbamos a las reuniones a las que convocaban la UNAM o la Secretaría de Salud del Gobierno de la Ciudad de México o el Conacyt. Pensamos que debíamos organizarnos mejor, establecer algo así como una Red de Epidemiología. No teníamos muy claro cómo, pero sí queríamos hacerlo. Alguien sugirió que nos conformáramos en una red con el auspicio de Conacyt, y así lo hicimos. Desde hace tres años echamos a andar la Red Mexicana de Virología (redvirologia.org), desde donde tratamos de impulsar la educación en virología. ¡Queremos más virólogos! Los apoyamos con dinero para que vayan a congresos a presentar sus trabajos, damos cursos en todos lados, tenemos una página de Facebook, hacemos cápsulas con información general. Después de la influenza vinieron el zika, el chikungunya, por eso hemos estado dando muchas pláticas de enfermedades emergentes. Nos interesa muchísimo la divulgación. Hemos continuado con la propuesta de talleres para periodistas, donde les enseñamos algo de virología, junto con talleres para escribir de ciencia. Todo eso gracias a los fondos de Conacyt, y ha funcionado muy bien. Hemos hecho un convenio con @CurarseEnSalud, que están muy activos en Twitter y presentan infogramas muy bien resueltos, y planeamos publicar un libro de virología para niños este mismo año. Ahora yo soy la responsable de la Red y estamos en el proceso de encontrar la manera de seguir adelante con este gran esfuerzo de divulgación científica en el que está inmerso un gran grupo de investigadores que hacen todo esto sin recibir algo material a cambio.
Foto: dgcs.unam.mx
Ustedes han conformado un grupo muy sólido en investigación y divulgación científicas en México. Pero, ¿no se trata de una excepción? ¿Cómo está la situación de la ciencia en nuestro país?
Mi marido [el doctor Carlos Arias Ortiz, Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Ciencias Físico-Matemáticas y Naturales en 2014] y yo vivimos dos años en el Instituto de Tecnología de California, en Pasadena, y nos gustó mucho, todo funcionaba muy bien. Pero siempre tuvimos clarísimo que somos mexicanos y que no queríamos criar a nuestros hijos en una cultura que no fuera la nuestra. La realidad es que la formación integral es muy diferente entre países. Nunca dudamos que queríamos hacer nuestro trabajo en México, vivir en México, criar a nuestros hijos en México. Allá nos ofrecieron trabajo y yo les dije: “No, muchas gracias”. En el extranjero se puede trabajar padrísimo, pero el trabajo no es lo único en la vida. Nosotros amamos muchísimo a nuestro país. Pero ese convencimiento tan grande que yo tenía se ha modificado en los últimos años a causa de la violencia: no considero justo que un buen día no llegues a tu casa porque te tocó la mala suerte de recibir un balazo en la calle. Estas condiciones han hecho flaquear el mexicanismo que yo tenía. Me encantaba traer invitados de todas partes del mundo y convencerlos de que vinieran a México porque era el mejor país, pero ahora me cuesta mucho. Hubo una tragedia gravísima en nuestro laboratorio: mataron a un miembro de nuestro laboratorio en plena calle, un día cualquiera a las diez de la noche. Ante algo así te das cuenta de la vulnerabilidad en que estamos diariamente, que eres uno más de los que vivimos en un riesgo constante… Sigo amando a mi país, no me voy a ir de aquí, pero… México siempre había sido un lugar difícil para hacer ciencia, aunque si te empeñabas y trabajabas duro, lo conseguías. En ciencia nada es fácil, hay que trabajar muy duro. Y se necesita dinero, hay que estar consiguiendo financiamiento y trabajar muy duro para destacar. Una gran ventaja que yo he tenido es que en nuestro laboratorio trabajamos mi marido y yo, como equipo. Trabajar entre los dos facilita bastante las cosas y nos hace mucho más competitivos a nivel mundial. Cuando a uno le flaquea algo, está el otro; todo el dinero que conseguimos va al mismo laboratorio.
En nuestro país siempre hemos vivido en crisis, pero ahora la situación es mucho más grave: hace diez años que en la UNAM no hay nuevos contratos, y yo creo que lo mismo sucede en los centros de investigación de todo el país: ¡no hay plazas de trabajo! Esto quiere decir que tenemos una generación perdida. Estamos los viejos y están aquellos que actualmente estudian, pero en medio hay un gran vacío. En las universidades se nota mucha exigencia para que se formen doctores, se buscan estímulos para que obtengan el grado, ¿y para qué? ¿Dónde los van a contratar? Han surgido algunos programas temporales, como las Cátedras Conacyt, en las que te contratan dos años, pero únicamente son paliativos. Yo sigo convencida de que la ciencia es padrísima, una profesión divertidísima, pero no podemos ignorar que cada vez es más difícil hacer ciencia. Lo veo con mis estudiantes. En general, mi manera de guiarlos es sugerirles que cursen el doctorado en México, porque en la UNAM y en muchas otras universidades de nuestro país hay excelentes programas de doctorado, y al finalizar pueden irse a hacer estancias posdoctorales al extranjero. Eso es fundamental, aprender de esas experiencia internacionales, pero tiene menos sentido buscar el doctorado en otro país, porque realmente hay una excelente oferta aquí, y en el extranjero la filosofía de trabajo es muy distinta, tendrías que estudiar de una manera diferente. Yo creo que puedes aprovechar la formación que hay en México, que sale baratísima, y después viajar a completar tu educación allá. Sigo pensando así, pero cada vez tengo más estudiantes fuera que ya no regresan, que se fueron a hacer una estancia posdoctoral y después no tienen a qué volver a México, y eso sí da mucha pena: veo tantos jóvenes que luego de su posdoc no tienen dónde trabajar.
¿La situación es igual para las mujeres científicas?
El tema de las mujeres en la ciencia es interesante y muy necesario de abordar. Es cierto que hay muchas menos mujeres en las posiciones de liderazgo en todos los ámbitos, pero también es cierto que hace unos cuarenta años la cultura general no permitía que las mujeres estudiáramos, y esto ha ido cambiando. Es una transformación que está en marcha, aunque estamos un poco retrasados; apenas están empezando a formarse las líderes. En investigación científica, sobre todo en la UNAM, que es donde se genera mi experiencia, hay poca discriminación hacia las mujeres. Desde luego, no todo es miel sobre hojuelas, siempre está latente el machismo de muchas formas, pero sí noto que esta situación está cambiando muchísimo. Yo tengo igual número de alumnos que de alumnas en mi doctorado, pero cuando ellas terminan se enfrentan a una decisión importante: ¿voy a tener hijos? Y ante esa disyuntiva, normalmente, la mujer dice: “Bueno, me espero”, o “Me retiro tantito”, y el hombre es el que sigue adelante en su carrera. Yo trato de convencerlas de que ellas pueden combinar la maternidad con la investigación científica, simplemente se trata de que tu pareja tiene que estar contigo hombro con hombro: “Vamos a tener hijos, pero los dos vamos a tener que atenderlos”. No es responsabilidad de la mujer exclusivamente. Y eso, culturalmente, no lo hemos conseguido. Tampoco es que nos fuercen, sino que la mujer está condicionada a que a ella le toca quedarse a atender el hogar. Todavía tenemos que cambiar esa mentalidad, pero pienso que vamos por muy buen camino. Desde luego, no quiere decir que yo no sepa que hay otro tipo de cultura, más allá de la esfera universitaria, en la que persiste un machismo espantoso en el que las mujeres van cuando mucho hasta tercero de primaria y se acabó, y trabajan jornada completa ganado la mitad del salario de los hombres simplemente por ser mujeres. Eso existe, claro, en México hay muchos Méxicos.
Integrantes de la mesa de honor durante el homenaje: sentado, al centro, José Morales Orozco, SJ, Rector del ITESO; de pie, de izquierda a derecha, Juan Luis Orozco, SJ, asistente de Educación de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús; Lorena Giacomán, directora general académica de la Ibero Torreón, en representación de Guillermo Prieto, SJ, Rector; la homenajeada, Susana López Charretón; Raúl López, secretario del Rector de la Ibero Ciudad de México, en representación de David Fernández, SJ, Rector; Felipe Espinosa Torres, SJ, Rector de la Ibero León; Óscar Arturo Castro Soto, director general del Tecnológico Universitario del Valle de Chalco, y Fernando Fernández Font, SJ, Rector de la Ibero Puebla. Foto: Luis Ponciano.
¿Qué significa para ti este homenaje por parte del ITESO?
Fue una gran sorpresa para mí, no lo esperaba. En realidad, todos los premios que se van ganando en la investigación científica, uno los pide. En cambio, este reconocimiento, no. El doctor Juan Jorge Hermosillo me llamó para invitarme al ITESO a dar un seminario, y quería darme la invitación en persona. Pero yo vivo en Cuernavaca, así que le respondí: “Mándemela por e-mail”. Él insistió: “Me gustaría entregársela en persona, quiero ir a verla”. Bueno, hicimos una cita. Pero mi mamá se rompió un brazo y tuve que irme al hospital. Así que le hablé a Juan Jorge y le dije: “Qué pena, pero no voy a estar, no venga…”. Luego tuve que ir a una reunión en Puebla, en fin… él me siguió buscando. Desde Puebla le pedí a una colaboradora que revisara la invitación que me había llegado al laboratorio, y entonces me di cuenta de que me hacían este reconocimiento. Yo le hablé a Juan Jorge para preguntarle: “¿Está usted seguro? ¿No se equivoca de persona? ¿No se trata de otra mujer que se llama igual que yo?”. Para mí, este reconocimiento es una sorpresa grandísima… Y de las cosas que escribieron en mi postulación se menciona una que me dejó totalmente conmovida, porque afirma que mi labor habría trascendido y que te digan que has engrandecido tu profesión… como se lee: “La trayectoria de la doctora López Charretón es un ejemplo de compromiso científico para la sociedad, particularmente por su orientación hacia un problema que, aunque aqueja a todo el mundo, es particularmente grave entre los sectores más desfavorecidos […]. Un Doctorado Honoris Causa honra a la institución. Es decir, el ITESO se honra al concederlos, pues la persona ya es honorable por sí misma”. Tú haces tu trabajo, disfrutándolo mucho, pero nunca te imaginas que eso trascienda. Esto me emociona profundamente, como si dijera: “Híjole, sí estoy haciendo algo bien”. Generalmente estas cosas me dan mucha pena: soy una mujer tímida en estas cosas de homenajes. m.