Sigo esperando el frescor
Abril Posas – Edición 505

Las calles arden ya bajo la mirada petrificante del sol. Las pocas ráfagas de aire caliente levantan la tierra y nos hacen llorar mientras esperamos nuestro turno para cruzar la calle a pie
Hablar de frescor en esta época del año, en este lugar del mundo, y específicamente en el cuarto donde está mi escritorio, suena a una burla. Las calles arden ya bajo la mirada petrificante del sol. Y todavía no llegamos oficialmente al verano. Las hojas de los árboles, empolvadas como si estuviéramos en el desierto, apenas se mueven con las pocas ráfagas de aire caliente que levantan la tierra y que nos hacen llorar mientras esperamos nuestro turno para cruzar la calle a pie, entre los autos calientes que confían en el anticongelante para no envolverse en llamas en las siguientes cuadras. Quienes van dentro, la mayoría, subieron la ventanilla para no permitir que el aire acondicionado escape y nos dé una levísima caricia cuando pasamos a su lado, no vaya a ser que se les acabe por compartir algo de ese alivio que nos trae regresiones de épocas más plácidas, frescas, qué sé yo: quizá felices.
La temperatura nos obliga a pensar en escenarios helados con el mismo entusiasmo con el que un adolescente lee hilos de fantasías eróticas publicadas por padres de familia en horarios de oficina: que si ahora estamos a la orilla de una playa de arena volcánica en Islandia, sintiendo la violenta brisa marina clavando sus alfileres helados en nuestras mejillas. Oh, sí, imagínate que llueve todo el día, que los nubarrones no dejan pasar el sol, que la ropa no puede secarse y no queda más que acurrucarnos bajo una manta con el gato modorro y un perrito dormilón. No me toques, carajo, ¿qué no ves que estaba deleitándome con la idea de no sentir la piel pegajosa, ni el trasero sudado, o que no existe una tela lo suficientemente ligera para olvidar que me he convertido en una esponja que deja huellas de sudor en el respaldo del otrora 634?
Quienes todavía no logramos ahorrar para comprar un aire acondicionado aprendimos a demostrar el amor que nos sentimos guardando dos botellas de plástico con agua en el congelador. En la noche cada quien abrazará la suya con la esperanza de desmayarse por la insolación antes de que se derrita y se caliente con nuestra temperatura corporal. Suelo acudir al baúl de mi memoria para reproducir esas tardes de vacaciones en aquella enramada en una playa michoacana, donde me dejaba arrullar por el viento en una hamaca, con los labios hinchados de sal y una cerveza en los brazos. No hay manera de encontrar un refugio así en la oficina, en la cochera de la casa o mientras pedaleo de ida o de regreso del trabajo. Mi consuelo es siempre que al ir en bicicleta, es verdad, soy el juguete favorito de este clima tostador, pero si pedaleo lo suficiente el sudor empapará mi frente y cualquier atisbo de viento, el que sea, será mi salvación por ese momento.
El calor nos recuerda lo noble que es el frescor con sus brisas cuaresmales y cómo lo damos por sentado con sus tácticas discretas en medio de la tarde o al inicio de la madrugada. Su sola ausencia nos refresca la memoria, como esa época en la que extrañamos hacer cosas estúpidas en lugares cerrados durante la pandemia. Dicen que eso fue en 2020, hace cinco años, pero todos aquí sabemos que se sintieron como diez. Igualito al tiempo que llevamos esperando a que vuelva el frescor.