Sembradores de agua

Foto: John Moore / Getty Images

Sembradores de agua

– Edición 489

Foto: John Moore / Getty Images

Movidos por el deseo de ayudar, en el desierto de Sonora hay grupos de voluntarios que dejan recipientes con agua para quien la necesite. Es una cuestión de vida o muerte para los migrantes que cruzan por ahí hacia Estados Unidos

En 2002 escuchaban y veían noticias acerca de personas migrantes que morían deshidratadas o por un golpe de calor en el desierto de Sonora, en la frontera entre México y Estados Unidos. Esa información les impresionó y decidieron hacer algo al respecto: usaron los datos para ubicar dónde podrían dejar agua a fin de que nadie más muriera. Así, los Samaritanos de Tucson, Arizona, en Estados Unidos, aprendieron a poner agua en el desierto. Trazaron rutas, dividieron trabajos, buscaron donativos y organizaron una red de voluntarios que lleva décadas distribuyendo agua para las personas migrantes que cruzan esta zona árida.

Haciendo excursiones, una parte en auto y otra a pie, a pesar de la hostilidad del clima, van dejando galones llenos de agua con mensajes como “Bendiciones” y “Que te vaya bien en tu camino”. Es agua que beberá alguien a quien quizá jamás conocerán; lo hacen con el convencimiento de estar ayudando a quien, literalmente, pasa por un camino difícil. Comenzaron a hacer esta tarea altruista cada fin de semana, pero era tal la necesidad, que ahora todos los días realizan un viaje para dejar agua por si alguien la necesita.

“Al principio no teníamos ni idea de cómo íbamos a hacer esto, pero con el tiempo empezamos a salir al desierto”, recuerda María Ochoa, una de las voluntarias fundadoras del grupo de Samaritanos en Tucson. Ella se unió primero al colectivo Fronteras Compasivas, que colocaba tanques de 55 galones de agua en puntos estratégicos del desierto. Sin embargo, después de varios meses, estos activistas vieron que las distancias entre los tanques eran muy grandes. María comparte que, aunque había agua en estos grandes contenedores, “la gente seguía muriendo, la gente se quedaba tirada a unos metros de los tanques, se quedaban ahí. Decidimos buscar otra manera de ayudar”.

Eso los motivó a reunirse, a preguntarse qué más podrían hacer para que el agua estuviera al alcance de las personas, y llegaron al acuerdo de que, además de esa distribución en tanques, también debían dejar galones en las rutas por donde los migrantes caminaban o tomaban un descanso.

De esta forma, en julio de 2002, comenzó el grupo de Samaritanos; el primer recorrido lo hicieron en un auto que les donaron para trasladarse desde Tucson a la frontera con México. Desde esa vez, han dado agua al sediento, sanado las heridas de personas lastimadas y ayudado a los desorientados por el agotamiento. “A través de los años hemos encontrado personas lesionadas, enfermas y, en ocasiones, personas que han fallecido”, describe María.

Foto: Rick D’Elia vía ZUMA Wire.

Una red de ayuda

El grupo de Samaritanos de Tucson se sostiene con el trabajo voluntario y las donaciones; esto es algo que resalta María Ochoa cuando explica que “el grupo no tiene presidente […] Todo se hace de manera voluntaria, los ingresos son sólo donaciones y no tenemos conexión con ninguna asociación de gobierno”.

Una vez que decidieron que lo mejor era dejar galones distribuidos en medio del desierto, poco a poco comenzaron a organizarse. El siguiente paso fue diseñar la logística entre los voluntarios. Más allá del dinero necesario para la compra de equipo y agua, lo primero era conocer qué días podía salir cada quien y cómo se dividirían los viajes.

Ahora, los Samaritanos de Tucson tienen dos automóviles donados con los que hacen recorridos entre varios puntos del desierto. Cubren una zona muy amplia, que es como un cuadrado en el mapa entre la frontera entre Sonora y Arizona, pasando por la carretera estatal 86, entre Tucson y la comunidad de Ajo, cerca del Monumento Nacional Bosque de Ironwood, y a lo largo de la ruta estatal 286, desde Three Points hasta Sásabe.

Cuando distribuyen agua, también dejan bolsas de comida que puedan resistir el calor y las lluvias. Los voluntarios cuidan que los paquetes queden bien sellados para que los animales no los destruyan.

En cada viaje van cinco personas en un auto, aunque, desde que inició la pandemia de covid-19, viajan dos como máximo. Cada auto toma una ruta distinta para colocar entre 10 y 50 galones, dependiendo de cuánta agua logren reunir.

Foto: Frederic J. Brown / AFP

Una vez que salieron a campo, los voluntarios escriben un reporte informando la cantidad de galones que dejaron en el terreno y lo que vieron en el desierto. María Ochoa explica que cada voluntario informa: “Aquí puse agua, aquí encontré ropa, encontré desperdicios de comida […] todo lo que es una señal de que alguien pasó por ahí. Fuimos usando esa estrategia para ver en dónde era más necesario poner agua”.

Antes de ser voluntaria, María nunca había estado en el desierto. Ella decidió sumarse a esta labor debido a su historia familiar: “Mi madre fue una de esas personas que cruzaron la frontera sin documentos”. Desde aquel viaje que le relata Josefa, su mamá, que ahora tiene 94 años, todo ha cambiado: antes el cruce era más fácil porque pasaban por Tamaulipas; ahora, el paso se complica por las cámaras de vigilancia, las luces y los sensores instalados en el área fronteriza.

Actualmente, María se dedica al cuidado de su madre y ya no sale al desierto como antes, pero está a cargo de recibir las llamadas de la organización y a dar informes sobre su trabajo. Cuando formaba parte de los viajes para dejar agua en el desierto, lo hacía en sus días libres o cuando terminaba su turno en la oficina del gobierno que ayuda en la búsqueda de trabajos para las personas desempleadas.

Esta organización está conformada por más de 300 voluntarios de todo Estados Unidos. En Tucson, Arizona, cada año reciben voluntarios que llegan de las universidades, de los colegios, de las escuelas secundarias, o personas ya jubiladas dispuestas a dar su tiempo y su apoyo a la causa migrante. Hay quienes trabajan en oficios, doctores, académicos, enfermeras, escritores y muchos más, que colaboran con la red que, además de donar agua, contribuye a dar información acerca de lo que pasan las personas migrantes, porque, como dice María, “todos somos iguales, todos somos humanos, todos hemos necesitado o vamos a necesitar ayuda y no hay por qué cerrarle las puertas a alguien que viene con tanta dificultad, tanta necesidad y tanto sufrimiento a buscar una vida mejor”.

Quienes participan en la distribución del agua reciben capacitación para desplazarse en el desierto. Uno de esos grupos está conformado por personas del norte de Estados Unidos que cada invierno viajan al sur, se instalan en Arizona y trabajan como voluntarios; cuando llega el verano regresan al norte. Otros regresan cada año, e incluso hay quienes decidieron mudarse a condados de Arizona, como Phoenix, Maricopa o Pima.

Una de las cuestiones que enseñan a los voluntarios es que no es ilegal dejar agua en el desierto y que nunca deben ingresar a terrenos privados. Al trabajo que realizan los Samaritanos de Tucson se suma el que hacen otros colectivos como No Más Muertes, al suroeste de Arizona, una coalición de colectivos de distintas iglesias y voluntarios que también distribuyen agua y ayudan en la localización de migrantes desaparecidos.

Voluntarios de Samaritanos de Tucson. Foto: Rick D’Elia vía ZUMA Wire.

Agua para sobrevivir

Hacer algo por el otro sin esperar nada a cambio: eso es ser buen samaritano. Los Samaritanos de Tucson no esperan nada, ni buscan que cada migrante que bebe del agua que dejan, les agradezca. Son tantos los voluntarios que han colaborado en estos veinte años, que sus historias se cuentan por cientos. Una, por ejemplo, ocurrió en el noreste de Estados Unidos. Ahí, un voluntario que comía en un restaurante llevaba puesta una playera que decía “Samaritanos”; de pronto, una de las personas que trabajaban en la cocina se le acercó, le agradeció y le dijo que había encontrado agua en el desierto que los Samaritanos como él pusieron.

Si hay alguien que conoce cómo el agua se vuelve la diferencia entre la vida y la muerte es Ángel Martínez, del grupo Armadillos Búsqueda y Rescate, creado hace cinco años. Él es uno de los voluntarios que se internan en el desierto cuando reciben llamadas o avisos de que un migrante está desaparecido o perdido, ya sea porque quedó desorientado, lo abandonaron los coyotes o se separó del grupo. Ángel, junto con otros voluntarios, acude entonces al lugar, preparado para brindar auxilio. Unos días antes de conversar con él para este reportaje, relata, lograron rescatar a Kevin, un joven originario de Sinaloa que, de no haber sido por el agua que encontró, habría muerto. “Dijo que había encontrado unas botellas de agua, y ésa fue la diferencia. Encuentran agua y ésa puede ser su salvación”, relata Ángel. Este joven ya llevaba siete días perdido en el desierto.

Las búsquedas las hacen en camioneta, o a pie, para poder localizar a los migrantes en zonas de difícil acceso. Los rescatistas revisan el mapa, señalan dónde podría estar la persona, trazan una ruta para llegar con equipo de socorro, medicina o comida; hacen luego el viaje, que puede ser de hasta ocho horas, y pasan la noche ahí. Algunas personas migrantes entran por Sonoyta, ingresan por la carretera 8 y, al hacerlo, se internan en uno de los puntos más riesgosos, donde las personas llegan a caminar hasta ocho días. “Hemos encontrado muchos cuerpos en este trayecto que ellos caminan; hemos encontrado a mucha gente con vida, y otros a punto de morir. Ése es el trayecto más peligroso”, cuenta Ángel, y aclara que, independientemente del destino, “por muy cerca o muy lejos, siempre es peligroso el desierto”; con tristeza recuerda cómo cada vez encuentran en los lugares más alejados objetos, como mochilas, lo que les habla de la riesgosa travesía que alguien recorrió.

En el grupo Armadillos Búsqueda y Rescate donan su tiempo 17 voluntarios, entre los que hay personas originarias de diferentes estados de México y de Centroamérica: jardineros, albañiles y pintores que se preparan físicamente para resistir el paso por el desierto, donde el calor alcanza hasta 48 ºc en zonas de piedra volcánica. A las temperaturas extremas se suman la fauna o la flora de este hábitat, como la llamada cholla (Cylindropuntia), un cactus con espinas peligrosas que, si entran en la piel, deben sacarse con pinzas y no con las manos, para que no se quiebren y no dañen aún más.

Ángel conoce el desierto y lo respeta, porque él mismo lo cruzó para llegar a trabajar en Estados Unidos, cuando salió de Santa Bárbara Huacapa, en Oaxaca. Él es responsable del mantenimiento de una iglesia; su teléfono está siempre disponible para recibir los pedidos de auxilio de familias en México, El Salvador, Guatemala o cualquier otro país, avisándole que dejaron de recibir comunicación con su familiar y que la última vez que hablaron con él estaba en cierta zona. Los voluntarios, como los Samaritanos de Tucson, explican que ayudan a las personas respetando la ley de Estados Unidos, es decir: si entran a una zona restringida, piden permiso, no suben a las personas a sus autos y no las obligan a recibir ayuda.

En su camino por el desierto, Ángel y sus compañeros se han encontrado restos humanos de aquellos que murieron en el camino. Por eso, en medio de lo que parece un camino desolador, a los integrantes de Armadillos les da esperanza ver el agua que dejaron otros voluntarios, como los Samaritanos de Tucson. Como esa vez que encontraron con vida al joven de Sinaloa: después de auxiliarlo y ayudarlo a que regresara con su familia, el grupo de voluntarios se fue a festejar con tacos que sobrevivió, que pudieron encontrarlo y salvarlo.

Miembros de Armadillos organizándose para una expedición. Foto: Armadillos Búsqueda y Rescate.

No sólo es la hostilidad del desierto

El investigador Guillermo Alonso Meneses, de El Colegio de la Frontera Norte, describe en su libro El desierto de los sueños rotos. Detenciones y muertes de migrantes en la frontera México-Estados Unidos, 1993-2013, cómo las principales causas de muerte de las personas migrantes son el ahogamiento, la hipotermia, la insolación-hipertermia, los accidentes vehiculares y los asesinatos con arma de fuego. El peligro no está sólo en los factores del clima, sino también en las acciones humanas.

“Hay alrededor de 10 por ciento de personas que han muerto por el actuar del ser humano, es decir, homicidios dolosos o por persecución en vehículos; en este caso, estaríamos pensando que es por parte de la Patrulla Fronteriza que persigue a las personas que cruzan el desierto”, explica el responsable de investigación del Servicio Jesuita a Migrantes, Alberto Baltazar.

El Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) es testigo del cambio de las rutas a partir de la política migratoria y el contexto de violencia en México. Como experto en el contexto y la historia de las políticas migratorias, Alberto menciona que un antecedente para entender lo que ahora ocurre es el inicio de la Operación Guardián, en 1994, cuando “hubo un cambio paradigmático en la manera en que el gobierno de Estados Unidos trataba el tema de la migración indocumentada”. A partir de ese programa se instalaron más retenes “instrumentados hacia afuera de las ciudades, hasta el punto en donde las personas tenían que ser desviadas hacia zonas prácticamente agrestes, como ríos, montañas, barrancos y desiertos”. Lo que busca esta política de control de fronteras es hacer todo lo posible para que las personas se desanimen, no sigan intentando pasar y regresen a sus lugares de origen.

El Servicio Jesuita a Migrantes es parte de la red de apoyo humanitario que atiende la migración en varios estados de México, como en Guadalajara, con FM4 Paso Libre. El investigador detalla que, según datos de la Patrulla Fronteriza, en 2020 encontraron a 247 personas fallecidas, y para 2021 fueron 557; este aumento de 126 por ciento “es consecuencia directa de la instrumentación de las políticas migratorias de Estados Unidos”. Una de esas políticas es expulsar a las personas inmediatamente, sin antes llevar un proceso para revisar cada caso, lo que las pone en riesgo.

A eso se añade la violencia derivada de la presencia de grupos delictivos. Lo anterior lo confirman los rescatistas que encuentran a personas en zonas más inaccesibles. “No nada más es la política migratoria: aquí entran el narco, los sicarios, la gente que extorsiona con pago de piso, lo que ocasiona que dejen abandonadas a las personas”, relata un activista.

Esto también es algo que han visto, a unos metros de Douglas, Arizona, en Agua Prieta, Sonora, en el Centro de Recursos para Migrantes abierto por las iglesias presbiteriana y la católica. Adalberto Ramos, coordinador del centro, cuenta que este espacio nació al ver que las personas eran deportadas, especialmente en la madrugada, y se quedaban solas en el desierto mientras los coyotes los forzaban para volver a cruzar.

Ahí los climas son muy extremos: o mucho calor o mucho frío, algo a lo que no está acostumbrada la población migrante que llega, en su mayoría, del sur de México o de Centroamérica. En esta organización reciben a las personas que migran sin alimento suficiente, sin agua o sin ropa adecuada para climas extremos.

Los coyotes prometen a los migrantes que caminarán sólo unas horas, y no les advierten que serán varios días. “Las personas migrantes desconocen los climas, desconocen el peligro al que se van a enfrentar, siempre son engañadas por los polleros y también por el crimen organizado”, describe Adalberto, y comparte que uno de los principales retos de atención es que las personas puedan llegar a la sede del Centro de Recursos para Migrantes, porque los traficantes suelen tenerlas en las llamadas “bodegas”, donde permanecen encerradas y hacinadas, a la espera de cruzar el desierto.

Los activistas tienen apenas entre cinco y 10 minutos para hablar con los migrantes cuando salen de la estación migratoria, luego de ser deportados. Aquellos que se acercan a los activistas reciben información; a veces deciden regresar a su país, otros siguen su camino y, si es así, les explican los riesgos del desierto y les dan el número 911 para que pidan ayuda.

Adalberto recuerda a migrantes que relatan cómo el agua dejada por los Samaritanos de Tucson les salvó la vida. Otras veces, cuando los migrantes entran a rutas más complicadas donde no hay agua, lo único que encuentran es algo de agua en pequeños huecos o pozos que hacen los animales. Todos los activistas, incluidos los del Servicio Jesuita a Migrantes, los Samaritanos de Tucson, los pertenecientes al colectivo No Más Muertes y los del Centro de Recursos para Migrantes, coinciden en su respeto a la decisión de las personas por migrar, regresar a casa o seguir intentando, aun cuando ya hayan sido deportados. Lo que todos hacen es dar información acerca de lo que se encontrarán en el desierto: cómo la falta de agua provoca desorientación, el colapso del cuerpo y, finalmente, la muerte.

Foto: John Moore / Getty Images

La criminalización del activismo

“Esta agua es limpia, esta agua es pura”, son mensajes que escriben también los voluntarios en los galones de agua. Ponen estas frases positivas para contrarrestar la desinformación, porque personas que estaban en contra de la migración pasaban a rayar los botes dejando frases falsas, como “Esta agua está envenenada”.

En 2011, el colectivo No Más Muertes logró grabar en video el momento en que elementos de la Patrulla Fronteriza pateaban botellas de agua o las abrían para vaciarlas. Esas imágenes generaron indignación. Las organizaciones no pueden afirmar que esta práctica haya terminado.

En este contexto, otro de los casos emblemáticos fue la detención de Scott Warren, un voluntario de la comunidad de Ajo, uno de los puntos donde pasan migrantes, quien fue llevado a juicio por haber ofrecido agua a migrantes. Finalmente, fue declarado inocente después de un proceso en el que hubo pronunciamientos masivos de solidaridad. En su relato “Di agua a las personas migrantes que cruzaban el desierto de Arizona”, explica la experiencia que vivió.

Al preguntarle a María si ese caso no inhibió a los estadounidenses para dejar agua a los migrantes, su respuesta es inmediata: No. No los detuvo, al contrario, más personas se solidarizaron y buscaron sumarse como voluntarias.

Sembrar agua en el camino no significa seguir siempre la misma ruta, porque así como los polleros o coyotes cambian el camino, lo mismo deben hacer los voluntarios para encontrarse con las personas migrantes, porque es común que éstas modifiquen la ruta debido a los operativos de la Patrulla Fronteriza. Para dejar agua hace falta estar actualizando las estrategias constantemente, pues, al cambiar sus rutas para evitar ser detenidos, los migrantes se mueven por espacios o lugares donde son menos visibles para las autoridades, pero, al mismo tiempo, eso significa que se internan en zonas más hostiles del desierto.

Cada 2 de julio, el día que inició el grupo Samaritanos de Tucson, organizan actividades por su aniversario y salen en caravana con letreros sobre su labor, para mostrar que siguen apoyando a los migrantes; piden donaciones en especie, o bien dinero para comprar agua, ya que en promedio un galón cuesta más de un dólar. Reconocen que es triste que, después de estas dos décadas, la situación no haya cambiado mucho, y que incluso haya empeorado. “Todavía se necesita el trabajo que estamos haciendo, todavía es necesario salir y poner agua, salir y ayudar al rescate de personas, asistir en la búsqueda de cuerpos”, dice María, y afirma que ella seguirá ayudando a sembrar agua en el desierto. Una de las preguntas frecuentes que les hacen es: “¿Y a cuántas personas han ayudado?”. Los Samaritanos de Tucson no tienen un conteo exacto: sería imposible saber cuántos bebieron de esa agua que compartieron. Pero, para ellos, si sólo ayudaron a una persona, fue y es suficiente. ·

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