Se solicita Rey Mago
Laura Sofía Rivero – Edición 502
Con el fin de año ya en el horizonte, se abrireron las vacantes: para desempeñar cabalmente este empleo, se necesitan dotes de grafólogo, de cazador de tesoros y es esencial no tener miedo al ridículo. ¿Alguien dijo “Yo”?
A Ledramon, gracias.
Se trabaja solamente una vez al año, pero la actividad que se debe cumplir no es nada fácil: consiste en lograr que un puñado de regalos aparezca sin huellas de intervención humana. Por eso —en caso de que usted no domine las artes ocultas de la magia providencial— deberá contar con otras habilidades para desempeñar la misión: pericia para ocultar sus huellas, sigilo digno de un ninja, excelente visión nocturna que permita dejar los obsequios en el zapato correcto y, principalmente, entereza para sostener el misterio a pesar de todo.
No pocas historias comprueban la importancia de este último punto. Se sabe que muchos madrugan a horas que el cuerpo ni siquiera reconoce, con tal de cumplir con el encargo. O que hay quienes fingen caracteres arábigos para disimular una letra conocida. Otros llevan hasta sus últimas consecuencias el secreto e, incluso, han llegado a dejar en el patio de la casa tres montículos de estiércol que ilustran las deposiciones del trío de animales viajeros desde el Oriente. ¿Cómo podría alguien, ante semejante prueba, dudar de la sobrenatural visita?
Se debe estar, también, listo para la improvisación. Cuentan que una familia —previendo que la creciente curiosidad infantil comenzara a husmear en roperos y rincones— decidió resguardar los juguetes en la oficina, territorio seguro por estar vedado a los niños. Aun teniendo llaves de puertas y candados, la noche del cinco de enero se toparon con un cerrojo inaudito que servía como relevo del portero en horario no laboral. Cuando los pequeños despertaron, no encontraron nada en sus zapatos. La abuela los conminó a disculparse por las faltas cometidas en el año y a dormir una vez más, a la espera de ser perdonados por aquellos magos que, mientras tanto, recuperaban los obsequios ilícitamente por una ventana.
El portento, para existir, requiere compromiso. Para desempeñar cabalmente este empleo, se necesitan dotes de grafólogo —no es fácil interpretar las letras ilegibles de los niños—, de cazador de tesoros —en caso de que se busque ese juguete de moda agotado en todas partes— y, asimismo, resulta esencial no tener miedo al ridículo —hay que olvidar todo decoro para ser ese señor que solicita en caja unos Marlboro y el nuevo set de Mi Pequeño Pony “Mundo Mágico”—.
Y, sobre todo, se habrá de tener resignación cuando el oficio sea ingrato. Cuando después de las penurias nos demos cuenta de que elegimos un modelo o un color equivocados. Cuando en agosto veamos arrinconado ese carrito que tanto trabajo nos costó conseguir. Cuando tengamos que poner topes al encantamiento. Especialmente para esos niños que —quizá con la excusa de que recibió oro el Niño Dios— piden computadoras, teléfonos, condominios en Puerto Vallarta y un viaje en crucero todo pagado, para empezar. Trabajo con contrato indefinido. Experiencia no necesaria (pues, entre más pasa el tiempo, se hará más difícil). Disponibilidad de rolar turnos. Excelente presentación (preferentemente con turbante propio). Empleo presencial (y, a veces, omnipresente). Por fortuna, contará con la ayuda de un tropel de secuaces que, sin haber firmado ningún contrato, sostendrán con usted el enigma los 365 días del año, feriados incluidos. Vaya conspiración piadosa. Quizá porque queremos que este mundo albergue algo más que filas y facturas, hacemos que la magia perdure sin importar lo que nos cueste. Adultos cansados para la vida diaria, pero no para la fantasía, ¿no es ese, acaso, el verdadero milagro?