Salud mental en el sur global
Elizabeth Dalziel – Edición 507

La salud mental aún está envuelta en silencio en muchas partes del mundo. Estas fotografías no son únicamente documentos. Son herramientas
Desde mi escritorio, en la nublada Londres, me he visto transportada una y otra vez a espacios vibrantes, impredecibles y profundamente humanos: jardines en los que florece la posibilidad, aulas en las que resuenan las risas, callejones que bullen con determinación. Durante los últimos años, a través de una pantalla y con un sentido compartido de propósito, he fotografiado de forma remota iniciativas de salud mental en el sur global en colaboración con Ember, una fundación dedicada a apoyar la innovación en este ámbito en entornos de escasos recursos.
Estas sesiones no son acerca de espacios clínicos o diagnósticos de libro de texto. Han tenido lugar en hogares, mercados, furgonetas y centros comunitarios improvisados, en cualquier lugar que ofreciera refugio, seguridad y conexión. La sanación, aprendí, a menudo no parece tratamiento. Se ve como un machete entregado a un hombre con esquizofrenia en un jardín comunitario en Ecuador. El fundador de Huertomanías, Sebastián, dijo: “¿Quién le daría un machete a un loco?”. Yo lo haría, y con esa misma confianza él ve al hombre más allá de su diagnóstico. Como un hombre que baila con un conejo en sus brazos después de ser liberado de las cadenas que los pacientes de salud mental en Uganda tienen que soportar. Por encima de todo, lo que vi a lo largo de estas sesiones fue la dignidad restaurada en lugares donde había sido negada por mucho tiempo.
Mi descubrimiento de la fotografía remota nació de la necesidad, durante la pandemia, cuando las fronteras se cerraron, los viajes se detuvieron y el concepto mismo de fotografía tuvo que adaptarse. FaceTime se convirtió en mi lente. La preproducción se transformó en resolución colaborativa de problemas: reconocimientos por videollamada, largas conversaciones con el personal local acerca de la luz y la composición, identificando a alguien que pudiera actuar como mis ojos y manos en el terreno. En muchos lugares, incluso encontrar un smartphone era un desafío. El proceso fue imperfecto, pixelado, y a menudo interrumpido por cortes de luz o wifi fallido, pero nos permitió hacer algo inusual: construimos un archivo visual del cuidado desde dentro de las comunidades que lo proporcionaban.
Lo que más me impactó no fueron las dificultades —aunque estaban siempre presentes—, sino la creatividad y el humor con que las personas respondían a ellas. En cierto lugar, un apagón detuvo nuestra sesión a la mitad una y otra vez, y yo comencé a disculparme ansiosamente. “Esto no es nada”, llegó la respuesta, con una risa. “Este es un problema pequeño comparado con los problemas que nuestro país enfrenta regularmente”. Cada fallo y cada solución se convirtieron en parte del proceso, como pruebas de resistencia.
Las mujeres que fotografié sanando bajo un árbol en la costa de Kenia estaban sentadas en taburetes tradicionales kigoda, con los ojos cerrados mientras meditaban. En un rincón desmoronado de Nueva Delhi, una niña pequeña manchada con holi rosa en el rostro contrastaba con los barrios marginales donde muchos hijos de trabajadoras sexuales luchan contra el estigma generacional.
En un pueblo de montaña en Uganda, rodeado de colinas verdes, fotografié las cadenas que les habían retirado a unos pacientes, liberados por un pequeño equipo de enfermeras que tratan de educar a las personas acerca de la salud mental en comunidades rurales por medio de visitas domiciliarias y un programa de radio en el que aseguran a las familias que lo que sus parientes enfrentan no es brujería. Aquellos una vez encadenados se reintegran a su sociedad y escuchan el programa. La caja de madera llena de hierros yace silenciosamente en el suelo. A veces, la sanación se ve como una cadena rota.
Desde el sur de Asia hasta el sur de África, desde naciones insulares hasta clínicas tierra adentro, los enfoques fueron vastamente diferentes, pero todos arraigados en algo íntimo y local. Había furgonetas pintadas con mensajes de amor. Programas de radio que disipaban mitos acerca de maldiciones y posesiones. Madres convertidas en activistas que convirtieron grupos de Facebook en redes nacionales. Esquinas donde había personas vendiendo mermelada y encurtidos, personas que alguna vez sólo fueron visibles a través de la lente del diagnóstico.
En todos lados donde miré, la salud mental se abordaba no con modelos importados o jerga, sino con profunda comprensión cultural e ingenio. En Sri Lanka, los padres buscaban, para sus hijos, apoyo de alguien que compartiera su idioma, sus costumbres, su dolor. “Puedes escuchar algo muchas veces”, me dijo alguien, “pero cuando lo dice alguien como tú, cala de manera diferente”.
Lo que presencié no era un sustituto del cuidado al estilo occidental: era una forma de reimaginar por completo el apoyo de salud mental cuando está a cargo de quienes entienden el suelo en el que debe crecer. No eran intervenciones impuestas desde arriba, sino desde la base, necesariamente.
La fotografía remota es un acto de rendición. Dejas ir el control técnico, la precisión y las imágenes de alta resolución. A cambio, obtienes colaboración. Miras junto con los otros. Ves desde ambos lados de la pantalla. Y cuando tienes suerte, lo que emerge no es sólo una fotografía, sino un momento de conexión.
Este viaje eventualmente me llevó a Sri Lanka e Indonesia, gracias a una beca de la Fundación Schooner. Estar en el terreno me permitió entrar en contacto con las texturas: el olor de bocadillos fritos afuera de un centro comunitario, el zumbido del tráfico bajo la ventana de una sala de consejería, la suavidad del canto de los niños en un salón.
La visibilidad importa. Las personas que hacen este trabajo, a menudo sin paga, a menudo sin reconocimiento, merecen ser vistas. Están construyendo sistemas de cuidado con poco más que ingenio, relaciones y una negativa obstinada a rendirse. Estas fotografías no son únicamente documentos. Son herramientas. Podrían llevar a obtener financiamiento, a hacer vínculos, o simplemente desembocar en el momento en que alguien navega por un sitio web, se ve a sí mismo en la imagen y se da cuenta de que no está solo.
La salud mental aún está envuelta en silencio en muchas partes del mundo. Pero lo que he aprendido, cuadro por cuadro, incluso desde la distancia, es que podemos comenzar a erosionar ese silencio. Podemos amplificar las voces, desafiar el estigma y reflejar las revoluciones silenciosas que suceden cada día en cocinas, patios y, sí, en las pantallas de FaceTime. Ha sido mi privilegio presenciar estos momentos y compartirlos. Espero que, al ver estas imágenes, no sólo veas problemas. Que veas personas. Que veas cómo luce el cuidado cuando se brinda con coraje y compasión. Y que veas la inmensa belleza del ser humano —desordenado, alegre, complicado y digno de sanación.










