Rostros en escenas: Ayotzinapa y la imposibilidad del desentendimiento
Rossana Reguillo – Edición 443
Me han preguntado repetidamente por qué Ayotzinapa, cuando antes tuvimos tantas tragedias. Quisiera ensayar una aproximación a lo que de inédito tienen los acontecimientos en Guerrero.
¡México está en crisis. Fue el Estado. Renuncia Peña. Nos faltan 43. Ayotzinapa somos todos. Ya me cansé!
No son sólo frases, hashtags o expresiones aisladas. Se trata de algo más profundo que incendia a una nación que está al borde de su propio relato. ¿Cómo sostener la idea de país cuando las evidencias nos indican que caminamos sobre fosas? ¿Cómo dormir y abandonar en la vigilia a las miles de madres y hermanos, de padres y amigos, que no pueden cerrar los ojos porque los persigue un dolor innombrable? ¿Cómo entender el miedo nuestro de todos los días, la llamada de una hija para pedirte que te cuides?
El convencimiento de que Ayotzinapa marca un punto de inflexión no se agota en una experiencia individual. La desaparición forzada de 43 jóvenes normalistas y el asesinato de seis personas —entre ellas Julio César Mondragón, a quien le fueron arrebatados el rostro y los ojos en un acto de barbarie increíble—, han abierto una conversación nacional que parte de compartir el estupor y el malestar por el país real (el de la corrupción, la impunidad, las fosas, la frivolidad de los habitantes de Los Pinos), para arribar a un diálogo sobre el país que queremos y donde se mezclan aspiraciones y propuestas. Ayotzinapa ha movilizado a cientos de miles de mexicanas y mexicanos que permanecían en una condición de lejanía frente a la violencia.
Me han preguntado repetidamente por qué Ayotzinapa, cuando antes tuvimos a los 72 migrantes en San Fernando, en Tamaulipas; la desaparición de los 300 de Allende, en Coahuila; la masacre en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez; el secuestro y la ejecución de los muchachos en la discoteca Heaven, en la ciudad de México…
Quisiera ensayar una aproximación a lo que de inédito tienen los acontecimientos en Guerrero para tratar de iluminar una zona en la que, quizá, radiquen algunas claves que nos permitan entender el terremoto social y político que sacude al país y ha trascendido fronteras. Voy a acudir al rostro como símbolo que atraviesa de modos distintos los sucesos y nuestra experiencia frente a esos sucesos.
Rostridad
Ya en Mil mesetas (1980), Deleuze y Guattari señalaron que el rostro es una política y deshacerlo es otra forma de política: una forma de negación y aniquilamiento de lo más preciado en términos de identidad-alteridad. En el capítulo siete, titulado “Año cero-Rostridad”, los autores elaboran un acercamiento a la relación entre producir y deshacer el rostro. Expresiones como “mírame cuando te hablo” o “pareces enojado”, señalan que no hablamos una lengua general, sino una que se ajusta a rasgos de rostridad específicos. El rostro es referencia primaria en nuestras relaciones.
Así pues, es importante entender que en el caso de Ayotzinapa se desencadenan mecanismos de rostridad muy fuertes.
Primera escena: el cuerpo de Julio César Mondragón nos fue devuelto sin rostro y sin ojos. La imagen es el mensaje de una narcomáquina1 experta en producir y gestionar terror. El desmembramiento, la decapitación, la disolución de cuerpos ya no constituyen una novedad; el desollamiento, en cambio, abre una dimensión específica en este horror: se trata de despojarte de lo más importante: tu rostridad.
Segunda escena: Julio era un joven de primer ingreso en la Normal de Ayotzinapa, tenía 22 años y un bebé de quince días de nacido. La sociedad, algunos medios de comunicación y algunos periodistas (principalmente Marcela Turati y Blanche Petrich) responden con la rostrificación del cuerpo de Julio César. A la imagen terrible de su tortura se oponen los gestos, recuperados a partir de fotografías, en un proceso para devolverle el rostro que le ha sido robado. Quizá de manera intuitiva, la sociedad responde. Se despierta una conciencia colectiva de que no hay manera de dejar pasar de largo este atentado de un poder brutal y despótico. El rostro se convierte en uno de los elementos centrales de la movilización social.
Tercera escena: 43 fotografías circulan, se instalan en distintos espacios: en las redes, en las calles y, especialmente, en las universidades de México y el mundo. 43 pupitres vacíos y, en cada uno, la fotografía de los normalistas. Se vuelve habitual el “pase de lista”, esa vieja práctica para saber que los estudiantes están en el aula: Miguel, Daniel Severo, Luis Ángel, Mateo, ¡presentes! Y el llanto colectivo que estalla como pequeñas gotas que marcan la rostridad de los participantes en este acto de “reponer rostro”. No son 43 jóvenes anónimos: son rostros, son historias.
Rasgos definidos, un sujeto popular que, a la manera del 1994 zapatista (que tapó su rostro para hacerse visible), representa un poderoso mensaje a ese México de represiones sistemáticas, de jóvenes empobrecidos que aspiran a un destino que no sea migrar, engrosar las filas del narcotráfico o del ejército. De nuevo, de manera intuitiva pero certera, la sociedad entiende que esos rostros restituyen su dignidad: son 43 rostros que llaman a la responsabilidad: es ya un compromiso ético.
Cuarta escena: A esos rostros se oponen otros, frívolos. Dos ejemplos: primero, el selfie del maquillista de Angélica Rivera dentro del avión presidencial que viajará a China. (En un acto de irresponsabilidad, el presidente realiza un viaje de “Estado”, justo cuando la PGR informa el dictamen más terrible y peor argumentado acerca del presunto asesinato y la incineración de los 43 jóvenes.) Además de una falla de seguridad del Estado Mayor Presidencial, el selfie del maquillista se inscribe como un enfrentamiento en la política de la rostridad. Banal, soberbio, insensible.
Segundo, la imagen de Sofía Castro, hijastra de Enrique Peña Nieto, muestra a una joven despreocupada que, a la pregunta sobre Ayotzinapa cuando asiste a una ceremonia de premiación, declara que no es momento para hablar de eso: “Ahorita venimos a disfrutar y a recibir mi premio”. Instaura así una relación ética fallida: hay un rechazo al rostro del otro.
Rostros en escenas. Ayotzinapa ha sido demoledor porque sus imágenes no pueden ser reducidas. La rostridad de Julio César y los 43 normalistas constituye un dolor irreductible. Como quería Susan Sontag, “debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan”, no cerrar los ojos, ni los afectos ni la conciencia ante lo que Ayotzinapa nos dice de nosotros mismos.
Por ello, quizás, una manera de entender las protestas, las marchas, los gritos e incluso el fuego y el sostenido reclamo en las calles y en las redes, sea el hecho de que estos normalistas han obligado finalmente al país a asumir la imposibilidad del desentendimiento. m.
1 Llamo narcomáquina al poder paralegal que configura, opera y gestiona un orden paralelo en el que se tejen el poder político, el económico y el de la delincuencia organizada. Véase “La narcomáquina y el trabajo de la violencia”.