Recuerdo de una “expectación dolorosa”
Juan Nepote – Edición 503
Arreola ha ejecutado unos cálculos, unas comparaciones, ciertos análisis, hasta atreverse a pronosticar el día, la hora y la intensidad específica con la que habría de temblar en Guadalajara
Pocas cosas significan tanto para la investigación científica como el tiempo, aunque se trate de un concepto escurridizo, como reconocía el físico Richard Feynman: “El tiempo es lo que pasa… cuando no pasa nada”. Otro físico, Sergio de Régules, ha llamado nuestra atención sobre las maneras en que —casi todas— nuestras preocupaciones dependen del tiempo: “el estrés (angustia de lo que está en el futuro), el arrepentimiento (angustia de lo que está en el pasado), la urgencia (angustia del futuro inmediato), la impaciencia (molestia por la lentitud con la que pasa el tiempo), la esperanza (incertidumbre del futuro que nos da aliento), la nostalgia (certeza de que el pasado fue mejor)”.
Los investigadores científicos observan sistemáticamente las transformaciones en el tiempo para reconocer repeticiones y patrones en la naturaleza, y así elaborar pronósticos. Se mantienen permanentemente en un estado de expectativa, si hacemos caso de lo que nos dicen los diccionarios de la Real Academia Española acerca de que expectativa es la “posibilidad razonable de que algo suceda” y que uno de sus sinónimos es expectación o la “Espera, generalmente curiosa o tensa, de un acontecimiento que interesa o importa”.
En la capital de Jalisco ocurrió un episodio muy ilustrativo de algunas relaciones entre nuestra ciencia y nuestras expectativas, cuando el jueves 9 de mayo de 1912 la primera plana del diario La Gaceta de Guadalajara. Diario Independiente apareció con unos titulares de sobrada elocuencia: “LA CIUDAD SE ENCUENTRA EN UNA EXPECTACIÓN DOLOROSA”. Y es que, desde el día anterior —y así iba a continuar siendo en las siguientes semanas—, había estado temblando: algunos llegaron a contar más de 20 sismos en un solo día. En semejante escenario apareció un peculiar personaje llamado José María Arreola Mendoza: un sacerdote oficial y científico aficionado resuelto a atender la expectativa de los habitantes de Guadalajara, aunque terminó por alimentar la expectación colectiva, como se puede leer en la primera plana de un diario publicado el lunes 22 de julio de 1912: “El Sabio Geólogo Presbítero José María Arreola Predice los Temblores que tendremos hasta a principios de agosto”.
Y es que Arreola ha ejecutado unos cálculos, unas comparaciones, ciertos análisis, hasta atreverse a pronosticar el día, la hora y la intensidad específica con la que habría de temblar en Guadalajara durante las siguientes semanas: los tapatíos, sobrecargados de expectación, salen a la calle con reloj en mano y cada vez que el terremoto ocurre, exactamente como Arreola había anticipado, aplauden, gritan, se abrazan, mientras esperan a que llegue el martes 6 de agosto de 1912, fecha en que —exactamente a las 11 de la mañana— se debe verificar el “mayor de los terremotos”. Ese día, los periódicos anuncian, con inmensas letras: “GUADALAJARA ACABA HOY. HAY UN PÁNICO INMENSO. LA CIUDAD SE DISPONE A RECIBIR EL FORTÍSIMO TEMBLOR ANUNCIADO PARA HOY”, y debajo, con letras más pequeñas: “Habrá paseos, verbenas, y fiestas de todas clases y para todos gustos”. Pero, a diferencia de lo que venía sucediendo casi a diario durante las semanas y meses anteriores, ese día no tiembla en Guadalajara… y las personas, decepcionadas todas las expectativas, vuelven, invenciblemente, a la aburrida normalidad.