Que la vergüenza cambie de bando: la historia de Gisèle Pelicot
Teresa Sánchez Vilches – Edición 504

El caso Pelicot vuelve a poner en evidencia algo que se ha dicho en repetidas ocasiones: las violencias contra las mujeres son consecuencia de un sistema que encuentra nuevas maneras para perpetuarse desde el silencio y la impunidad. Gisèle, y muchas otras mujeres, han comenzado a romper ese silencio
Nadie sabe con certeza en qué momento empezó el horror. Puede haber sido una tarde cualquiera, una de esas tardes en que la luz de Mazan, en el sur-este de Francia, dibuja sombras alargadas en las paredes y convierte a los hombres en siluetas irreconocibles. O tal vez la traición había comenzado mucho antes, oculta en los pliegues de la rutina, en esos años de matrimonio en que la confianza se daba por sentada y el peligro era impensable.
Gisèle Pelicot nació en Villingen-Schwenningen, Alemania, el 7 de diciembre de 1952, hija de un militar francés. A sus cinco años de edad, la familia se trasladó a Francia, y cuando tenía nueve su madre murió de cáncer. De esos años recordaría siempre una casa llena de silencios y la sensación de que las ausencias pesan más que las presencias. Creció, estudió y se convirtió en una mujer trabajadora. En 1971 conoció a Dominique Pelicot y en abril de 1973 se casaron. Tres hijos. Un hogar. Una vida en apariencia tranquila en un suburbio de París. Pero también un matrimonio con fisuras: Dominique era un hombre de negocios fracasados y furias contenidas. En los años ochenta, Gisèle tuvo una aventura amorosa que duró tres años. Él se enteró, la dejó, regresó meses después. Se dice que ambos fueron infieles, pero no hay confirmación detallada acerca de Dominique.
Siguieron juntos, con un lazo que, aunque desgastado, no terminaba de romperse. Se divorciaron en 2001 por problemas financieros y, años después, se volvieron a casar. Dominique jugaba tenis, montaba bicicleta. Gisèle cantaba en un coro. En verano recibían a sus nietos. Mientras tanto, sin que ella lo supiera, Dominique la drogaba, la ponía a disposición de decenas de hombres y grababa cada violación de forma meticulosa. Durante casi una década, de 2011 a 2020, la mujer que todos conocían como una jubilada amable y discreta fue el centro de una red de violencia, un secreto que dormía en discos duros y que, tarde o temprano, alguien descubriría.

El archivo de la infamia
La revelación llegó en 2020, pero no fue por una denuncia de Gisèle, ni por la sospecha de un vecino, ni por el arrepentimiento de uno de los agresores. Llegó porque Dominique Pelicot fue arrestado en un supermercado, tras ser sorprendido grabando con su teléfono bajo las faldas de varias mujeres. La policía confiscó su dispositivo, revisó el contenido y encontró mucho más de lo que podría imaginar. Había miles de fotografías y videos de su esposa, inconsciente, siendo abusada por decenas de hombres. Había listas de nombres. Fechas. Detalles muy específicos, como si la brutalidad pudiera ser archivada y catalogada como en un trámite bancario.
La policía llegó a la casa que Dominique había compartido durante décadas con su esposa. Gisèle no entendía nada cuando le dijeron que su esposo estaba detenido no por un delito menor, sino por crímenes que la involucraban a ella. No sabía de qué le estaban hablando. No podía saberlo. Cuando le mostraron las pruebas, las imágenes, las grabaciones, todo encajó: la fatiga crónica, los lapsos de tiempo perdidos, los días en los que despertaba con dolores inexplicables, con el cuerpo pesado y la mente nublada.
Podría haber permanecido en el anonimato. Tenía derecho a un proceso privado, a ocultar su identidad, a resguardarse del ojo público. Muchos abogados le aconsejaron que lo hiciera. Pero ella eligió otra cosa: eligió la exposición pública como una forma de justicia. Eligió que su nombre y su rostro fueran conocidos. Eligió enfrentarse a su esposo, mirarlo a los ojos en la corte, obligarlo a escuchar su voz. Y eligió también ver los videos, no porque tuviera dudas, no porque creyera que en ellos encontraría otra versión de la historia, sino porque quería conocer toda la verdad y deseaba, con todo su ser, que la vergüenza cambiara de bando: que fueran sus agresores quienes vivieran el escarnio.

El juicio comenzó el 2 de septiembre de 2024 y se prolongó durante semanas. Fue un espectáculo de morbo, de titulares sensacionalistas, de imágenes de Gisèle caminando hacia el tribunal con la entereza de quien no tiene mucho que perder. Dominique no negó nada. ¿Cómo podría hacerlo? Las pruebas eran abrumadoras. Intentó justificarse. Dijo que su esposa nunca se daba cuenta, que él sólo estaba aprovechando una oportunidad. Que no era para tanto. Que eran juegos de adultos. Que los otros hombres lo habían entendido así. Los abogados de la defensa intentaron argumentar que no hubo violencia, que sin conciencia no hay resistencia y que sin resistencia, tal vez, no hay crimen.
Gisèle los escuchó con el estoicismo de quien ya ha oído suficientes mentiras. Luego tomó la palabra. Su voz, firme, sin quebrarse, recorrió la sala. Describió las imágenes que había visto, los fragmentos de su vida que nunca había vivido conscientemente. Habló de su cuerpo como un territorio usurpado, de la traición, del dolor, de la furia que no había podido expresar durante años porque no sabía que tenía motivos para sentirla. No era solamente una víctima. Era un testimonio vivo de lo que sucede cuando la violencia encuentra complicidad en el silencio.
El tribunal dictó sentencia el 19 de diciembre de 2024. Dominique Pelicot fue condenado a 20 años de prisión por violación agravada. Los otros 50 acusados, hombres que participaron en los abusos, recibieron penas que varían entre los cinco y los 15 años de cárcel, dependiendo de su grado de implicación. Algunos negaron su participación hasta el último momento, otros intentaron justificarse alegando desconocimiento. Pero los videos, las grabaciones y las pruebas periciales no dejaron margen para la duda. Los violadores que aparecieron en los videos eran 70, pero sólo se logró localizar a 50.
El juicio también reveló que Pelicot había sido denunciado anteriormente por otras mujeres, aunque sus casos nunca prosperaron. Se habló de agresiones previas, de grabaciones clandestinas en espacios públicos y de una larga lista de testimonios que hasta entonces habían sido ignorados.
Lo que ocurrió con los hijos de Gisèle se convirtió en otra línea de dolor en esta historia. Su hija fue quien más cerca estuvo de ella durante el proceso judicial. Se convirtió en su apoyo más firme, la acompañó a cada audiencia, la sostuvo en los momentos más difíciles. Sus otros dos hijos, varones, no se involucraron en la misma medida con el caso. La familia quedó fragmentada, otra víctima colateral del horror que Dominique había construido en silencio durante años.

La química del abuso
Pocos recordarán la primera vez que escucharon el término “sumisión química”. Quizá porque la idea de una violación que sucede en la inconsciencia perturba demasiado. ¿Qué significa que alguien pueda reducir a otra persona a ser un objeto sin voluntad, a un cuerpo inerte en el que todo es permitido? La historia de Gisèle Pelicot trajo esta forma de violencia al centro del debate público, pero la verdad es que ha estado presente desde hace décadas en bares, fiestas, reuniones privadas y dormitorios con cerradura. La diferencia es que antes nadie quería hablar de ello.
Mariana Espeleta, coordinadora del Comité Interdireccional para la Igualdad de Género en el ITESO, describe con claridad la gravedad del problema: “La sumisión química es el punto culminante de una cultura que ha normalizado el consentimiento pasivo. Nos han hecho creer que si una mujer no dice ‘No’, es porque está de acuerdo. Pero, ¿cómo puede alguien consentir cuando está inconsciente? Lo que sucedió con Pelicot es la manifestación más extrema de esto: una mujer sometida durante años, drogada sin saberlo, utilizada por docenas de hombres que pensaban que su mutismo era permiso”.
En Francia, como en muchos otros países, la discusión acerca de la violencia sexual está centrada en la figura de la “violación tradicional”: un ataque en la oscuridad, un callejón sin salida, un forcejeo evidente. Sin embargo, el caso Pelicot dejó en claro que hay otra forma de violación que ha sido sistemáticamente ignorada. Carmen Díaz Alba, también investigadora y profesora en la Universidad Jesuita de Guadalajara y, al igual que Espeleta, integrante del Comité Interdireccional para la Igualdad de Género en el ITESO, señala que la impunidad en estos casos radica en la dificultad para demostrar lo sucedido: “Una mujer que despierta sin memoria de las últimas horas, con un dolor difuso y la certeza de que algo pasó, ¿cómo prueba que fue violada? Sin rastros de lucha, sin testigos, sin recuerdos claros, el sistema judicial la condena a la duda perpetua”.

La sumisión química, dice, no es sólo una técnica usada por depredadores individuales. Es una práctica avalada por una red de cómplices, por una sociedad que ha preferido mirar a otro lado, por leyes que no han sabido ajustarse a la realidad de estas agresiones. En el juicio contra Dominique Pelicot y los 50 hombres acusados de violar a su esposa, se reveló que muchas de las sustancias usadas en la droga que la mantenía inconsciente eran de fácil acceso y podían mezclarse con líquidos sin dejar rastro.
Espeleta insiste en que la clave está en la educación. “Seguimos criando hombres que creen que el sexo es algo que se obtiene, no algo que se comparte. Y, en una cultura que los convence de que tienen derecho a todo, la idea de que la voluntad de la otra persona sea un obstáculo es vista como un problema por resolver: si no consiente, la drogo; si no reacciona, mejor para mí. Y el sistema los protege porque no quiere ver el horror de lo que ha construido”.
A pesar de los esfuerzos por visibilizar este tipo de violencia, los obstáculos para acceder a la justicia siguen siendo enormes. “Las mujeres que intentan denunciar se encuentran con burócratas que les preguntan por qué tomaron tanto, por qué aceptaron la copa de un desconocido, por qué no fueron más cuidadosas. Se les revictimiza hasta el punto de hacerles creer que son responsables de su propia agresión”, dice Díaz Alba. En México, de acuerdo con cifras de la Fiscalía General de la República, 97 por ciento de los casos de violación química queda impune.
En este escenario, las redes comunitarias y el activismo digital han tenido un papel fundamental en el acompañamiento de víctimas y en la exposición de agresores. Las denuncias en redes sociales, los “tendederos” en universidades y los espacios de sororidad han permitido que muchas mujeres encuentren apoyo y que ciertos casos lleguen a la opinión pública cuando las instituciones han fallado.

Pero la solución no puede recaer únicamente en las víctimas. Espeleta lo dice con claridad: “No se trata de enseñar a las mujeres a cuidarse, sino de enseñar a los hombres a no violar. Necesitamos un cambio radical en cómo entendemos el consentimiento, en cómo lo aplicamos en nuestras relaciones. Y, sobre todo, necesitamos un sistema de justicia que deje de proteger a los agresores y empiece a creerles a las víctimas”.
El caso Pelicot marcó un precedente. Por la condena, pero también porque puso sobre la mesa una conversación que durante demasiado tiempo se había evitado. “Las víctimas de sumisión química no recuerdan lo que les pasó. Pero nosotros sí podemos recordarlo. Y, sobre todo, podemos impedir que vuelva a pasar”, afirma Díaz Alba.
Recalca que el caso Pelicot no es un hecho aislado, sino parte de un fenómeno estructural que afecta a miles de mujeres en el mundo. “Si miramos bien, encontramos patrones. En muchos de estos casos, los perpetradores no actúan solos. Se apoyan en redes de complicidad, en espacios que fomentan el abuso y en discursos que minimizan el daño. No es sólo un hombre aprovechándose de una mujer inconsciente: es un sistema que lo hace posible y lo encubre”.
Otro aspecto fundamental que destaca Espeleta es la necesidad de generar mecanismos de protección efectivos. “Hoy, la mayoría de las víctimas no denuncia porque saben que el proceso será una tortura adicional. En el mejor de los casos, su denuncia quedará en el olvido; en el peor, serán atacadas, cuestionadas y juzgadas por la misma sociedad que debería protegerlas. Necesitamos protocolos claros, investigaciones rápidas y sentencias ejemplares. De lo contrario, la impunidad seguirá siendo la norma”.
Díaz Alba agrega que el papel de los medios de comunicación es clave en la lucha contra la violencia sexual. “Los medios han tenido un doble papel: han sido cómplices del silencio y, al mismo tiempo, han sido una herramienta de denuncia cuando las instituciones fallan. Es urgente que dejen de abordar estos casos desde el morbo y el escándalo, y comiencen a tratarlos con la seriedad que merecen. No es un ‘crimen pasional’, no es un ‘escándalo sexual’: es un crimen, es violencia sistemática contra las mujeres”.

Espeleta recalca que, si bien es fundamental cambiar las estructuras legales y mediáticas, el cambio real sólo llegará con una transformación cultural de fondo. “Podemos modificar las leyes, podemos reformar las instituciones, pero si no cambiamos la forma en que concebimos la sexualidad, el poder y el consentimiento, nada de esto servirá. Necesitamos cuestionarnos todo: desde la educación infantil hasta las dinámicas de poder en las relaciones de pareja. Sólo así podremos construir una sociedad donde la violencia sexual no sea una realidad cotidiana”.
La de Gisèle Pelicot es más que la historia de una víctima que enfrentó a sus agresores: es la historia de un sistema que ha permitido la sumisión química y la impunidad por demasiado tiempo. Espeleta y Díaz Alba coinciden en que este es el momento para cambiarlo. “Si no lo hacemos ahora, ¿cuántas mujeres más tendrán que sufrir lo mismo antes de que despertemos?”, se pregunta Carmen Díaz.
La sentencia no devolvió el tiempo perdido ni cerró las heridas. Pero, al menos esta vez, hubo justicia. En Francia, el caso Pelicot encendió un debate incómodo: ¿cuántas han sido drogadas sin saberlo? ¿Cuántas han despertado con el cuerpo ultrajado y la memoria en blanco, sintiendo una vergüenza que nunca les perteneció?
Antes de que Dominique Pelicot fuera escoltado fuera del tribunal, Gisèle se levantó y lo miró. “Yo no tengo vergüenza. Ahora es su turno”, dijo.
Y ese día, como pocas veces sucede, el silencio cambió de bando.
Cuando la justicia nace del coraje
La violencia contra las mujeres ha tomado muchas formas a lo largo de la historia. A veces es el golpe invisible, la coerción disfrazada de normalidad. Otras, es la brutalidad que deja huellas imborrables en la piel y en la memoria. Pero siempre hay mujeres que deciden no callar. En México, algunas han empujado la historia, han desafiado la impunidad y han obligado a la justicia a mirarlas de frente.
A los 18 años, Olimpia Coral Melo vio su vida destrozada cuando un video íntimo suyo circuló por su ciudad natal, Huauchinango, Puebla. La vergüenza y el acoso la sumieron en el aislamiento. Pero decidió pelear. Su caso llevó a la creación de la Ley Olimpia, que sanciona la difusión de contenido íntimo sin consentimiento. En 2021, la legislación alcanzó el ámbito federal y marcó un antes y un después en la lucha contra la violencia digital en México.
María Elena Ríos Ortiz tampoco eligió ser símbolo de resistencia. En 2019, su expareja, el político Juan Antonio Vera Carrizal, la atacó con ácido en su casa, en Oaxaca. Con el cuerpo destrozado, pero la voz intacta, María Elena convirtió su tragedia en una lucha contra la impunidad. Gracias a su insistencia, Oaxaca tipificó los ataques con ácido como tentativa de feminicidio, un paso hacia una justicia que sigue pendiente.
Paulina del Carmen Ramírez Jacinto tenía 14 años cuando fue violada en su casa, en Baja California. El Estado le prometió un aborto legal, pero los médicos, políticos y grupos religiosos hicieron todo lo posible por impedírselo. Su caso llegó hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y evidenció la falta de acceso a los derechos reproductivos en México. Su lucha provocó cambios en los protocolos de atención a víctimas de violencia sexual.
Mariana Lima Buendía fue asesinada en 2010 en Estado de México. Su esposo, un policía judicial, intentó hacer pasar su muerte por suicidio. La justicia cerró el caso sin investigar, pero su madre, Irinea Buendía, se negó a aceptar el silencio. Peleó hasta que, en 2015, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó reabrir el caso y estableció que todos los asesinatos de mujeres debían investigarse con perspectiva de género. Su lucha transformó la forma en que México enfrenta los feminicidios.
En enero de 2025, María Fernanda Turrent denunció a su expareja por violencia de género. Poco después, él la acusó de sustracción de menores y logró que la arrestaran. Su caso sacudió al país cuando colectivos feministas denunciaron que estaba siendo castigada por atreverse a hablar. La presión social obligó a la justicia a corregirse. Su liberación dejó claro que la lucha colectiva puede inclinar la balanza. Olimpia, María Elena, Paulina, Mariana y Mafer no buscaron ser heroínas. Pero sus historias abrieron caminos donde antes sólo había impunidad. Sus voces han cambiado leyes, han obligado a jueces y fiscales a actuar y han hecho temblar las estructuras de un sistema acostumbrado a callarlas. La justicia aún es incompleta, pero, gracias a ellas, la vergüenza, por fin, ha comenzado a cambiar de bando.