Pensar el sonido y pensar con el sonido
Hugo Hernández – Edición 491
Las posibilidades expresivas del sonido son maravillosas. No obstante, pocos realizadores proponen al espectador algo más que oír. Estos sí lo hacen
Al inicio de En el nombre del padre (1993), de Jim Sheridan, una abogada viaja en su automóvil y coloca en el estéreo un casete. En seguida ingresa a un túnel y la imagen se oscurece mientras escuchamos el drama de quien será el protagonista. En Manhattan (1979), de Woody Allen, dos amigos caminan por la calle, tarde en la noche. Uno de ellos confiesa, en lo oscurito, un secreto: tiene una relación extramarital. En ambos casos dejamos de ver a los personajes en largos tramos, pero el sonido continúa. Lo importante reside en la banda sonora, por lo que se evita que la imagen sea un distractor. Se dirige nuestra atención a lo que unos dicen y otros (y nosotros con ellos) escuchan.
Cuando el cine comenzó a hablar, el sonido era un mero acompañante; luego fue un recurso que básicamente servía para la comunicación; la voz pronto cobró la mayor relevancia, y no es raro que en el cine clásico abunden las películas habitadas por una verborrea incesante. Más adelante se descubrieron las posibilidades expresivas del sonido. El teórico y crítico Michel Chion acuñó el término “audiovisión”, que subraya “el valor añadido con que el sonido enriquece la imagen”, así como la influencia recíproca entre ambos, que transforma la percepción. Y desde que escuchamos en la sala oscura, no volvimos a ver el cine —¿y la realidad?— de la misma forma.
Las posibilidades expresivas del sonido son maravillosas. No obstante, pocos realizadores piensan el sonido y proponen al espectador algo más que oír; muy pocos nos invitan a escuchar y nos hacen sentir… y pensar.
S. M. Eisenstein (Rusia, 1898-1948)
Eisenstein preveía que, en sus inicios, el rol del sonido sería casi decorativo. El ruso, por lo tanto, se dio a la tarea de pensarlo, al igual que lo hizo con el montaje, como el fundamento del cine. En Aléxander Nevsky (1938) lleva a la práctica la “sincronización” de fragmentos musicales y fotográficos, lo que permite “hermanarlos”. Hace cruces geniales entre el desarrollo de la música de Prokófiev —cuyo ritmo grafica como una curva— con la composición de la imagen, que sigue una línea similar. Así contribuye a la épica, y el resultado es emoción pura.
Jacques Tati (Francia, 1907-1982)
Tati creaba artificialmente todos los sonidos de sus cintas. Así, en Mi tío (1958), el andar de una laboriosa ama de casa por su casa se escucha como una maquinita; en Playtime (1967), la vida privada se exhibe en vitrina (“la sociedad de la transparencia”, diría el filósofo Byung-Chul Han) y suena a tránsito citadino. Tati desnaturaliza el sonido para subrayar lo antinatural de la vida moderna en las grandes ciudades, que socava lo humano de los humanos. El humor apela a la inteligencia y hace surgir la sonrisa, esa que aparece cuando uno piensa.
Francis Ford Coppola (Estados Unidos, 1939)
En El padrino (1972) y en La ley de la calle (1983), el sonido es mucho más que un acompañante de la imagen, pero el epítome de la filmografía de Coppola —y haya quien dice que su mejor película— es La conversación (1974). En ésta descubrimos, desde el inicio, el dispositivo empleado por un experto en vigilancia para ingresar en la privacidad de una pareja y registrar sus charlas. Los ambientes sonoros resultan expresivos, cuantimás las palabras, que no sólo informan: revelan. Así el sonido da densidad al tema y significado a la narración.
David Lynch(Estados Unidos, 1946)
Lynch nos lleva invariablemente a los meandros de la mente. No sólo construye puntos de vista; además, concibe formas singulares, enrarecidas, de estar en uno mismo y en el mundo. Contrasta la percepción desde afuera con el infierno habitual que habita el interior de sus personajes, recurso que podemos ver lo mismo en Mulholland Drive (2001) que en su fundacional opera prima, Cabeza de borrador (1977). En las películas de Lynch, la visión y la escucha —la audiovisión— provocan extrañeza, inquietud: asomarse a la mente no es una experiencia placentera.
Lars von Trier (Dinamarca, 1956)
En Rompiendo las olas (1996), Von Trier construye “el punto de vista de Dios” desde las alturas y con sonidos “celestiales”; en Bailando en la oscuridad (2000), la grisura de la vida se ve y se escucha, mas se rompe en la fantasía del cine musical; en Dogville (2003), la banda sonora da realismo a un escenario desnudo. Si el cine convencional devino pura artificialidad, las películas del danés buscan volver al cine sin maquillaje, romper la ilusión y restituir la verdad. Así, construye espejos que resultan tan reveladores como incómodos.
Para saber más
:: Sobre Eisenstein, Prokofiev y Alexander Nevsky.
:: Bailando en la oscuridad (película completa sin subtítulos).
:: Diseño sonoro Dogville.
:: Mi tío, de Tati (fragmento mencionado).
:: Diseño sonoro en Cabeza de borrador y su análisis.
:: Coppola sobre la evolución del sonido.
:: Sobre La conversación.