Pedro Opeka: levantar una ciudad para reconstruir la humanidad
Alejandra Guillén – Edición 456
La labor del sacerdote Pedro Opeka al lado del pueblo malgache ha devuelto la dignidad a miles de personas que, de modo solidario, van aprendiendo cómo luchar contra el hambre y la injusticia y por la defensa de la naturaleza
Cuando el padre Pedro Opeka conoció el basurero de Antananarivo, sintió que estaba en pleno infierno: cientos de niños descalzos hurgaban en los desechos y peleaban por alimentos putrefactos contra cerdos igual de hambrientos que ellos. La escena podría ser la de cualquier vertedero mexicano, con la diferencia de que en Madagascar, el sacerdote argentino logró convocar al pueblo malgache para enfrentar la miseria.
Aquel día que visitó el tiradero, en 1989, Pedro Pablo Opeka se quedó mudo y pensó: “Aquí no tengo derecho a hablar, aquí hay que actuar”.1 Esa noche no durmió por pensar que esos niños dormían con hambre, frío y en casas de cartón sobre la basura. Le rogó a su Dios que lo ayudara a pensar en una solución, y al día siguiente se presentó en el vertedero y celebró la primera reunión: “No tengo dinero, pero si quieren trabajar, vamos hacia delante”, les dijo Pedro Opeka a los hombres y mujeres negros que aún lo veían con desconfianza, porque el sacerdote era blanco, como los colonizadores que esclavizaron a su gente y que robaron las riquezas de Madagascar, la isla más grande de África, paradisiaca y aún asediada por trasnacionales.2
Lo que sucedió a partir de ese momento parece un milagro que nada tiene que ver con lo divino, sino con la organización, el trabajo colectivo y la solidaridad que volvieron a tejer los malgaches, de la mano del sacerdote Pedro y de la asociación Akamasoa (buenos amigos, en lengua malgache) que éste fundó el 13 de enero de 1990 con jóvenes voluntarios. Primero ofrecieron un espacio para quienes vivían en los alrededores del basurero: entre todos construyeron viviendas en un terreno de dos hectáreas, colindante con el vertedero; los asentamientos se fueron multiplicando; se crearon fuentes de empleo en la extracción de granito o en talleres de oficios; se edificaron escuelas (donde ahora estudian y se alimentan alrededor de 10 mil niños), centros de salud, canchas deportivas, calles; cultivaron huertos y hasta organizaron una guardia comunitaria conformada por voluntarios que se hacen cargo de la seguridad. En 27 años se construyeron 17 barrios, tres de ellos ubicados cerca del basurero municipal y dos en el área rural, donde viven unas 25 mil personas.
Las acciones de Pedro Opeka han causado revuelo internacional y su figura aparece en infinidad de entrevistas, perseguido por niños que se lo encuentran en la calle, pateando balones como si aún tuviera 30 años, recorriendo el basurero que no han logrado clausurar. Ha sido postulado en dos ocasiones para el Premio Nobel de la Paz y algunos de sus sobrenombres mediáticos son El Albañil de Dios, El Apóstol de la Basura, La Madre Teresa de Calcuta con pantalones. Pero no es sólo él: sin el pueblo malgache, ninguna idea habría germinado ni se habría sostenido por tantos años.
En Akamasoa no se regala nada, asegura Pedro Opeka, todo se consigue con dolor, disciplina, sufrimiento y sudor. “Si yo regalo, ¿quién me va a ayudar? Yo no quiero eso, porque regalando cosas los estás mimando, sacando el coraje, la dignidad del ser humano. Yo lo quiero demasiado a este pueblo de Madagascar, como para asistirlo”. Desde el primer diálogo que tuvo con la gente, las reglas fueron trabajar, mandar a los niños a la escuela y acatar las reglas internas de la comunidad.
Fe, trabajo y dignidad
Desde joven, Pedro Pablo Opeka Marolt quería ser como Jesucristo porque tenía el valor de defender a los humildes, explica en la entrevista que contestó vía correo electrónico (“no sé cómo encontré el tiempo para hacerlo, un milagro”, añade en el mensaje).
Él y sus siete hermanos crecieron en Argentina, donde sus padres, Luis Opeka y María Marolt, se habían refugiado luego de huir de lo que hoy es Eslovenia. Los seguidores del Partido Comunista, del Mariscal Tito, habían arrestado a Luis y lo habían condenado a muerte por sus convicciones cristianas. Fue el único sobreviviente de una masacre de miles de personas. Huyó de la antigua Yugoslavia hacia la frontera con Italia, y en un campamento de la Cruz Roja Internacional conoció a María Marolt, quien también huía del comunismo. En 1947, Argentina los recibió, y ahí nació Pedro Pablo el 29 de junio de 1948, en San Martín, una provincia de Buenos Aires.
Su infancia la pasó corriendo por el campo y jugando futbol; aprendió en casa el oficio de albañil, el “amor a Dios” y el idioma esloveno. Pedro Opeka cuenta orgulloso que sus padres hacían lo que decían y que sus enseñanzas fueron la solidaridad, la fraternidad, la fe y la alegría de vivir unidos.
Pedro Opeka charla con los vecinos e integrantes de la comunidad para planear la habilitación del vecindario y la construcción de nuevas viviendas.
En su adolescencia dudó entre dedicarse al futbol de manera profesional o meterse al seminario, pues estaba empeñado en seguir los pasos de Jesús para servir a los más pobres. Eligió el sacerdocio. Con 17 años entró a la Congregación de la Misión de San Vicente de Paúl, cerca de Buenos Aires. Cuando se hallaba en el noviciado estaba concluyendo el Concilio Vaticano II, convocado el 11 de octubre de 1962 por el Papa Juan XXIII, que planteaba abrir las ventanas de la Iglesia para que entrara el viento renovador del Espíritu, lo que en Latinoamérica se interpretó con la consigna de la opción por los pobres. Esta corriente de pensamiento influyó a Opeka en lo consecuente.
En 1968 se fue a Europa. En Eslovenia estudió filosofía y en Francia teología. De la Congregación de San Vicente de Paúl mandaron a Pedro Opeka como misionero a esta isla (la cuarta en tamaño en el mundo), donde permaneció dos años. En 1975 se ordenó y al siguiente año estaba de vuelta en Madagascar. Los primeros años estuvo en la selva, en Vangaindrano, a 800 kilómetros al sur de la capital (Antananarivo). Se metió a las canchas de futbol a jugar con el pueblo malgache, lo que les resultaba extraño, ya que normalmente hay una frontera con los blancos, “los colonizadores”. El sacerdote argentino invitó a otros dos curas a trabajar en los arrozales, a meterse al agua aunque se llenaran de lodo. La idea era mostrar que cualquier trabajo es digno. Así se fueron ganando la confianza de la gente.
Habitantes de la comunidad trabajan juntos en la construcción de nuevas viviendas.
En la selva pervivían los lazos comunitarios y eso le fascinaba, pero las enfermedades por el agua contaminada lo debilitaron y después de 15 años pidió regresar a Argentina. En la Congregación le ofrecieron que se mudara a Antananarivo para ser director de la escuela Escolástica de San Vicente de Paúl y aceptó. La capital de Madagascar fue un reto para el padre Opeka. En el sur había visto demasiadas pobreza y muerte, pero consideraba que la gente resguardaba su dignidad, su fiereza, su belleza espiritual, su fuerza interior. En cambio, en la ciudad vivían miles de personas que salieron de sus pueblos en busca de un trabajo que nunca encontraron; se quedaron viviendo en calles, mercados y vertederos. La pobreza los llevó a que se impusiera la ley del más fuerte.
El padre Opeka tardó cinco años en aprender la lengua malgache. Logró decir la homilía sin leer: “Qué bien me sentí mirando a la gente a los ojos. La lengua malagasy (malgache) es también muy rica en expresiones, tiene que ver con la realidad, la gente quiere escuchar sobre cosas reales y urgentes. Ellos me han enseñado a ir al problema directamente cuando se trata de solucionar el hambre, el trabajo”.
Personas trabajando en la extracción de cantera para obtener materiales para la construcción.
La tierra, nuestra casa
En México es probable que muy pocos tengan referentes de Madagascar más allá de lo que aparece en las películas. Está a unos 17 mil kilómetros de Jalisco y es un destino turístico fuera del alcance de muchos. A la distancia, sabemos de aquella isla rodeada por el océano Índico (frente a Mozambique), que su atractivo son sus paisajes naturales. La organización internacional Worl Wildlife Fund la describe como “La Isla del Tesoro: nueva biodiversidad en Madagascar”; pero esta riqueza natural está amenazada por la acelerada deforestación (en notas periodísticas se menciona que se ha perdido 90 por ciento de su cobertura original).
Para Pedro Pablo Opeka, la Tierra es “nuestra madre, nuestra energía, nuestra cuna, nuestra casa común, como dice el papa Francisco. No respetar a la Tierra es como serruchar la rama en la que estamos sentados. Nos hacemos daño a nosotros mismos. Pero no nos damos cuenta porque la locura y la ligereza de la vida actual nos invitan a consumir y a disfrutar de todo, incluso de lo que es antinatural y prohibido. El respeto a la naturaleza no es facultativo, es una exigencia natural y moral si queremos vivir en armonía con la Tierra y el universo. Explotar la Tierra es falta grave. ¿Por qué, con tanto progreso científico y tecnológico, no sabemos respetarla? Quizá nos falte el discernimiento. El hombre podría transformarse en el predador más peligroso del universo”.
Por ello, en Akamasoa plantan 20 mil árboles al año en zonas deforestadas y en las escuelas se enseña el amor a la Tierra, que se aprende con gestos simples como recoger un papel en la calle, respetar las flores y los árboles de un parque, reciclando la basura, aunque “la toma de conciencia no es unánime en la gente, tenemos que luchar mucho tiempo más para comprender que la naturaleza nos hace felices”, reflexiona el sacerdote que, en vez de sentirse argentino o malgache, dice que él es “terreno, mi casa es el planeta Tierra”.
Alumnas de una de las tres escuelas secundarias fundadas por el padre Opeka.
Para el padre Opeka, lo que han hecho los malgaches no es sólo construir su propia ciudad, donde ya viven 25 mil personas, sino que han reconstruido su humanidad: “La dignidad estaba oprimida por tantas injusticias, por eso tuvimos que reconstruirla al mismo tiempo que levantamos la ciudad. En el basurero habían perdido todo y sobrevivían a la violencia […] había que poner de pie a estos hermanos y despertarles la chispa divina de que se puede vivir de manera respetuosa, fraternal, digna, haciendo desaparecer el odio y la envidia. Estas cualidades del ser humano se pierden muy rápidamente, pero para revivirlas se necesitan años o décadas”.
En Akamasoa se escucha a menudo el término “dignidad”, porque se considera lo más sagrado de una persona, porque da voluntad para luchar en la vida. Opeka dice que “es la esencia del ser humano, sin ella se vive como en una cárcel, no hay responsabilidad, ni libertad ni igualdad. Se puede recuperar, pero no es fácil, porque hay una ruptura en el interior y se tienen que sanar las heridas más profundas, que vienen del Espíritu. La dignidad se alimenta con la verdad, el amor, la compasión […] por eso hay que luchar para que no se le robe a ninguna persona su dignidad, sin ésta no hay futuro para la Humanidad”.
Durante los primeros años del proyecto sufrió traiciones, robos, amenazas, pero siempre estuvo consciente de que entre los malgaches había algunos que tenían mucho que perdonar, que no era sencillo cambiar de la noche a la mañana y superar tanto dolor acumulado. Poco a poco se notaron los cambios: las familias ya no llegaban a pedir arroz, sino a buscar trabajo para así conseguir alimentos. De hecho, el primer punto al que llega la gente son los albergues, donde permanece un tiempo hasta que con el trabajo de años logra obtener una vivienda.
Los poblados se han levantado al margen del gobierno (“la pobreza no ha caído del cielo, los dirigentes políticos han sacrificado a su pueblo para enriquecerse solos”, piensa el sacerdote), con esfuerzo de la misma gente y donativos internacionales de asociaciones como Manos Unidas, que se usan para adquirir material de construcción y alimentos para 10 mil alumnos.
La vida cotidiana
El despertador suena a las cinco de la mañana para la eucaristía. A las seis, Opeka desayuna y responde correos. A las siete se reúne con los responsables de los pueblos, las escuelas, las construcciones, la cantera y los talleres. Más tarde atiende a visitantes, almuerza y a las dos de la tarde son los entierros. Por la tarde acude a los centros de trabajo, los pueblos, ve a las familias que tienen problemas, hace oración, cena, saluda a los guardias, lee un poco y a las 23:00 se duerme.
En los pueblos de Akamasoa, la vida es trabajar, estudiar, jugar, rezar, “pero quizás aquí hay más alegría y simplicidad”. Existen actualmente 20 leyes (conocidas como dinas) que la misma gente creó y votó.4 Las reglas son no robar, no insultar al prójimo, trabajar, enviar a los niños a la escuela, no consumir alcohol ni drogas. Se han celebrado decenas de reuniones, pero “no se cambia el corazón de un hombre con una ley, por más buena y santa que sea. Hay que tener mucha perseverancia para que se apliquen”, explica el argentino. Por ello, se crearon comités en cada pueblo y responsables que informen con prontitud si la convivencia se complica en algún lugar. En los centros de trabajo también hay encargados del orden, para que ningún obrero se aproveche del bien común, gracias a lo cual se pueden pagar sueldos para vivir con dignidad (se pagan tres mil salarios en total).
“La base de nuestra organización es la honestidad, vivir de la verdad, servir y no servirse del hermano. Luego hay que refrescar la memoria seguido para que estas bases de vida comunitaria no se olviden. Tenemos reuniones periódicas con todos los comités de los pueblos y de los talleres para discutir los problemas graves y buscar soluciones”.
Vista panorámica de algunas de las tres mil viviendas construidas en la zona del basurero.
Los trabajadores de la cantera y de la construcción son quienes integran de forma voluntaria los equipos de seguridad (hay guardia de día y de noche). Salen con silbatos a dar rondines, a disuadir el comercio de droga y alcohol, a hablar con los jóvenes para que cambien de mentalidad y se enfoquen en la música o el deporte. Esta lucha es incluso una batalla contra el gobierno de Madagascar, ya que “a veces están involucrados en los mercados clandestinos y también en los robos”. Pedro Opeka insiste en esta pelea, porque se trata del futuro de los jóvenes de Akamasoa.
En las decenas de entrevistas que hay acerca de este sacerdote que ha hecho mucho más que gobiernos enteros, es raro encontrar información que ayude a entender la historia del pueblo malgache y su lucha. Aparece como información aislada que Madagascar fue refugio de rebeldes de otros países que colindan con el océano Índico, que resistieron la invasión de países europeos hasta que Francia logró apoderarse de la isla en 1895 y que hasta 1960 lograron independizarse; que hay una resistencia viva de campesinos que luchan contra el despojo de sus tierras por parte de las trasnacionales (en el informe “Accaparement des Terres à Madagascar” se vincula la colonización con la crisis alimentaria, pues a los pobladores se les roban sus tierras y ya no tienen dónde sembrar); o que “son una cultura profundamente subversiva, una cultura rebelde híbrida, creada por una población de esclavos que lograron escapar”, como opina el antropólogo anarquista David R. Graeber, uno de los ideólogos del movimiento Occupy Wall Street, quien realizó trabajo de campo en Madagascar cuando tenía 28 años. Mucho de lo que se ha logrado sin duda estará relacionado con lazos comunitarios que siguen vivos entre los malgaches. Lo interesante es, como asegura el padre Pedro Opeka, que este proyecto autogestivo se puede repetir en cualquier parte del mundo. m.
1. Esto lo relata en prácticamente todas las entrevistas disponibles en YouTube.
2. “Las grandes mineras y agrícolas han desplazado a pequeños campesinos y ganaderos poniendo en riesgo incluso la subsistencia de un buen número de familias”, escribe Carlos Bajo Erro en el texto “David contra Goliat en Madagascar”, publicado en El País el 21 de enero de 2015.