«Ozumba», de Ernesto Lumbreras
Jorge Esquinca – Edición 457
Desde sus primeros libros, Ernesto Lumbreras ha venido apostando por la escenificación de un estado de gracia donde la confianza en las palabras, en la fuerza que de ellas emana, se convierte en surtidor de pequeños milagros verbales
Subimos la montaña donde duermen, a pleno sol, los muertos. Como río turbio o mercado de domingo, el otoño cantaba su luz en nuestros ojos. Llevados por San Miguel Arcángel, la tarde caía y nos iluminaba por dentro. Entre aquellas tumbas, tu pie marcaba su rastro en un camino de arena que para el regreso ya no era un camino de arena. Yo tenía mi mano en tu mano. Tú tenías pensamientos de callar y muchos nombres de flores. Subimos la montaña buscando una aparición que ya no estaba: ¿un niño tocando un tambor?, ¿un perro negro orinando una piedra negra?, ¿un templo sostenido por abejas? Cuando la realidad nos habla así, en el lenguaje de la poesía, me resulta embarazoso contrariarla, creerle la mitad, tirarla de loca. Yo tenía mi mano en tu mano. Tú tenías un corazón que deseaba dormir en la hierba. La realidad nos hablaba de esa forma, en ese camposanto mojado de polen, en esa iglesia que ya no estaría cuando abriéramos los ojos. Entonces, yo te hablé, abusando de la literatura, de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters donde los difuntos de ese poblado del medio oeste norteamericano “todos, todos están durmiendo en la colina”. Yo te miré hondo porque el dolor de la verdad es también lo bello de tu rostro. Luego callamos, callamos un silencio al que pudimos rotularle un verso que dijera: el amor es la luz que los muertos ven. Pero realmente no estábamos para escribir sino para presenciar, corpóreamente, el espíritu de la poesía.
Ozumba es un pequeño poblado en las faldas del Popocatépetl. A partir de ahí, Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) emprende un ascenso durante el cual lo real absoluto —esa noción de la poesía de acuerdo con Novalis— se manifiesta de manera inconfundible, aunque sin perder su misterio. El poeta y su acompañante van de la mano y, a la vez que son testigos del manantial de apariciones que los circundan, se descubren inmersos en la proximidad de tres elementos capitales: el amor, la muerte, la belleza. Desde sus primeros libros —Clamor de agua (1990), Espuela para demorar el viaje (1993)—, la poesía de Ernesto ha venido apostando por la escenificación de un estado de gracia donde la confianza en las palabras, en la fuerza que de ellas emana, se convierte en surtidor de pequeños milagros verbales. Como si ese “espíritu de la poesía” —nombrado en este poema— estuviera siempre dispuesto a “encarnar”, respondiendo al llamado de quien, con la apertura indispensable, lo invoca. Así en sus libros más recientes: Lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo (2012) y Donde calla el sol (2016). Este último, un bello homenaje a su pueblo natal, puede descargarse en línea desde el sitio manosantaeditores.tumblr.com. La avidez vital de Ernesto Lumbreras lo ha llevado también hacia los territorios del ensayo, la traducción de poesía y la crítica de arte. Son notables sus ensayos Oro líquido en cuenco de obsidiana, sobre Malcolm Lowry, y La mano siniestra de José Clemente Orozco, ambos publicados en 2015 y por los que ha recibido —amén de ser ganador del Premio Nacional de Poesía Aguacalientes— importantes reconocimientos literarios. m.