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– Edición 490

Foto: thecalifornian.com

Dos hombres que buscan trabajo en Oaxaca se encuentran con el voluntarioso ímpetu de un privilegiado citadino. ¿Qué podría salir mal?

—Venimos buscando trabajo, queremos trabajar, señor —dijo uno de ellos, el más bajo.

El otro repitió, como si fuera un coro:

—Queremos trabajar, a eso venimos.

El muchacho los miró desde sus lentes oscuros y su sombrero especial para prevenir quemaduras en su piel clara. Era rubio, con mucho pelo ondulado que se escapaba por debajo del sombrero. 

—Muy bien —dijo—. Vengan conmigo, les voy a dar trabajo.

Fueron con él, en silencio.

El rubio comenzó a hablar. Llevaba ya unos meses en Oaxaca, les dijo. Era una tierra maravillosa, un oasis. Había vivido casi siempre entre Ciudad de México y Monterrey. Los hombres escuchaban en silencio, con la mirada fija en el camino.

—Me llamo Santiago —dijo girándose para verlos de frente, con una amplia sonrisa en los labios.

Caminaron un trecho más, los tres en silencio. Santiago se movía con energía, casi con entusiasmo. Volvió a hablar:

—La verdad es que pasé unos años en Londres, estudié ahí. Luego estuve un par de años en París para perfeccionar el francés y eso. Me di una buena vuelta por Europa, eso estuvo bien.

Los hombres seguían silenciosos. El muchacho los miró como si hubiera tenido una percatación y les preguntó si sabían dónde eran Londres y París, Europa. Ellos callaron, el más bajo se mordió el labio inferior, tal vez ocultaba una sonrisa. El otro se encogió de hombros.

—Pero, fíjense —dijo Santiago—, la ciudad de Oaxaca de Juárez es la mejor de todas, lo digo desde el corazón.

Estrenó con ellos una sonrisa muy amplia, satisfecha.

Subieron sin decir palabra por la calle de García Vigil, bajo el sol oaxaqueño del verano a la una de la tarde. El muchacho era alto. No sólo caminaba con energía, sino con mucha seguridad. Llevaba una playera sin mangas que dejaba ver sus brazos más o menos tostados por el sol, cubiertos de fino vello dorado, así como sus sobacos y una mata del color de las espigas creciendo en ellos. La playera rezaba “¡No nos dejaremos vencer! ¡Lucharé con mis hermanos!”. También tenía un pin que pedía justicia para todos. Comenzó a parlotear, a hablar de la desigualdad en el mundo, de la importancia de emparejar el suelo.

Los dos hombres, taciturnos, eran más bajos que él. Tenían la tez morena, llevaban sombreros de paja trenzada, pantalones de mezclilla gastados, cinto piteado, camisas delgadas a rayas. Uno llevaba botas; el otro, tenis. Caminaban despacio y era evidente, para quien los viera de lejos, que andaban con dudas. Su rostro y sus cuerpos se volvían más incómodos conforme avanzaban. El rubio caminaba de tal forma que no se fijó en los movimientos de incomodidad a sus espaldas: ligeros roces, murmullos ahogados.

Los tres doblaron a la derecha, rodearon el jardín botánico y luego giraron a la izquierda. Entraron a callejuelas en las que los árboles daban una sombra bienvenida. El muchacho se detuvo y los miró.

—Vamos de regreso, por acá no es —les dijo girando el cuerpo, elevando los brazos bajo los que brillaban sus vellos. Apuntó los dedos índices como una flecha: para allá, para allá.

Volvieron sobre sus pasos y se detuvieron casi donde se habían encontrado. Él muchacho fruncía el ceño, a pesar de los lentes y el sombrero. Se paró frente a ellos y los miró bien, con la nariz arrugada. Les hizo una seña para que esperaran de pie, muy cerca del atrio de Santo Domingo. Entró a una galería de arte, se asomó y les hizo una nueva seña para que lo acompañaran.

Los tres se pararon en la entrada de la galería. Los dos hombres que necesitaban trabajo estaban quietos, casi no se les notaba la respiración. Olían a cansancio y al sudor de las horas que les había llevado acercarse a la ciudad. El muchacho se agitaba y también olía a sudor, a uno muy distinto, voluntario. Tocó el timbre y una campanilla con desesperación, de manera repetida, hasta que apareció una mujer. Salió de un pasillo oscurecido.

—¡Hola! —dijo el muchacho, con una sonrisa coqueta. Se había quitado los anteojos, el sombrero ahora colgaba a su espalda, atado a una correa al cuello—. ¿Cómo estás? ¿No me extrañaste, mamacita?

Extendió una risa autocomplaciente, guiñó un ojo y acercó su mano hasta tocar la de la mujer, que masticaba algo. Los hombres miraban el intercambio con atención.

Ella tragó, retiró la mano de la del rubio y se la pasó por los labios. Le habían interrumpido un almuerzo. No era muy alta, sí delgada y de pelo negrísimo. Maquillada, elegante, atractiva. Mayor que todos ellos.

—¿Qué necesitas? —su tono era frío.

—Yo nada, los señores… —el muchacho se encogió de hombros, más o menos ofendido por el desaire. Señaló a los dos hombres que le habían solicitado empleo y que lo miraban ahora con algo más que desconcierto, con una molestia que empataba con la de ella.

El hombre de botas dio un paso al frente y dijo:

—Perdón, señora: queremos trabajar. Necesitamos dinero para llevar a la casa.

La mujer los miró con seriedad y luego al joven rubio, con dureza.

—¿Y tú qué?

—Yo los traje —Santiago sonrió de nuevo, ahora con amplitud, casi felicidad.

Ella miró a los hombres, que seguían incólumes, con sus sombreros de paja, las manos curtidas.

—¿Qué saben hacer?

—Trabajamos la tierra —dijo uno de ellos, el que parecía mayor y llevaba botas.

—Pues aquí no hay tierra que puedan trabajar —respondió ella, acostumbrada a la gente pobre de la zona. Las calles estaban atestadas de puestos de artesanos, gente que había dejado el campo para conseguir sustento.

—Hacemos lo que sea. Lavamos la loza, patios —completó el de los tenis—. Necesitamos dinero, no le hace que sea poco.

—No tengo nada de trabajo aquí —respondió ella, y luego añadió, casi para sí misma—: Esto es una galería de arte.

Hubo un silencio. Ella volvió a hablar, con un tono distinto, parecido a la disculpa:

—Ahora mismo no tengo nada en la galería para ustedes. Tal vez después. Lamento que se hayan dado la vuelta para acá. ¿Quieren algo de tomar?, ¿de comer?

Los hombres del sombrero negaron con la cabeza, hicieron una ligera inclinación y se giraron para irse. El muchacho rubio cambió su expresión risueña de pronto:

—No, no, no, ¿a dónde van? Pérense.

—A buscar trabajo, señor —dijo el de botas.

—Necesitamos trabajar —completó el de tenis, que tenía un cuerpo más delgado y un algo juvenil en el rostro.

El tono amable con el que hablaban estaba a punto de ser brusco.

—No, pero yo les ayudo a conseguirlo. De veras.

La mujer lo miró con enojo y dijo:

—¿Cómo vas a hacer eso? Dime cómo vas a ayudar a que los caballeros —los señaló con la cabeza— consigan trabajo. Dime: tú, ¿cómo?

Los hombres comenzaban a irse. El delgado le dio un golpecito en el hombro a su compañero, sonrieron los dos. Santiago no atendió a la mujer y se paró frente a ellos, puso las manos delante suyo, como un escudo. Suplicó:

—De verdad, tienen que confiar en mí. Yo les voy a conseguir trabajo. Voy a ayudarlos.

Desde dentro de la galería se escuchó la voz de la mujer:

—Santiago, no digas pendejadas… No digas más pendejadas. Déjalos en paz, mejor ven.

El muchacho se encogió de hombros dispuesto a devolver el desaire y caminó hacia la calle principal con decisión. Los dos hombres titubearon, luego avanzaron, siguiéndolo.

—Nada tienen que perder —dijo él, como si les leyera la mente—. Están buscando trabajo, yo les voy a dar. Lo voy a encontrar para ustedes, verán.

Echaron a andar de nueva cuenta. El chico caminaba con la misma determinación que al inicio del encuentro, pero no era claro hacia dónde se dirigía. Dieron una vuelta a la cuadra y pasaron de nuevo frente a la galería. La mujer estaba fuera, haciendo una visera con su mano para cubrirse del sol. Los vio, les hizo un gesto con la mano, pero ellos siguieron de frente. El muchacho decía para sí, en voz baja pero perceptible, aquí no, aquí no, aquí no…

Pararon frente a una pizzería. Santiago preguntó por el gerente. Lo mandaron traer. Llegó un hombre robusto, de barriga amplia y levantó la barbilla al verlos.

—Buenas —dijo el chico—, venimos a ver si les da trabajo a los señores. Seguro que tiene.

El gerente lo miró con el ceño fruncido, la boca arrugada, y negó con la cabeza. No, no tenía. Nada.

Los hombres entonces miraron al chico rubio con más sorna que molestia —con una mirada que lo atravesó, dejándolo incómodo— mientras lo seguían apenas unos pasos calle abajo. Lo que querían era alejarse de la pizzería. El de tenis le dio un nuevo golpe en el brazo al otro. Se miraron entre sí y luego habló uno de ellos, el de botas:

—Joven — le dijo—, mejor nos vamos nosotros.

—Mejor nos vamos —dijo su compañero, balanceándose sobre los tenis.

—No, no, no, hombre. Para nada, no saben el trabajazo que les voy a conseguir.

Los hombres dieron un paso atrás, ya molestos. El que había hablado primero repitió:

—Nos vamos. Allá andaremos… —señaló un punto lejano y vago.

—Uh, pues —el güero soltó los brazos a los lados de su cuerpo. Luego se enderezó y dijo—: Vamos a intentarlo una vez más.

Ninguno de los hombres se movió. Santiago se acercó para tocar el hombro del hombre que llevaba botas y que se puso rígido como una roca.

—Nos vamos —repitió el de tenis, con una energía que hizo que el chico diera un paso atrás.

Caminaron juntos, muy cerca uno de otro, dándole la espalda al muchacho de sombrero y lentes oscuros que gritó:

—¡Yo puedo ayudarlos!, ¡yo sé cómo!

Uno de ellos hizo un gesto con la mano, como si se espantara un tábano de la oreja.

Santiago dio unos pasos hacia ellos, que ya se habían alejado varios metros.

—¡Les pago un hotel y comida caliente y entonces mañana nos organizamos mejor y les encuentro un buen trabajo! ¡Yo me quedó acá hasta el mes que entra o más!

Los hombres, cada vez más alejados, meneaban la cabeza, como cuando hay un niño irredento en una reunión de adultos.

El muchacho sonreía con descreimiento, cómodo en su piel tostada. Se llevó las manos a las caderas. Meneó la cabeza, la sonrisa más amplia, la incredulidad a todo. Dijo para sí:

—Bueno, pues si no quieren trabajar, allá ustedes…

Y dirigió sus pasos, hablando para sí, hacia la galería.

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MAGIS, año LX, No. 502, noviembre-diciembre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de noviembre de 2024.

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