No todos los esfuerzos dan frutos
Laura Sofía Rivero – Edición 497
En la antigüedad, la ironía trágica se explicaba por la creencia en el destino dictado por los dioses. La tragedia griega nos sigue conmoviendo porque apelan a una verdad más honda de la naturaleza humana: nuestros esfuerzos tienen límites
Edipo ve a su pueblo arrasado por la peste. Hace todo lo que puede por solucionar el mal. Creonte le transmite el mensaje del oráculo: para regresar la tranquilidad a Tebas, tiene que encontrar urgentemente al asesino de Layo, el rey antecesor a él. Edipo pone manos a la obra, su valentía y su probidad son tan cegadoras como un relámpago. Promete encontrar al criminal, sea donde sea que se oculte. Incluso si está en su propio palacio, afirma, habrá de hacer que cumpla con la ley y se enfrentará a los peores tormentos. No fallará en su amenaza. Pero este Edipo no sabe que acaba de maldecir a un asesino que es, de hecho, él mismo.
La tragedia griega nos sitúa ante la más cruel de las ironías. Nos recuerda que, incluso tratando de resolver un problema, nos podemos buscar nuestra propia ruina. En eso consiste la ironía trágica. Hay una incongruencia irresoluble entre lo dicho y lo hecho. Es una discordancia inflexible: el personaje cree salvarse tomando cierta decisión que le parece correcta, pero el espectador —que sabe de cierto algo ignorado por el héroe— no puede sino ver su condena en tiempo real.
En la antigüedad, la ironía trágica se explicaba por la creencia en el destino dictado por los dioses. El hado marcaba una ruta que ningún mortal podía cambiar con sus acciones, era inexorable. Aquel refrán que dicta: “Cuando te toca, aunque te quites, y cuando no, aunque te pongas”, profiere un eco de esa misma fatalidad. Pese a que nuestra visión ha cambiado, estos momentos de la tragedia griega nos siguen conmoviendo porque apelan a una verdad más honda de la naturaleza humana: nuestros esfuerzos tienen límites, somos pequeños ante la complejidad de todo lo que nos rodea y nunca podremos controlarlo.
No queremos fallar. Aprender a vivir, dicen algunos, consiste en tratar de alejarnos de los errores. Por ello, a los niños se les insiste más en el “no” que en el “sí”: se les dice poco qué debe gustarles, más bien se les subraya el peligro. No al fuego. No a los objetos punzocortantes. No a las alturas desde donde podrían caerse. No a los enchufes eléctricos. El mundo se dispone como un manual, sus coordenadas son claras: hay cosas buenas y cosas malas, tratamos de alejarnos de los riesgos, con ahínco buscamos la verdad.
Sin embargo, a veces no basta con seguir ese mapa. Hay senderos sinuosos que no están indicados. Aunque ya no creamos en los dictámenes del hado, lo que nos queda de la tragedia clásica es una lección atroz: para acertar, no basta con desearlo, incluso, no basta con intentarlo. Cualquier contingencia puede imponerse sobre nuestro deseo de hacer las cosas bien. Nadie puede saber con certeza a dónde se dirigen sus decisiones. Ignoramos por completo el futuro, ese país de neblina. Edipo no quiere fallar, pero el espectador sabe —antes que él— que ha fallado. ¿Quién es el lector de nuestra vida que advierte nuestros errores? Nuestros seres queridos intuyen un paso en falso, los ancianos sospechan de aquellos actos que les recuerdan los errores de su vida. Pero más cruel aún resulta ese momento preciso en que somos nosotros mismos quienes volteamos la cabeza al pasado y nos vemos proferir aquella frase que habría de vaticinar el yerro. No basta, insisten los clásicos, con la buena voluntad; sólo nos resta resignarnos a la fatalidad y al peso de las injusticias.