Naturaleza muerta después de la tormenta
Elizabeth Dalziel – Edición 506

La intensificación de las tormentas es una consecuencia de un planeta que se calienta. Y, sin embargo, quienes más pierden —hogares, medios de vida, historias— son a menudo quienes menos contribuyeron a la crisis climática
Cuando vi por primera vez los objetos rescatados de la inundación, mientras los sacaban del contenedor que los transportó desde Filipinas hasta el Reino Unido, el tiempo se detuvo. Eran cosas de la vida cotidiana: un zapato de niño, un radio dañado por el agua, un osito de peluche que había perdido su forma, un sofá rojo y cómodo. Habían sido arrancados de los escombros dejados por una de las temporadas de tifones más violentas que Filipinas haya soportado jamás. Seis tormentas azotaron sólo en un mes. Comunidades enteras fueron desplazadas. Vidas perdidas. Hogares destruidos.
Greenpeace me pidió que fotografiara estos objetos arruinados por la inundación: fragmentos de la vida cotidiana que una vez estuvieron tranquilamente en el hogar de alguien, amados y usados, luego arrancados de esa vida por una fuerza que nadie pudo detener. Era un encargo distinto de otros: no la documentación del desastre, como he hecho antes, sino algo más meditativo. Más íntimo.
En el estudio, el ritmo cambió. El caos y la urgencia de las inundaciones dieron paso a la quietud. Cada objeto fue colocado cuidadosamente, a menudo sostenido por las manos de activistas de Greenpeace. El objetivo no era sólo registrar lo que estaba roto, sino dar testimonio. Restaurar, aunque fuera visualmente, un sentido de la importancia que estos objetos una vez tuvieron.
Un osito de peluche, flácido por el remojo, me recordó a los que mis propios hijos aún abrazan al dormir. Una laptop, con la pantalla agrietada y las teclas manchadas, ya no era una herramienta para el trabajo o el estudio, sino un símbolo de futuros interrumpidos. Y un radio —mi propio ritual matutino, la voz que lee los titulares mientras preparo café— ahora mudo, hinchado por el agua de la inundación, acunada como algo sagrado.
Mientras encuadraba cada toma, me encontré imaginando las vidas a las que pertenecían estos objetos. ¿Quién usó una vez este zapato? ¿Quién se sentó en este sofá viendo la tele? ¿Qué música sonó desde esta bocina? ¿Qué historias fueron escritas en este teclado antes de que llegaran las aguas? Estas no son reliquias. Son extensiones de las vidas de las personas: tiernas, familiares, irreemplazables.
La fotografía no puede deshacer el daño. Pero puede hacernos mirar más de cerca. Puede ralentizarnos lo suficiente para sentir. En este caso, me dio la oportunidad de tratar estos objetos con cuidado y, al hacerlo, devolverles una medida del valor que una vez tuvieron. Un gesto de dignidad ante una pérdida abrumadora.
La intensificación de las tormentas en Filipinas es una consecuencia directa de un planeta que se calienta. Y, sin embargo, quienes más pierden —hogares, medios de vida, historias— son a menudo quienes menos contribuyeron a la crisis climática. Mientras las compañías petroleras registran ganancias récord, las comunidades como aquellas de donde vinieron estos objetos se quedan recogiendo los pedazos. Este trabajo es un recordatorio de lo que está en juego. No únicamente ecosistemas o sistemas climáticos, sino vidas en su forma más cotidiana, más humana. Las cosas que alcanzamos sin pensar. Las comodidades que damos por sentadas. Los objetos ordinarios que, una vez perdidos, nos recuerdan lo frágil que puede ser la vida normal.










