Murallas Urbanas: ¿involución o evolución?
Juan Lanzagorta Vallín – Edición 398
Y creó Dios al hombre a imagen suya (…) se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató (…). Púsose aquél (Caín) a edificar una ciudad (…)Génesis 1, 27; 4, 8 y 17. Las ciudades, a diferencia de lo que asevera el Génesis, tienen su origen en la solidaridad demostrada por los primeros seres humanos en su propósito de defenderse de los animales salvajes primero y, poco después, del acecho y los ataques provenientes de otros grupos humanos belicosos.
En la medida en que los hombres primitivos fueron evolucionando, las primeras aldeas empezaron a crecer de manera significativa y organizada a finales del VII milenio a.C. —al que pertenece Catal Hüyük, un asentamiento de Asia Menor con características urbanas reconocibles, dado a conocer por el antropólogo J. Mellaar en los años sesenta del siglo xx—, las cuales encontraron su esplendor en el medioevo europeo. Época aquélla en que las primitivas murallas de troncos de madera fueron sustituidas por otras extraordinarias de sillares que, entrada la modernidad contemporánea, fueron demolidas para dar paso a formas de vida basadas en la libertad y los derechos humanos fundamentales que exigían los tiempos, lo que auguraba el devenir de una vida más tolerante y pacífica.
Uno de los mejores exponentes de esta nueva realidad fue el invento del rascacielos: una nueva concepción de la aldea primitiva pero acorde con el esprit nouveau y las crecientes tecnologías que marcaban la diferencia entre el mundo desarrollado y el que no lo era. Esta forma de vida se trasladaría más tarde a lo que hemos dado en llamar coto habitacional, identificable por la alta y larga muralla que encierra su principal atractivo, basado en ofrecer seguridad a sus habitantes, lo que supone una involución urbana de cara al nuevo siglo y a la historia de la humanidad. Y uno de los mayores riesgos que enfrenta el mundo urbano en la actualidad, pues si bien este producto inmobiliario es reflejo del avance civilizatorio en cuanto a tecnologías, formas de organización social y respuesta a la inseguridad que hoy caracteriza a las grandes urbes es, a la vez, una muestra tangible de nuestro deterioro como personas viviendo en colectividad, además de una estrategia equivocada que más que anular la inseguridad, la estimula.
Esta situación sería más sencilla de comprender si trasladamos el concepto de coto a todo un país o una ciudad, y tomamos como ejemplo la muralla china, que intentó secuestrar a todo un pueblo y evitar su acceso al conocimiento del mundo exterior, o las construidas —recientemente— en Europa y América, como el muro de Berlín, y los de Israel y Estados Unidos en sus fronteras con Palestina y México, los cuales sólo han servido para ahondar aún más las diferencias entre los pueblos y aumentar la violencia, el odio y el rencor entre sus habitantes. De ello da cuenta el 11-S de Nueva York, la acción criminal que mejor rememora la violencia bíblica, donde la tranquilidad de sus habitantes fue quebrantada desde sus propias entrañas por fundamentalistas, quienes descargaron toda su ira en el más preciado símbolo neoliberal, lo que acabó por fracturar la muralla invisible levantada por la poderosa e injusta mano de la economía de mercado. Todo lo cual está ocurriendo hoy en día en la escala habitacional o barrial, como parte de la cotidianidad citadina donde ya nada parece asombrarnos.
Toda muralla, ya sea antigua o moderna, divide en cualquier circunstancia; no puede ser considerada símbolo de una mejor calidad de vida —especialmente en países como México donde más de 50% de la población vive en la pobreza—, sino de aislamiento y exclusión. De rechazo al otro. Y —para continuar con el tono apocalíptico— alegoría de una especie de anticristo urbano. Es así que, aun con su aportación a la evolución del ser humano, los efectos de las murallas de hoy van más allá de los problemas de infraestructura que están generando, lo que evidencia el triunfo del desarrollo inmobiliario voraz en contra de la ciudad y sus habitantes.
Ante los antecedentes históricos del modelo, la pregunta obligada es aquella cuya respuesta debe servirnos para conocer si el fenómeno urbano en ciernes se trata de una involución o de una evolución humana que, como en el medioevo, nos conduzca a una vida en convivencia, acallando el origen bíblico que hace de Caín el padre de todas las ciudades y el patrono incómodo de los arquitectos. m.