Misteriosos rayos X
Juan Nepote – Edición 502
Anna retira la mano y la observa como nunca antes lo había podido hacer: desde adentro. Su marido, el venerable profesor Röntgen, ha descubierto unos misteriosos rayos capaces de atravesar el papel, la madera, delgadas capas de metal y la piel, desde luego
El hombre termina los últimos arreglos de una especie de máquina en la que ha estado ocupado quizá demasiado tiempo y que, sin embargo, sigue asombrando a quienes lo visitan en su laboratorio de la Universidad de Wurzburgo. Los cuantiosos cables, tubos y bobinas, las brillantes estructuras metálicas y los larguísimos gabinetes de madera ocupan buena parte de toda una estancia en la que también destacan películas muy delgadas de aluminio y fragmentos de cartulina negra, todo cubriendo el piso y tapando las ventanas. Es viernes, y el hombre lo sabe, o, mejor aún, lo intuye: esa tarde de otoño puede ser un momento propicio para escribir una página en el libro de la historia de la humanidad.
Y para asegurarse un buen resultado, el hombre aprovecha lo que tiene a la mano —analogía que pocas veces ha sido mejor empleada— de su esposa, Anna Bertha Ludwig. La participación de su mujer en este instante irrepetible no es consecuencia ni de un capricho ni de la casualidad: han pasado más de 25 años juntos, en contra de la influyente opinión del padre de él y a pesar de que ella fuese seis años mayor que el hombre, situación apenas tolerable para la sociedad alemana de la época. De manera que Anna, con gusto, penetra la semioscuridad del laboratorio del profesor Wilhelm Röntgen, su marido, y atiende con exactitud sus indicaciones: encima de una película fotográfica —a estas alturas de su vida las conoce bien— coloca su mano izquierda, aquella en cuyo dedo anular invariablemente lleva la argolla de matrimonio, y la sostiene en la misma posición por alrededor de 15 minutos que le parecen infinitos.
Pero el hastío se transforma inmediatamente en un amasijo de secreto y angustia cuando Anna retira la mano y la observa como nunca antes lo había podido hacer: desde adentro. Ahí están las falanges y los metacarpos, por allí se adivinan el trapecio y el trapezoide, el piramidal, el escafoides, cada uno de los huesos de la mano, perfectamente delineados, descarnados y sin uñas, apenas reconocibles por el anillo de bodas que asemeja un manchón en la fotografía. Su marido, el venerable profesor Röntgen, con quien habrá de convivir aún otros 22 años, ha descubierto unos misteriosos rayos capaces de atravesar el papel, la madera o delgadas capas de metal; y la piel, desde luego. Al mirar esa imagen —increíble, casi imposible— de su propia mano, que la deja sumida en un silencio del que difícilmente escapa, exclama: “¡He visto mi muerte!”.
Unos meses antes de esta tarde del 8 de noviembre de 1895, Wilhelm Röntgen había realizado su descubrimiento de manera fortuita: colocó su tubo de rayos catódicos dentro de una caja negra de cartón, pero cuando mandaba la corriente eléctrica, desde el interior aparecía una luz en una hoja de papel recubierta de un químico luminiscente, atravesando la negrura del cartón. Era una nueva radiación, sin duda, pero que no se reflejaba en ninguna superficie, ni tampoco se refractaba al pasar de un medio ambiente a otro. Ni más ni menos, se trata de unos rayos con la capacidad de “ver a través de las cosas”, como escribe en su diario. La noticia del descubrimiento —accidental, se le calificó desde el principio— tiene un efecto brutal, inmediato, en todo el mundo, y de paso inaugura una de las épocas más fértiles en prodigiosos hallazgos de la física y la ingeniería, que en el transcurrir de algunas décadas producirá el descubrimiento o la invención de la radiación o el láser, por ejemplo. Y, haciendo gala de una entereza extraordinaria, improbable, Röntgen no solamente resuelve omitir su propio nombre para bautizar su invención: también rechaza cualquier derecho sobre su trabajo, que le habría asegurado una fortuna financiera. En cambio, bautiza a sus inesperados rayos con la letra que sirve para denominar un desafío o una incógnita, el más conspicuo elogio del misterio.