Mario Levrero: Aquí mismo
José Israel Carranza – Edición 446
Mario Levrero sabía que hay algo de irremediable anomalía en hallarse en el instante presente. El mundo es vastísimo: delante y detrás de nuestra insignificancia el tiempo se extiende más allá de lo concebible, pero estamos justo aquí y ahora, y no existe explicación.
Un hombre, ya con el cigarrillo en los labios, descubre que el encendedor no funciona. La piedra es nueva, recién lo cargó con combustible. Nunca había fallado. Con una moneda, primero, y luego con varios desarmadores, retira tornillos y placas y resortes y ruedas dentadas que se multiplican de tal modo que el conjunto de piezas va superando las dimensiones del encendedor en su estado original. Encuentra que puede introducir la mano, luego un brazo, luego el cuerpo entero. “Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación”. Continúa en su labor. “Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros”.1
En otra habitación, un hombre lucha por despertar. Cuando al fin ingresa a la vigilia, no sabe dónde se encuentra: un dormitorio frío, oscuro, sin muebles ni ventanas. Piensa, mientras busca un interruptor de luz: “Mi memoria se había detenido, empecinada, en un hecho trivial; y se negaba a ir más allá: una tarde soleada, otoñal, y yo que cruzaba la calle en dirección a una parada de ómnibus; había comprado cigarrillos en un kiosco, y daba algunas pitadas al último de un paquete que acababa de tirar a la calle hecho una bola; llegaba a la esquina y me recostaba contra una pared gris. Había otras personas, dos o tres, esperando también el ómnibus. Pensaba que esa noche Ana y yo iríamos al cine. En este punto se detenían los recuerdos”. Da con una puerta, la abre, encuentra otra habitación igual. Comienza una larga serie de jornadas durante las cuales atraviesa más y más habitaciones. Una vez topa con la marca dejada por alguien que lo precedió: “NO HAY SALIDA. ESTO ES EL INFIERNO”. Pero prosigue.
Otro hombre, en otro momento, sale de la casa a la que recién se ha mudado. Va en busca de víveres, no sabe dónde está el almacén; la lluvia y la oscuridad lo hacen perder el camino de regreso. Ve un camión: pide ayuda. Sube. Una mujer acompaña al conductor. La mujer se acerca al hombre, lo provoca o quiere provocar al conductor. El sueño vence al hombre, lo despierta la luz del día, el camino no parece concluir. El conductor anuncia: “Aquí termina el viaje”. El hombre baja, en medio de la nada, luego el conductor hace bajar a la mujer. “¡Ahí la tiene! ”, le dice. El camión se aleja, empiezan a caminar. Llegan a un poblado donde sólo hay unas cuantas casas, un bar y una estación de servicio. La mujer se va.
Otro hombre llega a París luego de un viaje de 300 siglos.
A otro lo ha seguido un viejo que trabaja, según le revela, en reunir, para borrarlos, todos los rastros dejados por el alma de Carlos Gardel en su paso por el mundo, a fin de que dicha alma pueda liberarse. “Gardel sólo quiere elevarse, que lo dejen en paz para elevarse. Hace mucho tiempo que está atrapado en la zona inferior, reclamado continuamente por los que escuchan sus discos y gente como usted, que estudia su vida. Todo eso lo tira hacia abajo, ¿comprende? No lo deja ascender”.
Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) sabía que hay algo de irremediable anomalía en hallarse en el instante presente. El mundo es vastísimo: delante y detrás de nuestra insignificancia el tiempo se extiende más allá de lo concebible, pero estamos justo aquí y ahora, y no existe explicación. De manera que nos movemos, damos un paso, y el instante siguiente ya nos contiene y es la medida exacta de nuestra sinrazón. Somos reos de nuestra propia presencia, acaso sólo cuando ésta se disuelva pueda concluir la condena. Acaso: porque también soñamos, y recordamos, y quién sabe qué pasa con nuestra comparecencia en sueños y recuerdos cuando la que tuvimos en el instante presente por fin cesa. ¿Los demás? Están para confirmarnos en el centro de todo. Solamente. m.
1. “La calle de los mendigos”.
Algunos libros de Mario Levrero
:: La ciudad (1970)
:: Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) (1975)
:: París (1980)
:: El lugar (1982)
:: El alma de Gardel (1986)
:: Caza de conejos (1986)
:: La novela luminosa (2005)