Manósfera: el odio como refugio
Teresa Sánchez Vilches – Edición 506

En los últimos años, la red ha hecho eco de discursos misóginos y autoritarios que encuentran terreno fértil en la infancia y la adolescencia masculinas, alimentando un ecosistema digital donde influencers y usuarios anónimos promueven una masculinidad violenta, narcisista y nostálgica del patriarcado
Apenas abre la serie Adolescencia (Netflix) y el golpe es seco: los policías entran a la casa como si alguien estuviera a punto de escapar. No hay persecución, únicamente una familia aterrada, un niño acorralado por una sombra que aún no entiende del todo. La escena no dura más que unos minutos, pero el escalofrío se queda: un adolescente mató a su compañera de escuela. Lo hizo influido por ideas de odio, superioridad masculina y desprecio por las mujeres que encontró en foros de internet. La ficción no sólo no exagera: se queda corta.
En los años más recientes, un enjambre de discursos misóginos y autoritarios ha colonizado la infancia y la adolescencia masculinas a través de la llamada manósfera: un ecosistema digital donde influencers de mandíbula apretada y usuarios anónimos sin rostro promueven una masculinidad violenta, narcisista y nostálgica del patriarcado. No se trata de un rincón marginal de la internet, no es un sótano de perdedores: es un vasto entramado comercial de identidades dañinas, diseñado con algoritmos que premian el escándalo, la rabia, la frustración. Aquí no hay lugar para la complejidad: basta con repetir que las mujeres dominan, que los hombres están siendo desplazados, que el amor ya no existe y que es urgente recuperar el poder perdido.
La manósfera no es una ideología: es una atmósfera. Una humedad persistente que se mete en las mentes de los más jóvenes. No es una entidad homogénea, sino una constelación de subgrupos con nombres que suenan a caricatura, pero no lo son. Los incels, célibes involuntarios que creen que el rechazo les da derecho al odio. Los MGTOW (“Hombres que siguen su propio camino”, por sus siglas en inglés), que abogan por el retiro total de las mujeres como si fueran un virus social. Los redpill, iluminados de la misoginia que aseguran haber despertado a la verdad: que todas las mujeres son manipuladoras, interesadas, oportunistas. Que el amor es una trampa, el sexo un mercado y la ternura una debilidad. Aunque cada tribu tiene su léxico, su jerga, su héroe digital, todas comparten un dogma: el problema son ellas, y el remedio es castigar.
“La manósfera funciona como una maquinaria emocional”, dice Aurora Amor Vargas, doctorante en Historia en la Universidad de Guadalajara. “No es sólo un conjunto de ideas misóginas, es un sistema que produce sentido. Toma a chicos que se sienten solos, que no encajan, que están enojados con el mundo, y les da un enemigo, una identidad y una comunidad. Eso es lo que engancha: no el odio en sí, sino la narrativa de pertenencia que lo envuelve”.

La pedagogía del resentimiento
No llegan ahí por accidente. Llegan por hambre. Por lo que los algoritmos ponen a su alcance en medio del silencio en que se hallan. “Muchos adolescentes no entran a esos foros buscando violencia, entran buscando respuestas”, explica Héctor Eduardo Robledo Mejía, psicólogo social y profesor de Estudios de las Masculinidades en el ITESO. “Pero lo que encuentran es una pedagogía del resentimiento: influencers que les enseñan que, si las cosas no les salen bien, es por culpa de las mujeres, de los ‘simps’ —como llaman despectivamente al hombre que muestra afecto o respeto hacia una mujer—, del feminismo, del mundo que los oprime. Es una estructura emocional muy eficaz, y lo más grave es que les parece lógica”.
El cuerpo del adolescente no sabe distinguir la emoción de la ideología. Todo lo que lo hace sentir vivo, lo cree. Lo adopta. “La razón por la que estos discursos funcionan no es porque sean sofisticados, sino porque son simples”, sostiene Amor Vargas. “Les dicen: ‘Tú no eres el problema, ellas lo son’. Es una solución emocional para un vacío estructural. Y cuando eso lo dice alguien carismático en TikTok, con millones de seguidores, se convierte en verdad emocional. Porque lo escuchas justo cuando más lo necesitas”.
Todo esto sucede mientras los adultos repiten que “son cosas de internet”. La escuela, desbordada, guarda silencio. La familia, confundida, respira aliviada cuando el hijo se encierra con el celular: “Mejor eso a que ande en la calle”, dicen. Nadie nota la mutación. Se filtra en frases sueltas, en bromas de salón, en videos que no parecen peligrosos. Pero son cápsulas de plomo disfrazadas de entretenimiento. Entran sin ruido, pero dejan cicatrices.
No es una conspiración. Es una pedagogía. Una que no enseña a vivir, sino a despreciar. Una que no forma hombres, sino soldados sin causa.

La tragedia de la serie británica puede funcionar como detonante para advertir esta realidad, pero el problema está aquí, entre nosotros. En México, la manósfera también ha echado raíces en salones de secundaria, foros de videojuegos, cuentas de TikTok y grupos de WhatsApp. Hay nombres propios: desde “coaches del amor” hasta influencers como el Temach, que convirtió la frustración sentimental de miles de hombres jóvenes en una protesta performática en la que sus seguidores hacen concentraciones multitudinarias para ponerse a hacer lagartijas, alentados por las frases virales que su líder propala. A sus ojos, ser hombres significa cargar con un sufrimiento incomprendido que sólo puede resolverse recuperando el lugar que supuestamente les arrebataron.
En Estados Unidos, estudios del Southern Poverty Law Center han documentado cómo estos discursos nutren movimientos extremistas y justifican agresiones. Países como Alemania, Francia y Reino Unido han emitido alertas sobre su expansión entre adolescentes. En Asia, plataformas como Bilibili o WeChat han detectado redes de incels locales que adaptan el mensaje al contexto cultural. En todas partes, los patrones coinciden: un vacío afectivo, una crisis del modelo masculino y un algoritmo que ofrece identidad, comunidad y enemigo.
Stephen Graham: el actor que da cuerpo al silencio

Con una trayectoria de más de tres décadas, Stephen Graham encarna al padre en Adolescencia, y lo hace con una intensidad silenciosa que contrasta con la violencia latente del protagonista. Nacido en Kirkby, Inglaterra, en 1973, Graham es uno de los actores británicos más respetados por su versatilidad y su profundidad emocional.
Se dio a conocer por su papel de Andrew Combo Gascoigne en This Is England (2006) y ha trabajado en producciones internacionales como Snatch, Gangs of New York, The Irishman y Boardwalk Empire. En Adolescencia, su interpretación del padre desconcertado, incapaz de comprender la transformación de su hijo, se convierte en un contrapunto devastador: no grita, no golpea. Su silencio, sus gestos contenidos y la mirada opaca sostienen a una figura paterna deshecha, atrapada entre la incomprensión y la culpa. Graham ha sido nominado y galardonado en múltiples ocasiones, y ha destacado por su capacidad para dotar de humanidad a personajes rotos o violentos. En esta serie, su contención actoral consigue decirlo todo sin pronunciar una sola línea de consuelo.
Hombres rotos
Las plataformas tecnológicas han sido señaladas por su papel pasivo —cuando no cómplice— en la proliferación de estos discursos. Sus algoritmos no únicamente recomiendan contenido: moldean identidades. Un video sobre “Cómo recuperar a tu ex” puede llevar, en cuestión de clics, a canales que justifican la violencia, promueven el desprecio a las mujeres y exaltan la dominación como forma de éxito. En esa lógica de consumo emocional, el odio se vuelve adictivo.
Pero la manósfera es, más que una moda peligrosa, la expresión digital de un fenómeno más profundo: el derrumbe simbólico de los modelos tradicionales de masculinidad. Durante siglos, ser hombre significó ocupar un lugar claro: proveedor, protector, autoridad. Hoy, ese lugar se ha vuelto difuso, y muchos jóvenes, en vez de resignificarlo, buscan refugio en discursos que ofrecen respuestas fáciles: “Ella te dejó porque eres demasiado bueno”, “El feminismo te odia”, “La sociedad quiere castrarte”.

“Lo que pasa es que no estamos enseñando a los chicos a relacionarse desde el afecto, desde la horizontalidad”, explica Margarita Rodríguez Jiménez, responsable, hasta mayo pasado, del programa de Intervención Educativa, Juventudes y Género del Sistema de Educación Media Superior de la UdeG. “En lugar de eso, se topan con un montón de mensajes que les dicen que deben conquistar, dominar, competir. Y muchos lo creen porque no han escuchado otra narrativa en su casa ni en la escuela”.
Robledo Mejía lo describe así: “Durante décadas se les dijo que ser hombre era ser fuerte, proveedor, exitoso. Pero ahora ese guion ya no funciona, y en lugar de ofrecerles uno nuevo, los dejamos solos, sin referencias. La manósfera llega como una narrativa clara: ‘Te robaron tu lugar, recupéralo’. Y para un adolescente confundido, eso suena a misión, a destino, a verdad”.
La doctorante en Historia agrega: “Hay una ansiedad enorme en los chicos por encajar en algo, por saber qué se espera de ellos. Pero la masculinidad tradicional ya no les sirve, y la nueva no se enseña. Entonces, ¿a dónde van? A donde les hablen sin juicio, aunque sea para decirles que las mujeres son el enemigo. Ahí hay escucha, comunidad, estructura. Aunque sea falsa, es lo primero que les da forma”.
Así, entre rutinas de gimnasio, memes y frases motivacionales de dudosa procedencia, se va filtrando el veneno. Las emociones se patologizan: llorar es de débiles, empatizar es ser manipulado, enamorarse es perder. Lo femenino se ridiculiza, lo queer se fustiga, lo vulnerable se desprecia.
Owen Cooper: el debut que estremeció a la crítica

Con tan sólo 15 años, Owen Cooper se convirtió en una de las revelaciones más sorprendentes de la televisión británica gracias a su interpretación de Jamie Miller en Adolescencia. Nacido en Warrington, Inglaterra, en 2009, Cooper proviene de una familia trabajadora y se interesó por la actuación después de participar en talleres teatrales comunitarios.
Fue seleccionado entre cientos de jóvenes para protagonizar esta miniserie, en lo que marca su primer papel profesional. Su actuación ha sido elogiada por su autenticidad y su capacidad para transmitir el desconcierto, la rabia y la fragilidad emocional de un adolescente atrapado en un mundo de odio. Uno de los episodios más comentados —filmado en una sola toma de más de 50 minutos— consolidó su estatus como actor de excepción.
Tras Adolescencia, Cooper ha recibido importantes premios como actor revelación y ya prepara su primer papel cinematográfico: interpretará a Heathcliff joven en una nueva adaptación de Cumbres borrascosas.
“Hay una represión emocional profundamente normalizada”, advierte Rodríguez Jiménez. “Los chicos no tienen permiso de sentir. Lo que sí tienen es una serie de mandatos que les dicen cómo ser hombres, pero no cómo ser personas. Entonces aprenden que, si dudan, pierden. Que, si sienten, se equivocan. Y esa lógica es perfecta para que entre el discurso de odio”.
“En las escuelas, cuando hablas de género o de emociones, hay una parte del salón que se incomoda de inmediato”, dice el psicólogo social. “No porque estén convencidos de que el feminismo es su enemigo, sino porque nadie nunca les dijo que podían hablar de eso. Se ríen, se burlan, pero en el fondo están asustados. Sienten que no tienen piso”.
En los pasillos de las escuelas, los síntomas son cada vez más evidentes. Profesores que intentan hablar de empatía son tachados de adoctrinadores, alumnos que expresan emociones son ridiculizados, memes misóginos circulan como bromas inofensivas. Todo esto es parte de un proceso lento de insensibilización, donde lo violento se trivializa y lo afectivo se castiga.
“No se trata de casos aislados”, dice Aurora. “Lo preocupante es que se ha vuelto parte del paisaje. Ya no sorprende escuchar a un adolescente decir que las mujeres sólo buscan dinero. Ya no incomoda que se burlen del compañero que muestra afecto. Se ha vuelto normal, y cuando algo se normaliza, deja de cuestionarse. Ahí está el verdadero riesgo”.
“En muchas escuelas hay profesores o directores que no se atreven a nombrar estas violencias como parte de un sistema”, insiste la educadora social. “Creen que con sancionar al que dice el chiste sexista o suspender al que comparte memes misóginos es suficiente, pero no. Es necesario un trabajo profundo de formación emocional”.
La periodista y ensayista alemana Susanne Kaiser, en su libro El odio a las mujeres, advierte que estos discursos florecen “en el vacío emocional que deja un modelo masculino basado en la invulnerabilidad y la competencia constante”. Cuando el dolor se prohíbe, el odio se vuelve refugio. Y ese odio se disfraza de automejora, de rigor, de disciplina. “La misoginia es el pegamento emocional que une a estos hombres, no importa cuán diversos sean en edad, clase o contexto”, escribe.

El discurso reaccionario avanza porque encuentra campo fértil: jóvenes sin pensamiento crítico, sin espacios de escucha, sin referentes afectivos que les digan que pedir ayuda no es sinónimo de debilidad.
“Tenemos que entender que la ternura no es una debilidad”, dice el profesor de Estudios de las Masculinidades en el ITESO. “La ternura es una herramienta política. Es lo que se está negando sistemáticamente a los hombres desde que son niños. Por eso no saben cómo manejar el afecto, y por eso terminan buscando referentes que les prometen poder, aunque sea a través del odio”.
A veces, cuando se rasca bajo la superficie, lo que se encuentra no es odio puro, sino miedo. Un miedo brutal a no saber qué se espera de ellos. A ser hombre en un mundo que ya no responde al guion aprendido. Un mundo donde ya no basta con imponer, donde hay que sentir, y ese es el verdadero pánico: sentir.
“Los discursos de odio llegan antes que nosotros”, advierte el experto en masculinidades. “Desde los diez años ya están viendo a estos influencers en YouTube. Nosotros, los docentes, llegamos tarde, sin herramientas, sin respaldo institucional y con el miedo constante de ser acusados de adoctrinamiento”. En sus clases, lo primero que hace es desmontar el mito de que hablar de afectividad es debilitar a los hombres. “La fuerza no está en la coraza, sino en la capacidad de construir vínculos sin violencia”.
La investigadora Amor Vargas lo plantea así: “Hay un lenguaje emocional que los chicos no han aprendido. Confunden tristeza con rabia, frustración con derecho, deseo con poder. No porque sean malos, sino porque nadie les ha enseñado otra cosa. Y cuando alguien les ofrece una narrativa clara, aunque esté llena de odio, se aferran a ella como quien encuentra tierra firme en medio del naufragio”.
La especialista en innovación educativa lo ha vivido en carne propia en las aulas: “Cuando logramos que un alumno diga ‘Tengo miedo’ o ‘Me siento solo’, ahí empieza todo. Pero para llegar a ese punto hay que atravesar capas de resistencia, vergüenza y machismo aprendido”. La mayoría de los chicos no quieren hacer daño, insiste, simplemente no saben cómo expresar lo que sienten. “Y cuando lo intentan, muchas veces lo que reciben es burla o silencio”.
“Hay chicos que me han dicho: ‘Es que si lloro, ya no me van a ver igual’. Es como si llorar fuera una forma de traición a la idea de ser hombre que les enseñaron. Pero cuando por fin lo hacen, cuando se permiten sentir, es como si se rompiera un hechizo”, cuenta Rodríguez Jiménez. “No se trata de que se vuelvan sensibles de la noche a la mañana, sino de que alguien les diga que está bien no poder con todo”.
Aurora agrega: “La mayoría está desesperada por encontrar sentido, pero nadie se lo ofrece antes de que lleguen los discursos de odio. Cuando encuentran una comunidad que les dice ‘Tú sí vales, pero ellas no’, se aferran a eso como a un salvavidas emocional. No por maldad, sino por soledad”.

En los círculos de escucha que coordina Robledo Mejía con el colectivo Dejar de Chingar, lo más potente es el silencio: “A veces pasan diez minutos sin que nadie hable, y de pronto uno dice: ‘Me da miedo sentir’. Ahí es donde empieza la transformación. No en el discurso, no en el taller, sino en el permiso para quebrarse frente a otros”.
“No necesitamos más campañas que les digan qué no hacer. Necesitamos espacios donde puedan decir: ‘No sé quién soy’. Y que eso esté bien. Que no se les castigue por dudar, por estar confundidos, por no encajar en el molde”, dice la especialista en Historia. “Eso es lo más radical que podemos ofrecerles: tiempo, escucha y un lugar donde la ternura no sea ridícula”.
Los colectivos como Dejar de Chingar, dice el psicólogo, funcionan como refugios afectivos. Ahí no se imparten lecciones ni se dan sermones. Se escucha. Se nombra el dolor. Se legitima la fragilidad. “Lo más difícil no es que un chico admita que odia”, cuenta. “Lo más difícil es que diga: ‘No sé cómo querer. Nunca me enseñaron. Nunca me dejaron llorar’”. Esa es la grieta por la que, tal vez, pueda filtrarse otra manera de estar en el mundo.
Como escribió Susanne Kaiser, la misoginia es el pegamento que une a hombres rotos por dentro, barnizados de disciplina y resentimiento. No es un error del sistema, es su producto más eficaz.
Cuando un adolescente odia antes de haber amado, no se trata de una tragedia individual: es el fracaso estructural de una época. No es necesario que todos caigan para que el daño sea irreversible. Basta con que uno crea que la ternura es traición y que el poder es lo único que redime. La manósfera no es un sótano: es el nuevo templo. Y el odio no es un grito, es un método. Se reparte en cápsulas y se vende como virilidad.
No siempre se ve venir. Pero cuando estalla, ya es demasiado tarde para decir que nadie lo advirtió.