Mamá
Edna Montes – Edición 493
Sé que tenía una vida antes de Lucas, aunque se siente lejana. Como si, en vez de recordarla, fuera el resumen de lo que le pasó a un personaje en una película que vi hace muchos años…
¡Mamá, mamá, maaaaaaaaaami!
Todas las mañanas son iguales. Lucas irrumpe en mi cuarto, azota la puerta, me quita las cobijas de un tirón y pone su cara muy cerca de la mía.
—Mamiiii, ¡ya despierta!
Son las cinco de la mañana. Me levanto entre gruñidos, voy al baño y me echo agua en la cara. Apenas un par de pasos detrás, Lucas me sigue.
—Mamá, ¡tengo hambre!
Una vez que me espabilo un poco, bajamos a la cocina.
Termino de verter el líquido en el vaso y me apuro a ponerlo en la mesa. Lucas olisquea primero, da un traguito muy pequeño y espera. No se lo toma si no está a la temperatura que le gusta. Además, desde aquel incidente con la medicina, ya no se lo toma de prisa y con tragos grandes, como antes.
Vemos la millonésima repetición de Lluvia de hamburguesas. Empiezo a cabecear, cuando él me sacude.
—¡Pon atención, mamá!
A veces creo que lo hace para torturarme.
Luego de la cena estoy tan agotada que sólo consigo quitarme los zapatos y tirarme en la cama con la ropa que llevo. Ni pensar en ponerme la pijama. Lucas se ríe.
—¡Ay, mamá! Ya estás muy cansada.
Nunca quise tener hijos, pero cuando veo a Lucas sonreír, mi pecho se llena de una sensación cálida que me hace sentir que todo esto vale la pena. Lucas apaga la luz y cierra la puerta con llave al salir de mi habitación.
Una vez casi logré escapar. Si no me hubiera caído en las escaleras… quizá…
Todas las madres recuerdan el momento que les cambió la vida. Ese día fui al súper por cervezas y botana para la fiesta. Entré al pasillo de las papitas. Me detuve unos momentos para decidir qué comprar. Una manita húmeda se aferró a la mía.
—Aquí estás, mamá. ¿Me compras unos Cheetos?
Quise soltarme, pero me apretaba tan fuerte que me estaba lastimando. Pensé que si presionaba un poco más, podría molerme los huesos.
—Niño, fíjate bien, no soy tu mamá.
—¿Por qué dices eso, mami?
—Que no soy…
El grito del chamaco hizo que otros compradores se detuvieran en seco. Me echaron cara de “Señora, controle a su hijo”. Sacudí la mano con todas mis fuerzas, mis huesos hicieron crack cuando al fin pude liberarla. El mocoso se aferró a mi pierna. Empecé a gritarle que me soltara, y él, necio:
—¡Mamá, mamá, no me dejes!
Se acumularon más personas, seguían llegando. Cuando noté que estaban señalándome, hice un intento patético por alejarme de ahí. Caminé arrastrando la pierna con todo y escuincle. Él se fue resbalando hacia el suelo. Se agarró de mi tobillo con tanta fuerza que sus manos parecían soldadas a mi pantalón. Hice una pausa para respirar, él aprovechó para morder mi pantorrilla. Un par de alfileres atravesaron los jeans enviando punzadas de dolor a todo mi cuerpo. Entonces lo pateé.
Momentos después llegaron los guardias de seguridad. Me hicieron sentarme en el área de atención a clientes mientras trataban de calmar a “mi hijo” y llamaban a la policía. En cuanto los agentes escucharon lo ocurrido, la indignación cubrió su cara. Mi carrito lleno de alcohol y frituras no ayudaba. El niño seguía berreando como poseído.
—¡Mamá, mamá, mamáaaaaaa!
—Señora, ¿bebió? ¿Consumió algo? ¿Tiene problemas mentales diagnosticados?
Cuando negué todo, ordenaron que subiera a la patrulla. Creí que me iban a detener pero, en lugar de eso, me llevaron a mi casa. Con todo y niño. Dijeron que levantarían un reporte, que esperara la visita del DIF. Nunca vinieron.
Llevo un rato tallando la ropa. Las manchas son cada vez más difíciles de sacar. Sé que tenía una vida antes de Lucas, aunque se siente lejana. Como si, en vez de recordarla, fuera el resumen de lo que le pasó a un personaje en una película que vi hace muchos años. Me vienen a la mente los discursos de mi madre, todas las veces que nos dijo a mí y mis hermanas que tener hijos era un trabajo sin descanso. Ahora estoy tan ojerosa como Karina cuando tuvo a los gemelos.
Al día siguiente del episodio en el súper, cuando el shock quedó atrás, decidí sacarlo de la casa. Forcejeé con él hasta quedarme sin energía, pero no pude moverlo ni un centímetro. Estaba en el suelo, agitada y al borde del llanto.
—¡Ay, mamá! Qué juego tan aburrido.
Lucas, muerto de la risa, acercó la boca a mi cuello.
En el segundo intento, agarré un cuchillo y lo sorprendí en la ducha. Me abalancé sobre él con todas mis fuerzas, pero él fue más rápido. Tras desarmarme, se hizo bolita y empezó a berrear.
—¿Por qué me quieres lastimar?
Terminé abrazándolo para consolarlo. Lucas me clavó los dientes.
Desperté a la mañana siguiente, en mi cama. Empezó a encerrarme en mi habitación después de eso. Creí que no tenía instinto maternal, estaba equivocada. Admití que era incapaz de lastimar a un niño. Aunque lo fuera, no podría hacerle nada a él. Cambié de enfoque.
El incidente de la medicina ocurrió al mes de que Lucas llegó a mi vida. Pensé en otra forma de escape y me tomé todas las pastillas que tenía. No fueron suficientes. El sabor de mi sangre se impregnó de químicos y él se la pasó llorando y gritando sin parar durante tres días, hasta que me quebró.
—Mamá, el contrato es sencillo: si yo soy feliz, tú eres feliz. No me obligues a lastimarte.
Llevamos tres meses así. Cuando la comida escasea, lo escucho salir por las noches. A la mañana siguiente, el refri y la despensa están llenos de nuevo. Por mucho que me resista, me enternece.
Es hora de la cena. Tomo el cuchillo para abrirme las venas sobre el vaso medidor. Lucas estira su manita, me detiene y hace señas para que me acerque a él. Está sentado sobre la barra, con una sonrisa que podría iluminar toda la habitación. Me paro a su lado. Me abraza. Los caninos, como alfileres, se clavan en mi cuello. Lucas está creciendo, aunque no lo aparente, y cada día es más voraz.
Comprendo que pronto no podré alimentarlo.
Me despierta a bofetadas. Hace semanas que eso es lo habitual. Le doy de comer una vez al día y me desmayo. El resto de mi jornada se va entre cuidarlo y comer tanto como puedo. Tomo jugos de betabel, en vez de agua. Cuando voy al baño, ya no me sorprende el líquido rojizo en el inodoro. Estoy tan mal que Lucas ya no finge ser un niño, tampoco se molesta si hago preguntas. Últimamente comprendo muchas cosas: que su saliva es como una droga que me hace complaciente, pero que me envenena despacio; que no soy la primera ni la última y que nunca tuve oportunidad de salvarme. Lleva varios días saliendo de casa, los mismos que yo sintiendo que no puedo más.
—Oye, Marina, ¿me llevas al súper?
Exige, más que pregunta.
Nos subimos a la camioneta y partimos.
Recorremos los pasillos, Lucas busca algo. No sé qué hasta que nos detenemos de golpe frente a las salsas. Una chica estira la mano hacia las botellas. Debe de estar a finales de sus veinte, parece de mi edad. Entonces lo entiendo: a esta hora, el súper está lleno de amas de casa y mujeres solteras que no trabajan en oficinas. Es muy fácil distinguir entre unas y otras si sabes qué mirar. Aferro la zarpa de Lucas, pero él se suelta sin mucho esfuerzo, intercepta a su nueva víctima y la atrapa del brazo.
Aparto la vista. Las piernas me pesan. Arrastro los pies uno frente a otro. Aunque me cuesta trabajo, necesito salir de aquí.
Los gritos y la confusión en las caras de las mujeres que miran hacia allá me obligan a volver sobre mis pasos. La chica lucha por desprender al niño de su brazo mientras él llora. Los deditos resbalan provocando un ligero crack, sólo audible porque alrededor de ellos todo es un silencio indignado. Ella no se mueve. Él aprovecha y se abraza a su pierna. Es como verme a mí misma antes del vacío al que esa criatura precipitó mi vida. Tomo una botella de Valentina de la misma forma que un caballero medieval lo haría con su espada. Estoy por esgrimirla contra él, cuando me vencen las ganas de ser libre otra vez. De olvidar todo, recuperar lo poco que me queda. El cristal resbala entre mis dedos, se rompe contra el suelo lanzando esquirlas que me rasgan la piel. El ruido despierta a los testigos del trance, se alejan de prisa, haciendo como que no ven, mientras los guardias se llevan a Lucas y a su nueva madre.
—Personal de limpieza, al pasillo 3. Personal de limpieza, al pasillo 3.
Es lo último que escucho al salir del súper a toda prisa, con el ardor en las pantorrillas.
1 comentario
Qué lugar tan común a la maternidad, doloroso y gozoso a la vez, queriendo huir sin querer. Me encantó la narración, los personajes, la anécdota. <3