Mala hierba
Ave Barrera – Edición 488
Hoy toca trabajar en la jardinera del lado derecho. Clavo en la tierra la uña de tres picos para extirpar de raíz los geranios. Desfallecen en el adoquín las hojas aterciopeladas con forma de nube, los racimos de flores secas son manos esqueléticas que salen de ultratumba rasguñando el aire. Aflojo la tierra y la dejo lista para los nuevos brotes que traerá el viento
Escucho toser a mi papá del otro lado del muro. Tose en rachas largas, se ahoga, carraspea, respira y vuelve a empezar. Por lo general, tose de cuatro a seis, luego se calma y me deja dormir un rato. A las nueve le doy la pastilla con el Ensure. Mientras le limpio la cama, él mira la ventana, señala hacia el jardín con su dedo seco y gime. Antes de salir, voy y empalmo las orillas de la cortina, me aseguro de cerrarla bien.
Mi papá se esmeraba mucho en cuidar sus plantas. Se lamentaba de que en la entrada de la casa hubieran tenido que cubrir el suelo de cemento para estacionar los dos coches, el suyo y el de mi mamá. Ahí solamente había podido conservar un par de macetas de teresitas que nunca se dieron bien. Sin embargo, en la parte de atrás, que además mira hacia el sur, había cultivado lo que él llamaba su pequeño paraíso. Decía que así iba a ser toda la tierra cuando Jehová trajera el Nuevo Orden: “Ahora me tengo que conformar con este pedacito, pero después del Armagedón vamos a vivir en un jardín del tamaño del mundo”, y abría los brazos al decir la palabra mundo, y parecía como si de sus manos fueran a brotar madreselvas, a desparramarse una alfombra de pasto y de flores.
Es domingo. Abro la covacha donde mi papá guarda las herramientas de jardinería; la podadora con motor de dos tiempos, los garrafones de insecticida, de herbicida y fertilizante, costales de humus y polvillo de coco, macetas, pinzas, guantes, rociadores. Desde que tengo memoria, la covacha tiene una pestilencia muy particular, como de hierba podrida y minerales. Me pongo el sombrero y me lo amarro con una agujeta debajo de la quijada. Tomo los guantes, los aspersores, saco la manguera, la pala y la uña.
Cada que se le presentaba la oportunidad, mi padre repetía la misma broma: “Yo dedico los domingos por completo a la jardinería, y lo primero es salir a sembrar la semilla de la verdad”. Nos despertábamos a las siete y media. Mi mamá me llevaba a la recámara un vaso de leche y un pan dulce. Yo me lo comía mientras decidía qué ponerme: la falda beige, la falda de flores azules, la falda de flores violetas. Los vestidos eran para las reuniones. Si hacía frío me ponía mallas debajo de la falda y blusa de manga larga, aunque casi siempre pasaba que antes de las diez ya me estaba muriendo de calor bajo el rayo de sol, y si me ponía manga corta me daba frío cuando nos tocaba estar en la sombra. Me enjuagaba la cara y me agarraba el pelo con una pinza que al abrirla parecía una planta carnívora. Mi papá sonaba el claxon y yo bajaba corriendo las escaleras, metía a mi bolsa un puñado de Atalaya, la Biblia y el paraguas. A las ocho en punto debíamos estar en la casa de reunión.
Si le tocaba a él dirigir la lectura del texto, no perdía la ocasión para mencionar, aunque fuera en su versión resumida, la parábola del sembrador que desparramó la semilla aquí y allá, y unas se las comieron los pájaros, otras cayeron entre las piedras, pero otras, las que cayeron en buena tierra, crecieron y dieron fruto. Luego de la lectura hacíamos una oración y formaba las parejas, mujeres con mujeres y hombres con hombres. A mí me decía “Lili, tú con tu mamá”. Era parte del castigo porque me encontraron haciendo eso. Mi mamá le dijo a mi papá, mi papá les dijo a los ancianos, que me llamaron para censurarme y me prohibieron convivir con los demás hermanos durante un tiempo. Me daba mucha vergüenza, porque sentía que todo el mundo sabía lo que había hecho o se lo imaginaban.
Nos repartían el territorio en papelitos recortados de una fotocopia, donde aparecían el perímetro y los nombres de las calles de la manzana donde teníamos que predicar. Dos parejas de un lado y dos parejas del otro, casa por casa hasta encontrarnos en el extremo opuesto y de ahí a la manzana siguiente. Había que tocar tres veces antes de darnos por vencidos. Si el timbre estaba descompuesto había que golpear en el cancel con algo duro como un llavero o una moneda grande. Yo usaba una piedra redonda, del tamaño de una nuez, que guardaba en mi bolsa para ese fin. Si la persona salía, había que decir: “¿Me permite un momento?, quisiera compartir con usted un mensaje alentador”. Podíamos decir también que íbamos a compartir la palabra de Dios o un mensaje de la Biblia, pero por lo general nos cerraban la puerta. Al decir “mensaje alentador” había más posibilidades de que quisieran saber de qué se trataba, y ahí uno les enseñaba las revistas o les leíamos una cita bíblica que llevábamos lista, con el dedo metido entre las hojas de papel cebolla.
Mientras íbamos de una casa a otra, me gustaba mirar las plantas que la gente cultivaba en sus jardineras; si las habían comprado en el mismo vivero o se habían regalado los esquejes entre los vecinos, si eran plantas raras o resistentes. Era fácil saber el tipo de persona que vivía en cada casa, por la manera en que cultivaba su jardín. Yo cortaba limones, guayabas y arrayanes, me gustaba oler la cáscara de las naranjas amargas y los azahares, recoger espigas de pasto rosa o dientes de león.
Una vez, cuando era niña, arranqué un diente de león y pedí un deseo. Iba a soplar para que las semillas volaran y se llevaran mi deseo al cielo, porque así me había enseñado una compañera de la escuela, pero la mano dura de mi padre me tapó la boca y las semillas peludas se metieron entre mis labios. Lo miré asustada. No me pegó, pero fue peor que si lo hubiera hecho. “Esas cosas no le gustan a Jehová”, dijo con tono severo, “nosotros no pedimos deseos, hacemos la voluntad de Dios. Además, estás ayudando a que se esparzan las malas hierbas”.
Mi mamá era mucho más indulgente, ella me iba diciendo para qué servían algunas plantas: la ruda, el estafiate, el eneldo o el romero. Yo cortaba una ramita de cada una y me la llevaba a la nariz. Arrancaba espinas de ceiba, hojas de jade que germinaban si las dejaba sobre la tierra, escribía mi nombre en una hoja de bugambilia clavándole la uña para formar las letras, me prendía plumbagos en la blusa o en el pelo, trenzaba agujas de pino, recolectaba semillas de eucalipto, cedro y jacaranda. Cuando llegábamos a la casa, mi bolsa era un vergel.
Volvíamos alrededor de las doce. Me cambiaba de ropa y le ayudaba a mi mamá a cortar la fruta; un plato grande de jícama, naranja y pepino con sal y limón que llevábamos a la mesita de afuera para comer mientras trabajábamos en el jardín. Mi padre nos entregaba nuestro sombrero con agujeta, los guantes y la herramienta. Por lo general, a mí me ponía a deshierbar. El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Si el trébol estaba entretejido con el pasto, debía desenredar una por una las guías hasta encontrar la mata madre y desarraigarla con todos sus bulbos. Mientras dormía, vino su enemigo y sembró mala hierba entre el trigo y se fue. Para sacar las achicorias tenía que encajar la pala bien profundo, ir aflojando la tierra alrededor y hacer palanca con la cuchara para sacar la trenza de treinta centímetros que formaba la raíz. Él les dijo: “no arranquen la mala hierba, no sea que con ella arranquen también el trigo; dejen crecer la una junto a la otra”. Mi papá revisaba los despojos para asegurarse de que hubiera sacado la planta completa; me regañaba si por error había cortado el tallo o si las raíces estaban incompletas, sin duda volverían a salir; sonreía complacido al ver las trenzas íntegras, como trofeos de guerra. Luego de la siega mandaré a mis hombres a guardar el trigo en el granero, pero la cizaña habrán de amontonarla y de arrojarla al fuego.
Mientras yo descepaba malas hierbas, mi padre emparejaba el pasto, rociaba insecticida o masacraba las babosas con el mismo odio con que perseguía a las hormigas y a las arañas, aplastándolas con los dedos sobre el adoquín, regando veneno aquí y allá. Mi mamá era quien cuidaba de los rosales. Tenía buena mano. Eso hacía cuando le dio el infarto. Murió con la cara sobre la tierra.
Es la hora de más calor. Extiendo la manguera y le enrosco en la punta el aspersor de rehilete. Abro la llave y me acuesto bajo la lluvia artificial. El pasto es mucho más acolchado ahora que lo he dejado crecer. Miro hacia la ventana del cuarto de mi papá. Las cortinas empalmadas. No puede verme. Los muros son altos, nadie puede verme, únicamente él, su ojo entrometido y ávido. Me subo el vestido y meto la mano debajo de la pantaleta, las dos manos. Agua fría, sol y otra vez agua fría. Veo caer del cielo copos brillantes que en realidad están en mis ojos, hebras de luz y granos de sal. Primero toco afuera, la parte seca, pero la lluvia me moja desde dentro y entonces se rasga la cortina del santuario, el dedo entre las páginas del libro sagrado, la revelación de la verdad.
Cuando acabo, me doy la vuelta y me arrastro húmeda en busca de brotes tiernos. Atrapo cochinillas, las hago bolita con los dedos y las disparo a la ventana con la uña del anular. Me seco al sol mientras observo cómo han crecido las nuevas plantas, la ruda y el hinojo se adueñaron ya de la jardinera central. Sigo los caminos de las hormigas, hago temblar las telas de araña, cuento los capullos de oruga colgados del cable, ruedo con un palito los gusanos quemadores, hago saltar a las campamochas.
Hoy toca trabajar en la jardinera del lado derecho. Clavo en la tierra la uña de tres picos para extirpar de raíz los geranios. Desfallecen en el adoquín las hojas aterciopeladas con forma de nube, los racimos de flores secas son manos esqueléticas que salen de ultratumba rasguñando el aire. Aflojo la tierra y la dejo lista para los nuevos brotes que traerá el viento. En la jardinera izquierda ya se asoman las nuevas hierbas que nacieron a su suerte. No se dice “suerte”, tampoco se dice “salud” cuando alguien estornuda, son costumbres paganas y eso no le gusta a Jehová. El pasto, el zacatillo y las cabezas de burro luchan por sojuzgar el cuadrado central; éste es Absalón, el de allá, Jeroboam y el otro, Nabucodonosor. El cardo que sembré hace dos meses ya llega a la mitad del muro; recolecté las semillas en un terreno baldío y ahora sus hojas como garras de dragón se le enciman al hibisco que languidece moteado de hongos. Entre las grietas crecen las achicorias, su raíz se hunde hasta llegar al corazón del mundo.
Las plantas que cultivo en el jardín, por lo general no tienen nombre, y si lo tienen, suena a cosa seca y punzante. Me gustan las de hoja ancha, forrada de pelillos; las flores del chicalote, de pétalos muy suaves y centro muy rojo; la flor de cardo; las varas de soles que al secarse dejan bolas de espinas; la que llaman mala mujer, la que llaman hierba del pollo, la verdolaga, la pamplina. Son plantas resistentes al clima, a la sequía y a las plagas, que crecen o se secan en su tiempo, sin dar razón a nadie. Las flores de achicoria saben a dulce y a verde, el trébol sabe a uva. La enredadera de campanilla azul se extiende por encima del jazmín y entre las varas muertas de los rosales flota una nube de espigas de pasto rosa que sembré para que mi mamá tuviera su propio cielo.
Suena la tos de mi papá allá arriba. Tose a mediodía, tose en la tarde. Es lo único que queda de su voz. Miro hacia su ventana y arranco un diente de león. Soplo mientras pienso un deseo. Las semillas vuelan: unas caerán sobre la tierra del jardín y germinarán, otras caerán sobre la roca, otras se las comerán los pájaros, pero alguna habrá que llegue hasta el cielo. El que tenga oídos para oír, oiga. .