Luis Camnitzer: retrato de un conceptualista latinoamericano
Gerardo Lammers – Edición 491
El artista y crítico uruguayo es un referente al hablar de la educación en el arte y de la creación de vínculos entre los creadores y los artistas. En coedición con la Ibero CDMX y la UdeG, el ITESO acaba de publicar el libro Luis Camnitzer. Esto es un espejo. Usted es una frase escrita
Un día de enero de 2015 le envié a Luis Camnitzer hasta su casa-estudio —ubicada en Great Neck, un pequeño pueblo del estado de Nueva York, a una hora por tren de la Gran Manzana, donde vive con la fotógrafa estadounidense Selby Hickey— un ejemplar encuadernado de mi tesis de maestría, en la que realicé una investigación con espectadores de sus obras.
Había entrado en contacto con él en 2011, durante el montaje de una exposición suya en el Museo de Arte de Zapopan (MAZ), donde me desempeñaba como jefe de prensa. No era aquella la primera vez que Camnitzer, un austero hombre de pelo plateado, visitaba Guadalajara. Supe que un año antes había dado la conferencia “Pensamiento crítico en el quehacer artístico” en el Museo Cabañas, la casa de El hombre de fuego de Orozco. Camnitzer no le tiene admiración al muralismo mexicano, al que considera panfletario y con una visión cerrada e impositiva sobre el espectador (“da mensajes narrativos liberadores, pero es perceptualmente totalitario”).
En un registro fotográfico de una obra suya, Pintura mural original (1972/2010) —que aparece en el catálogo de la colección suiza Daros—, lo vemos, sin camisa, pintando de gris con un rodillo una superficie rectangular. Junto a él, ante una superficie gris idéntica, aparece un pintor de casas, observándolo. Terminada la acción, la diferencia entre lo que uno y otro han hecho es imperceptible, con la excepción de que la pintura del artista vale muchas veces más que la del pintor de brocha gorda, según consta en una nota escrita con gis sobre el muro con los rubros que diferencian su obra de la del trabajador: concepto, firma y comisión de la galería que lo representa.
Con este sarcasmo, Camnitzer no sólo evidencia la situación del mercado del arte, sino que lanza la pregunta acerca de en dónde radica el valor de esa palabra, tan etérea y al mismo tiempo tan desgastada a lo largo del tiempo, algo que recuerda el gesto de Marcel Duchamp cuando, sobre una reproducción de la Mona Lisa, pintó unos bigotes con el propósito de “recargar” dicha obra.
“La obra realmente importante”, dice Camnitzer, “fue la posterior (L.H.O.O.Q. Shaved), y es la que justifica y le da sentido a la primera. [En aquella], en 1965, Duchamp, presenta la reproducción de la Mona Lisa original y esta vez sin retoques, y la declara como ‘afeitada’. La inversión de la propiedad, el forzar la percepción de un origen como si fuera una elaboración posterior a su travesura, logra darle credibilidad a la versión de los bigotes sin hacer esfuerzo alguno. Allí la obra se convierte en un acto de apropiación totalmente radical, una versión visual sintética de lo que Borges había logrado con su ‘Pierre Menard, autor del Quijote’, en 1941, en forma más extendida”.
Aguardé unos días antes de escribirle con la propuesta de iniciar una conversación vía correo electrónico. El uruguayo de origen alemán, cuya obra This Is A Mirror. You Are A Written Sentence (1966) marcó su transición del expresionismo al conceptualismo en un intento de “pintar con palabras”, como se proponía el tipógrafo y maestro venezolano Simón Rodríguez (1769-1854), me contestó para decirme de forma escueta que estaba de acuerdo.
Así comenzó un intercambio de mails que se extendió por casi dos años y que dio como resultado Luis Camnitzer. Esto es un espejo. Usted es una frase escrita (ITESO/Ibero/UdeG, 2022), de reciente aparición, libro que da cuenta del interés que muchos tenemos por la lucidez y la ética de un artista que desconfía de la autoría, y cuyos planteamientos resultan particularmente útiles para entender el papel intercambiable de la educación con el arte y, al mismo tiempo, la banalidad de la admiración por el artista como genio o estrella aislada en el firmamento de la sociedad del espectáculo. Un intercambio, el nuestro, en el que, como buenos latinoamericanos, comenzamos hablando de futbol.
A finales de la primavera de 2011 viajaste a Jalisco, México, para el montaje de una exposición tuya en el MAZ, entonces dirigido por Alicia Lozano. Yo trabajaba ahí, y Alicia me comisionó para que te transportara en mi auto del hotel al museo y viceversa. Así comenzamos a conversar en los trayectos. Recuerdo dos historias que me contaste: una tenía que ver con la forma tan azarosa por la que un aficionado comienza a irle a un equipo y no a otro. Si no me equivoco, tú eres de Peñarol, ¿no es así?
No, me vas a perdonar, pero soy de Nacional.
La otra historia tiene que ver con las razones que llevaron a tu madre de regreso a su tierra natal, Alemania, luego de una larga estancia en Uruguay: los pájaros. Quizá quieras hacer un par de comentarios con respecto a ambas historias. Te digo esto porque, al menos la primera historia, la del futbol, tiene que ver con la forma en que le damos sentido a las cosas a partir de una asociación, algo que me hace pensar en esa obra tuya que se llama Objetos arbitrarios y sus títulos.
La primera fue que, de niño, seguramente con unos cinco años, me encontré con un partido de fútbol en la calle vecina a mi casa, jugando varios chicos del barrio. Se me acercó uno mucho mayor (probablemente tenía unos diez años) y me dijo: “Vos andá para ese lado y jugás con Nacional”. Desde entonces soy de Nacional. La experiencia me vino a la mente unos 35 años más tarde, cuando un amigo bastante mayor que yo un día me llamó muy contento para compartir la noticia de que en el clásico de Peñarol contra Nacional había ganado Peñarol. Mi respuesta fue: “Pero yo soy de Nacional”. Luego me puse a pensar sobre por qué exactamente le contesté eso, ya que en realidad el fútbol solamente me interesaba cuando se jugaban los campeonatos mundiales, siempre y cuando juegue Uruguay. Los campeonatos locales nunca los seguí ni me interesaban. Me di cuenta de que me habían adoctrinado de niño con lo de Nacional (algo que todavía no logro sacarme de encima) y que, si me hubieran dicho “Vos jugás con los nazis” o “Vos jugás con los comunistas”, yo probablemente todavía estaría en ésas.
La segunda fue la sorpresa, que duró años, con respecto al interés de mi madre en volver a Alemania después de haber emigrado a los 23 años gracias a Hitler y a que mis abuelos paternos murieran en un campo de concentración. A los noventa años alquiló un apartamento en un complejo de asistencia para ancianos muy lindo, pero muy alemán. La dejamos hacer, después de todo era su vida, pero su decisión era un misterio para la familia. Un día, sentado con ella en una banqueta del jardín, ella me dijo sin aviso o causa previa: “¿Escuchás a los pajaritos?”. Le contesté que sí. Y me dice: “Ésos son mis pajaritos. Por eso quiero estar aquí”.
Aunque ya se jubiló como profesor, Luis Camnitzer (Lübeck, 1937) gusta de dar conferencias y poner sus ideas por escrito, teniendo como horizonte el reordenamiento de las cosas. Tanto la escritura como la enseñanza han depurado la producción de su obra, la cual permite al espectador —co-creador, siguiendo al semiólogo Umberto Eco en Obra abierta— hacerla suya y explayarse en su propio camino de conocimiento.
Formado como escultor en Uruguay, donde creció, y como grabador durante un año de estudios en Alemania, emigró —luego de estudiar Arte y Arquitectura— en la década de los sesenta a Nueva York, donde, junto a Liliana Porter y José Guillermo Castillo, fundó The New York Graphic Workshop.
A Camnitzer se le suele ubicar al lado de artistas conceptuales anglosajones como Joseph Kosuth y Ed Ruscha. Conviene distinguir, sin embargo, entre arte conceptual y arte conceptualista, tal como lo explica el propio uruguayo, que, no obstante haber establecido su lugar de residencia en Estados Unidos desde 1964, se define como un artista latinoamericano en interlocución con el público y los asuntos de esta región.
“El centro, en este caso identificado como Nueva York, que había tomado el lugar previamente ocupado por París, creó el término arte conceptual para agrupar aquellas manifestaciones artísticas que usaban el lenguaje y las ideas como su materia prima principal. Hablando en términos de historia del arte, fue este paso el que convirtió al arte conceptual en un estilo formalista, ya que el contenido estaba excluido de la definición. Entretanto, a la periferia no le importaban las cuestiones estilísticas y, por tanto, produjo estrategias conceptualistas que subrayaban la comunicación”, escribe en Didáctica de la liberación. Arte conceptualista en América Latina (Cendeac, 2009), uno de sus libros fundamentales.
El arte conceptualista, pues, a diferencia del arte conceptual anglosajón, no es un estilo ni un movimiento, sino “una vasta gama de obras y prácticas que replantearon las posibilidades de relación entre el arte y la realidad social, política y económica en la cual se producía”, escribe el historiador de arte Phillipe Pirotte; en el caso latinoamericano, esas obras y esas prácticas estuvieron enmarcadas en sociedades caracterizadas por regímenes políticos antidemocráticos o francamente dictatoriales. Durante la segunda mitad del siglo XX, Brasil, Argentina, Uruguay, Perú y Chile tuvieron gobiernos militares que, como señala la curadora puertorriqueña Mari Carmen Ramírez, “institucionalizaron la tortura, la represión y la censura” a las que los artistas tuvieron que hacer frente.
Ramírez considera el conceptualismo latinoamericano como el gran momento de ruptura del arte latinoamericano frente a los medios metropolitanos: “A mi juicio, después de la revolución inicial llevada a cabo por los movimientos de la vanguardia histórica (Cubismo, Futurismo, Dadá, particularmente), el Conceptualismo puede considerarse como el segundo gran salto del siglo XX con relación al entendimiento y la producción del arte. Al declarar obsoleto el estatus artístico (la estética y ‘lo bello’ incluidos) —desde la preciosidad de la obra de arte autónoma (de herencia renacentista) hasta transferir la práctica artística de la estética en sí al territorio más elástico de la lingüística—, el Conceptualismo preparó el terreno para las más innovadoras y radicales formas de arte”.
En diálogo con las obras de Duchamp y Magritte, pero sobre todo con el espíritu y las estrategias de Simón Rodríguez —conocido por haber sido maestro y amigo de Simón Bolívar y por sus esfuerzos por una Latinoamérica descolonizada, cuyos ciudadanos pensaran por cuenta propia (“o inventamos o erramos”, repetía)—, la filosofía de Camnitzer puede resumirse en una frase que, a manera de obra, se ha colocado en la fachada de cada vez más museos: “El museo es una escuela: el artista aprende a comunicarse; el público aprende a hacer conexiones”.
“Tenemos, como artistas, la disyuntiva de ver el arte como una forma de producción de objetos o como un agente de transformación cultural. Claro que una cosa no excluye a la otra, pero la disyuntiva obliga a elegir cuál es la misión que uno se propone como artista”, escribe en uno de los ensayos que componen De la Coca-Cola al arte boludo (Metales Pesados, 2009), otro de sus libros.
Durante una visita que hizo a Ciudad de México en 2015, por invitación del Museo Jumex con motivo de una charla que ofreció en el marco de la muestra colectiva Bajo un mismo sol, pude entrevistarlo cara a cara en el lobby de su hotel. Ahí, mientras bebía un café, e interrumpiendo de cuando en cuando la conversación para responder algún mensaje que llegaba a su celular, Camnitzer, por petición expresa, contó lo que casi nunca cuenta por considerarlo totalmente irrelevante: la biografía del artista. Quizá por eso una de sus obras que me resultan más enigmáticas es Portrait of the Artist (1991/2010), consistente en un ventilador de piso que mueve un lápiz atado con un cordón a un clavo sobre un muro blanco. El resultado mecánico de este proceso es una línea curva de grafito, no muy larga, similar a una enigmática sonrisa.
Luis Camnitzer me habló de sus padres, Siegbert y Florence, habitantes de Lübeck, la ciudad alemana en la que nació al filo de la Segunda Guerra Mundial.
“Mi padre fue entrenado para ser gerente y, eventualmente, heredar una sucursal de una casa de modas. Cuando nací se la expropiaron, lo obligaron a venderla a un precio ridículo, y fue entonces que buscaron a dónde emigrar. Mis abuelos paternos (Karl y Lina) no quisieron dejar Lübeck y al final murieron en un campo de concentración”.
Sus abuelos maternos, Eugen y Ana, tuvieron una mejor vida. Eugen, quien murió antes de que Luis naciera, era arquitecto, pintor y diseñador de muebles.
“En mi casa tengo dos armarios diseñados por él. Era un tipo que iba a las conferencias de Peter Behrens y Gropius; llevaba los libros para Behrens. Mi abuela sobrevivió. Era protestante convertida al judaísmo, pero, paradójicamente, a los nazis no les importó la parte de la conversión. La respetaron y no la llevaron al campo de concentración. Se aguantó la guerra allá”.
Por aquella época, el antisemitismo en Estados Unidos era tan fuerte como en Alemania, cuenta. Por casualidad conocieron al cónsul de Uruguay en Estados Unidos, y así fue como Siegbert, Florence y Luis —que era un niño— terminaron estableciéndose en Uruguay.
Su padre tuvo varios trabajos para sacar a flote a la familia, establecida en el barrio de Pocitos, en Montevideo. Uruguay vivía una época de bonanza que le valió el mote de La Suiza de América, de claras implicaciones colonialistas. No obstante, hasta ese momento, la familia Camnitzer no tenía queja de su nuevo país de residencia. Sus padres lo inscribieron en la escuela primaria pública Barón de Río Branco, de la que conserva buenos recuerdos.
“Lo interesante era que todos vestíamos túnicas blancas con un moño azul. Era como el uniforme de Mao: nadie sabía quién era quién. Tenía en mi clase a por lo menos dos hijos de senadores y probablemente dos de diputados. Una de mis compañeras terminó de prostituta. Fue interesante la gama de estudiantes que había en mi clase: éramos todos niños y jugábamos”.
Algunos años más tarde, el clima político en Uruguay, y en varios países de Sudamérica, cambió de forma radical con la llegada de las dictaduras militares. Para cuando esto ocurrió, a principios de los setenta, Luis Camnitzer y su entonces esposa, la artista argentina Liliana Porter, habían emigrado a Nueva York en busca de mejores condiciones. Fue en Estados Unidos donde Camnitzer realizó la serie de fotograbados “De la tortura uruguaya”, exhibida en la muestra Contra el olvido, que se presentó en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile, en 2013. Frente a los retratos de los desaparecidos por la dictadura de Pinochet, que presiden el muro principal de este museo, Camnitzer puso sobre el piso de un balcón la frase “FOSA COMÚN”.
“De la tortura uruguaya” y otras obras con una gran carga política formaron parte de Hospicio de utopías fallidas, en el Museo Reina Sofía de Madrid en 2018, la que podría considerarse la más importante exposición de Camnitzer hasta el momento, muestra antológica que en una de sus salas invitaba al público a completar las obras. Por ejemplo:
Se supone que la materia existe en tres estados: sólido, líquido o gaseoso.
A) Especule sobre las consecuencias
de un cielo líquido.
B) Explique el destino de las nubes.
Me encuentro de nueva cuenta con Camnitzer, pero esta vez en la pantalla. Grabamos una conversación en Zoom para la presentación de este nuevo libro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Luis está en su estudio de Great Neck, con un fondo de libros y papeles. Le digo que me parece curioso que, en una búsqueda en Google, al escribir su nombre aparezca el calificativo “pintor”.
“Lo que pasa es que hay una idea muy convencional de que arte y pintura son sinónimos. El otro día pasó un plomero por mi estudio, que sólo tiene papeles y cosas así, pero no atriles ni cuadros ni pinturas. Nada. Y el tipo mira, intrigado, y dice: ‘Y qué, ¿usted es pintor?’ [risas] No había ningún dato objetivo para llegar a esa conclusión. Fue muy interesante desempaquetar esa frase muy bien intencionada e incluso cariñosa dentro del convencionalismo cotidiano que hay con respecto al arte. Toda la historia del arte en realidad es una historia artesanal, de manualidades, que no enfoca en la parte que contribuye al conocimiento, que es la que realmente importa”.
Le pregunto por el ambiente político que aprecia desde Estados Unidos y en sus continuos viajes por Latinoamérica. ¿Cuál es su visión? “Apocalíptica. Muy negativa. Muy pesimista. Pero no es un problema solamente de América Latina. Aun cuando hay gobiernos que aparentan irse hacia la izquierda, hay una resaca tan fuerte del pasado y una corrupción tan fuerte del presente que, por más que haya buenas intenciones… ecológicamente creo que ya es tarde. Al final, la explotación, el extractivismo, el lucro inmediato que ha predominado durante tantas décadas, han arrastrado al sistema económico y político de una forma que la ideología ya no es un factor tan fuerte. La irracionalidad y el fanatismo han ocupado el lugar que normalmente tenía el raciocinio. Mi generación falló. Estoy muy preocupado por el futuro de mis hijos y, en cierto modo, estoy contento de ser viejo, de que no voy a ser testigo del mundo que se viene, porque no sé cómo enfrentarlo”.
La conversación termina como la empezamos aquella vez, hablando de futbol. Le digo que espero que a las selecciones de México y Uruguay les vaya bien en el Mundial.
“Y si México y Uruguay llegaran a enfrentarse, que gane Uruguay, por supuesto”, remata Camnitzer, con una sonrisa que aminora en algo el peso de sus palabras anteriores.
2 comentarios
Great Neck no queda en New Jersey como se ha publicado en este artículo, sino en el condado de Nassau del estado de Nueva York, cerca de la universidad donde Camnitzer fue profesor por muchos años.
Gracias por tu comentario, José; gracias también a los editores de Magis. Corregido.