Luis Buñuel: un cineasta de los que hacen falta
Hugo Hernández – Edición 413
Buñuel es un cineasta imprescindible, fundamental, de los que “ya no se dan” y tanta falta nos hacen. Fue un artista libre, que hacía una utilización discreta de la técnica pero sabía sacar buen provecho de los dispositivos que aquélla provee.
Este año se cumplen ochenta del “estreno” de la primera película de Luis Buñuel, Un perro andaluz (Un chien andalou), todo un manifiesto del cine surrealista que no necesariamente es una escenificación del Manifiesto de André Breton. Buñuel es un cineasta imprescindible, fundamental, de los que “ya no se dan” y tanta falta nos hacen. Fue un artista libre (para muestra, el perro de marras), que hacía una utilización discreta de la técnica (no le gustaban los lucimientos formales) pero sabía sacar buen provecho de los dispositivos que aquélla provee: hizo valiosas observaciones sobre la conducta de sus personajes con la cámara, con la puesta en escena, con el sonido.
Desde el cine reflexionaba una y otra vez sobre los cochambres de la conciencia humana, los que, según nos muestra, terminan por mover y movilizar a los hombres (por lo general sus personajes principales son varones). La entomología, que era una de sus pasiones, representó una disciplina fértil para acceder a la exploración de lo humano. Este gusto prueba, por lo demás, que no sentía mayor simpatía por el género, de lo que queda constancia en Él, en la que el protagonista, ubicado en el campanario de una iglesia, mira como hormigas a la diminuta gente y dice: “Me gustaría ser Dios, para aplastarlos”. El aragonés confesó, en alguna ocasión, que compartía el sentimiento del personaje en ese momento.
Atormentado en su infancia por la religión, supo encontrar en más de una ocasión una revancha aguda, oportuna, inobjetable: en sus manos el cine era una herramienta analítica, rica, provechosa, irreverente. Lo dicho: cineastas como él, ya no se dan…
Un perro andaluz
(1929)
Hubo un tiempo en que Buñuel y Dalí compartieron una relación fraternal. Producto de ella es Un perro andaluz, cuyo guión nació del intercambio de las charlas sobre sus sueños. El filme rompe con el cine clásico y, lejos de contar una historia, yuxtapone situaciones en las que se rompe la lógica de la vigilia y se impone la ilógica onírica. ¿Su objetivo? Provocar una reacción, favorable o no. Esta estrategia es provechosa para ventilar profundos deseos y críticas a la sociedad. Es, sin duda, el máximo exponente del cine surrealista.
Las Hurdes (tierra sin pan)
(1932)
Ubicada en Extremadura, Las Hurdes es, en el año en que se filma Las Hurdes, una región en la que la miseria es insultante: como reza el subtítulo, la gente no conoce el pan, las casas no tienen ventanas, la insalubridad provoca cualquier cantidad de enfermedades. El ostracismo está en la escuela y en la calle, por donde transita una vieja, por la noche, tocando una campana y recordando su mortalidad a los vecinos. Este documental prueba que Buñuel encontraba, hasta en la más cruda realidad, elementos que parecen emerger de la peor pesadilla.
Los olvidados
(1950)
A Buñuel le gustaba mucho El limpiabotas (1946) de Vittorio De Sica, cuya huella se ve en el crudo realismo de Los olvidados (con sus dosis oníricas, justo es anotar). Ésta, que sigue las vicisitudes de un grupo de niños de barrios marginales de la ciudad de México, provocó una lluvia de censuras y vituperios para el cineasta, principalmente por tratarse de un extranjero. No obstante, la apreciación cambió cuando Buñuel regresó de Cannes con el premio a mejor director. Para muchos es la mejor película mexicana de todos los tiempos.
Él
(1952)
Francisco (Arturo de Córdova) es devoto como pocos. Y mientras participa en una ceremonia de lavatorio de pies, descubre entre la muchedumbre unos zapatos y unas piernas y un rostro de mujer. Y la turbación lo asalta, y el fervor religioso cede su lugar al deseo. Luego, una vez que ha conquistado a la mujer, los celos lo azotarán. Buñuel sigue en Él a un personaje que odia “la felicidad de los estúpidos” y que, según confesó, tiene como referente… a él mismo: “Quizá es la película donde más me he puesto yo. Hay algo de mí en el protagonista”. Tremendo alter ego, si los hay.
Ensayo de un crimen
(1955)
Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) vive frustrado: cada vez que planea un crimen, alguien se le adelanta o las circunstancias conspiran en su contra. La cinta se inspira en la novela homónima de Rodolfo Usigli, quien quedó profundamente disgustado con esta obra, que algunos insensibles consideran una entrega menor del cineasta. La que no provoca disgusto alguno es Miroslava, quien interpreta a una potencial víctima de Archibaldo: su belleza, vista a través del fuego, como maniquí y en carne (y hueso), es tan portentosa como inolvidable.
El prójimo provechoso
Buñuel nació en 1900 en Calanda (Teruel), un pequeño poblado de Aragón. Se instaló en México en 1946, luego de trabajar en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Decidió quedarse en la ciudad de México porque coincidió con algunos amigos que se habían instalado ahí tras huir de la sinrazón franquista y de la guerra civil. Si bien es cierto que nunca estuvo del todo cómodo en la industria que entonces (sí) existía en el país, se las ingenió para trabajar sin hacer costosas concesiones. Se ganó un lugar en el medio porque era un artesano eficaz, capaz de filmar un largometraje industrial en cinco semanas y sin pasarse del presupuesto.
Buñuel supo rodearse de colaboradores tan talentosos como diligentes. Los guiones para todas sus películas fueron escritos por lo menos a cuatro manos: en sus primerizas obras surrealistas tuvo los aportes de Salvador Dalí; en México trabajó con sus paisanos Julio Alejandro y Luis Alcoriza (quien también haría carrera como realizador en estas tierras; baste recordar Tiburoneros); luego emigró a Francia, y allá (bueno, no exactamente allá, pues le gustaba escribir en San José Purúa, Michoacán) contó con el apoyo de Jean-Claude Carrière. Detrás de la cámara estuvo en numerosas ocasiones Gabriel Figueroa, cinefotógrafo “oficial” de Emilio Indio Fernández.
Buñuel no quería mucho al género humano, pero vaya que supo sacarle provecho a los selectos prójimos que con él colaboraron. Parafraseando (y ni tanto) sus comentarios, con él queda claro que la sociedad es un mal necesario.
Nazarín
(1958)
El padre Nazario (Francisco Rabal) busca ser un buen cristiano, es decir, emular a Cristo. Pero en la ciudad de México de comienzos del siglo XX, los tiempos no son más propicios que las bíblicas épocas, por lo que él y sus “apóstoles” (dos mujeres) son víctimas de la burla y el escarnio. Y el final es terriblemente simbólico… Buñuel se inspira en la novela homónima de Benito Pérez Galdós y perpetra una fábula trágica que tiene como centro a una especie de “Quijote del sacerdocio”. Y su reflexión sobre las humanas miserias y los humanos creyentes sigue siendo más que pertinente.
Viridiana
(1961)
Viridiana (Silvia Pinal) es una mujer que visita a un viejo tío. Éste es un costal de mañas y la narcotiza con extrañas intenciones. Luego del suicidio del tío, ella no puede volver al convento y decide asistir a un grupo de pordioseros; pero el tiro le sale por la culata. La caridad es una virtud peligrosa, nos dice aquí el agudo aragonés. Y la irreverencia alcanza el clímax con la escenificación paródica que los mendigos hacen de “La última cena” de Da Vinci. Esta obra maestra (la película) ganó la Palma de Oro en Cannes. Ni más ni menos.
El ángel exterminador
(1962)
Luego de asistir a la ópera, un grupo de burgueses acude a la casa de uno de ellos a una fiesta. Pero algo extraño sucede: los acontecimientos se repiten y nadie puede salir de la mansión. Pasan los días y las convenciones sociales comienzan a disiparse. A diferencia de sus cintas mexicanas anteriores, aquí el realizador gozó de total libertad. El comentario que hace la cinta sobre la vida en sociedad (en la alta sociedad) y las alusiones bíblicas son una verdadera provocación; como la belleza de la entonces joven y radiante Silvia Pinal, quien ilumina el reparto.
Bella de día
(1966)
La historia sigue los pasos de una joven y frígida mujer (Catherine Deneuve) que está casada con un inválido pero tiene sus escapes, unos imaginarios y otros no tanto. Lleva una doble vida: de día es una señora decente y por las tardes es una prostituta que accede a las perversiones de las que sus compañeras huyen. En Bella de día se funden con naturalidad la realidad y la fantasía. La reflexión sobre la sexualidad que aquí se hace sale del campo cinematográfico, no en vano la ha revisado más de algún oficioso del diván.
Ese oscuro objeto del deseo
(1977)
Esta cinta es el testamento buñueliano. Registra las vicisitudes que padece un hombre maduro que es víctima del juego perverso de una joven mujer que lo incita y lo elude en repetidas ocasiones. Durante el rodaje, Buñuel cambió a la actriz principal y el rol finalmente corrió por cuenta de dos actrices, que se alternan en pantalla. Y lo que en principio fue casi un chispazo resultó todo un comentario sobre la mujer. Explora, además, los insospechados caminos que sigue la excitación masculina, que aquí se nutre, incluso, de la frustración. m.