Los vivos de Juárez
Daniela Pastrana – Edición 422
Ciudad Juárez es, desde hace más de una década, el espejo oscuro en el que México mira su violenta descomposición social: feminicidios impunes, masacres de jóvenes y una sangrienta cadena de muertos por la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno federal… Y sin embargo, Juárez también refleja lo mejor del país: la gente que se organiza para cuidar de los huérfanos y las viudas, jóvenes que buscan en la cultura alternativas a la violencia, madres que mantienen viva la memoria de sus hijos
Beto tiene siete años y vive en la colonia Hidalgo de Ciudad Juárez. Es un barrio popular cercano al centro, donde abundan las casas abandonadas, donde cada semana se cuenta algún muerto y a cada rato se ven comandos de la policía federal recorriendo las calles.
Beto (es un nombre falso) vive junto al parque. Justo enfrente de su casa hay un caserón semidestruido y abandonado desde hace varios años. A Beto, esa casa y todas las demás que están vacías le dan miedo.
“Están en las casas vacías, ahí están, por eso a mí me dan miedo las casas vacías, porque están los fantasmas”, jura el niño, mientras hace dibujos imaginarios con una vara sobre la tierra.
Platicamos en el parque varias veces durante 2010, el año que supera cualquier estadística sobre la barbarie en esta ciudad fronteriza: 3,111 personas asesinadas, según la Procuraduría de Justicia de Chihuahua. Casi nueve por día, y una cantidad no cuantificada de personas viudas, huérfanas, desaparecidas, mutiladas, heridas en cuerpo y alma.
2010 es el año en el que se rebasan todos los límites: se inauguran las masacres —la nueva modalidad de la violencia en el país—; el año en el que una bala de la policía estadunidense cruza hacia territorio mexicano y mata a un adolescente que aventaba piedras debajo del puente internacional; el año en el que un apanicado policía federal dispara a las instalaciones de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y le perfora el estómago a un estudiante que marchaba por la paz; el año en el que una mujer que pedía justicia por el asesinato de su hija fue asesinada frente a las puertas del palacio de Gobierno del Estado.
Pero las sombras que inundan el parque de la colonia Hidalgo en los atardeceres de 2010 no son las de los muertos que inundan los sueños de Beto, que apenas está aprendiendo a leer, sino de vivos.
Son sombras de jóvenes que han decidido recuperar sus espacios, apropiarse de sus calles y de sus vidas y que, convocados por un colectivo urbano, el Zyrko Nómada de Kombate, se reúnen a tocar percusiones, a bailar break, a dibujar, a practicar malabares, o a saltar con los pies pegados a una patineta.
Jóvenes que convencen a las mujeres de la colonia de traer a sus hijos al parque, cobijados por el colectivo. Y que en sus ratos libres limpian y pintan las casas en ruinas que la guerra sin cuartel en esta ciudad ha convertido en tiraderos de cadáveres.
“La estrategia es vencer el miedo”, dice Susana Molina, de 25 años, extrovertida, apasionada, que con el nombre de Oveja Negra integra el cuarteto de hip hop Batallones Femeninos. La llaman así porque nació morada, cuenta muerta de la risa; y asegura que su niñez fue marcada por las fiestas. “Éramos pobres pero siempre estábamos de fiesta, con esta idea de que eres bienvenida al mundo”, dice. Por eso, quizá, se rebela a la idea de que todo en su ciudad esté perdido.
“Casi todos en Juárez tenemos a alguien que ya perdimos. No nos dan tiempo ni de llorar a los muertos, y ¿qué nos queda? ¿Encerrarnos a llorar?”, dice Oveja Negra, quien en abril de 2010, en un encuentro sobre adicciones juveniles, encaró a Margarita Zavala, esposa del presidente Felipe Calderón, para reprocharle la criminalización de los jóvenes.
Recuperar los espacios es una elección de vida, cuenta, mientras dirige a los niños que bailan en el parque. “Para los políticos, Juárez es la ciudad de los negocios, no una comunidad donde habitan seres humanos. Siempre nos han visto como mercancía. Aquí se viene a trabajar, a producir y a aguantar, no a vivir, ni a pensar. Y para los jóvenes, la única opción es ir a la maquila… o al narco. Pero nosotros decimos: ‘No queremos ninguna de esas opciones. Queremos nuestros espacios y nuestra cultura’”.
Esto pasa en la colonia Hidalgo en 2010. Antes de que termine el año, el Zyrko Nómada emprende una qui-
jotesca aventura para llevar las sombras de la tarde a otros parques de otros barrios, desde Tijuana hasta Oaxaca. Ninguna autoridad retoma el proyecto en la colonia de Beto, donde sólo quedan los policías federales patrullando las calles, las casas en ruinas y los fantasmas.
Grafiti del colectivo de jóvenes Kolectiva Fronteriza y Batallones Femeninos que trabajan a través del arte y la cultura contra la violencia que vive Ciudad Juárez
Otra forma de tirar piedras
Ciudad Juárez ha sido la ciudad más castigada por la guerra que el presidente Felipe Calderón declaró a la delincuencia organizada al inicio de su gobierno, y que, según los reportes del gobierno federal, ha traído unos 8 mil militares y más de 5 mil policías federales en cuatro años.
La bacanal de la muerte cayó en esta ciudad con la fuerza de una tormenta: entre 2007 y 2009 los homicidios aumentaron más de 800 por ciento.
Los estudiosos del tema no han llegado a un acuerdo sobre el lugar que ocupa Ciudad Juárez en el ranking mundial de la violencia. Sin embargo, la tasa de homicidios de esta ciudad —234 asesinatos por cada 100 mil habitantes— difícilmente podría ser superada por la de cualquier otro lugar del planeta.
De entre todos los datos de la violencia en Juárez, hay uno escalofriante: 80 por ciento de las personas asesinadas no llegó a los 37 años: la mitad de la esperanza de vida del estado de Chihuahua.
“Estamos ante un juvenicidio”, resume la socióloga Teresa Almada, directora del Centro de Asesoría y Promoción Juvenil, que desde hace años trabaja con jóvenes de barrios marginados de la ciudad. Almada está presente, junto con su familia, en el ayuno que organizaciones civiles y eclesiales realizan en Juárez el 29 y 30 de enero de 2011.
A su modo, los jóvenes juarenses han comenzado a rebelarse. Desde 2009, una corriente creciente de grupos de hip hop, rap y rock ha emergido en la ciudad como respuesta crítica a la violencia. Sus versos se escuchan en funerales, toman las calles e inundan las redes sociales por internet.
“Qué triste infancia la de Juanito/ cuando una balacera se desató en su barrio/ él se quedó tirado en el piso/ a muy corta edad/ a la tumba fue a dar”, dice la canción “Carlitos” del grupo MC Crimen, nominada a mejor tema en el certamen Juárez City Hip Hop Awards en 2009.
La Organización Popular Independiente (OPI) trabaja en colonias azotadas por la violencia
Erik Ponce, integrante del grupo Mera Clase, ve la irrupción de estos músicos urbanos como una respuesta a la carencia de opciones educativas, culturales o de trabajo para los jóvenes de esta ciudad.
“Es el grito de los chavos de Juárez. Las rolas están hablando contra este sistema”, dice este joven de 22 años, estudiante de educación en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y promotor comunitario en Casa de Promoción Juvenil.
Erik vive en una colonia popular de la zona poniente de Juárez. A los 17 años había dejado la escuela por problemas económicos y en 2009 aceptó la oferta de la organización civil para organizar talleres de música y poesía para niños en campamentos de verano, a cambio de que le pagaran sus estudios.
“La música te permite tener un conocimiento de ti mismo y de empoderarte para incluso hacer tregua. Si te haces hiphopero conocido en el barrio, hasta puedes parar pleitos”.
La cultura no resuelve las condiciones económicas y sociales que empujan a los jóvenes a la espiral de la violencia, dice Erik, pero cubre la necesidad de tener espacios propios.
“Es otra forma de tirar piedras. Todos esos gritos que tienes adentro los sacas, pero a través de la música, de la pintura. Es una forma de sacar tu dolor terapéutica, individual y socialmente”.
Verónica Corchado, vocera del Pacto por la Cultura, una organización que desde 2005 ha buscado fortalecer el tejido social por medio de actividades culturales, dimensiona el problema con un dato: en Juárez hay cuatro teatros… y 321 plantas maquiladoras.
“El pesimismo ha penetrado en la sociedad como un vidrio grandote. Pacto por la Cultura es una gran sombrilla que aglutina a creadores y busca resignificar la vida de Juárez”, dice.
Educar a los más chiquitos
Niños de la colonia El Retiro que asisten a las actividades de la Organización Popular Independiente (OPI)
Una matanza tan desproporcionada como la que se ha registrado en Ciudad Juárez estos años ha opacado la violencia de género que dio fama a esta ciudad desde 1993, cuando se comenzaron a documentar asesinatos de mujeres trabajadoras de la maquila.
Pero el feminicidio en Ciudad Juárez está lejos de ser un tema superado. Según el Observatorio de Seguridad y Convivencia Ciudadana de Ciudad Juárez, los asesinatos de mujeres aumentaron más de 500 por ciento en estos años. La tasa actual de asesinadas en Juárez, de 23 por cada 100 mil mujeres, triplica el índice que la Organización Mundial de la Salud considera como epidemia.
En noviembre de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una sentencia condenatoria contra el Estado mexicano por el asesinato de tres mujeres en Campo Algodonero. Es el primer fallo en el mundo que estableció reparaciones con perspectiva de género. México no ha cumplido la sentencia.
Las muertas de Juárez ahora se echan al mismo costal de muertes provocadas por la “guerra contra el narco”. Sin embargo, la organización Justicia para Nuestras Hijas documentó, con base en datos oficiales, la desaparición de 107 mujeres en Chihuahua durante 2010. De ellas, 71 son niñas y adolescentes.
“Algunas familias ya se cansaron de tanto pelear para nada y la gente ya se acostumbró, más ahora con tantos muertos, pero las muchachas siguen desapareciendo”, dice Paula Flores, símbolo de las madres que buscan a sus hijas.
Paula es la protagonista del documental La Carta. Sagrario, nunca has muerto para mí, dirigido por Samuel Bonilla, que recupera sus 12 años de lucha por la justicia para su hija Sagrario, quien en abril de 1998, dos meses antes de cumplir 18 años, fue violada, torturada y asesinada.
Sagrario era la cuarta de los siete hijos de Paula Flores y Jesús González, quien se suicidó en 2006, incapaz de superar la pérdida.
Paula sigue adelante: en 2007 presentó una demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y creó la Fundación Sagrario, que busca articular una propuesta cultural como alternativa para la violencia en Lomas de Poleo, la colonia levantada en el desierto que en las últimas décadas se convirtió en cementerio de jóvenes obreras.
En esa misma colonia, a unas cuadras de la casa de Paula, se abrió desde 2002 el jardín de niños María Sagrario Flores González. En el muro frontal de la escuela están pintadas las manos de 250 niños que han pasado por ahí.
“Las muertas de Juárez no son un mito, como dicen. Las muertas siguen. Y la única forma de evitarlo es con educación, educando a los más chiquitos para que sepan que no tienen derecho a lastimar a las mujeres”, dice Paula.
La primera forma de violencia
El Paso del Norte, además de haber sido el principal centro de colonización española hacia Nuevo México, fue un importante centro religioso desde el cual se establecieron numerosas misiones de franciscanos —uno de ellos fundó la villa en 1659— y uno de los pocos sitios desde los que se podía cruzar el caudaloso río Bravo.
Fue también uno de los primeros objetivos del ejército estadunidense en la guerra de 1846. El 2 de febrero de 1848, con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo —en el que México cedió a Estados Unidos más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio: California, Nuevo México y Texas—, el río Bravo quedó como límite entre las dos naciones y el centro de la villa se dividió en dos: en el margen norte se constituyó la población de Franklin, Texas, que después se convertiría en El Paso; al sur quedó Ciudad Juárez, cuya historia y desarrollo quedaron marcados por su condición fronteriza con Estados Unidos.
Durante años, el centro de Juárez fue el gran burdel de los habitantes de El Paso. Los juarenses cruzaban el río varias veces al día sobre llantas de camiones para ver a sus familiares en la ciudad estadunidense. Y Juárez se convirtió en el paraíso de las empresas maquiladoras, que encontraron en el territorio mexicano mano de obra barata, sobre todo femenina.
Los estudios poblacionales señalan que 75 por ciento de los habitantes de El Paso es mexicano o de origen mexicano, y muchos especialistas consideran que éste es el cruce fronterizo más poroso de todas las ciudades del norte. O lo fue, porque las relaciones entre las dos urbes cambiaron sustancialmente a partir de la política de seguridad que adoptó Washington tras los ataques terroristas de septiembre de 2001.
Familia de la colonia Solidaridad que vive en medio de la violencia: han tenido que escapar de tiroteos que suceden cotidianamente a las afueras de su propia casa y presenciar la muerte de sus vecinos
La violencia del lado mexicano aportó un inesperado impulso económico a El Paso, que sólo en 2009 recibió a más de 200 empresas mexicanas dedicadas a servicios (restaurantes, inmobiliarias).
Hoy, el río casi seco —vigilado permanentemente por la patrulla fronteriza— es cada vez más una división entre ricos y pobres: quienes tienen poder adquisitivo huyen a El Paso; los que no, se quedan en Juárez o regresan a sus estados de origen. Se calcula que la ciudad ha perdido 230 mil habitantes en los últimos tres años.
“No hay solución a este problema [de la violencia] sin cambiar el sistema económico, porque la primera violencia son los tratados de libre comercio que obligan a mexicanos a trabajar con salarios de miseria, después viene la fuerza para controlar la migración y un sistema económico que favorece al narcotráfico”, asegura el misionero carmelita Peter Hinde, quien tiene 16 años de trabajo en Lomas de Poleo.
Hinde fundó la Casa Tabor, una comunidad de retiro y evangelización, y el pasado 29 de enero participó en la protesta binacional contra la violencia que organizaciones civiles y religiosas realizaron en el cruce de la colonia Anapra, donde cada 2 de noviembre las familias separadas por el muro participan en una misa por los inmigrantes muertos.
“Necesitamos voluntades decididas de los políticos, pero para eso el pueblo tiene que organizarse”, dice el misionero.
“Necesito saber por qué lo mataron”
Miles de ciudadanos juarenses se manifiestan contra la violencia y la militarización de su ciudad
El asesinato de 15 jóvenes que estaban en una fiesta en la colonia Villas de Salvárcar durante la madrugada del 31 de enero de 2010 inauguró una modalidad de la violencia que no se había visto en esta ciudad: las matanzas colectivas. Esta masacre regresó los reflectores a esta ciudad y obligó al gobierno federal a improvisar el programa “Todos Somos Juárez. Reconstruyamos la Ciudad”.
Un año después, la esposa del presidente, Margarita Zavala, inauguró en la colonia un club deportivo que costó 27 millones de pesos. Tiene canchas de futbol, basquetbol y beisbol, un foro enorme y un “monumento” para los 15 muertos: una fuente con un árbol seco al centro.
La grandeza y el colorido de estas instalaciones parecen fuera de lugar en este barrio popular, donde abundan las casas abandonadas —se calcula que la cuarta parte de las viviendas de la ciudad está deshabitada—, pero lo que se ve más grotesco son las enormes pintas con el lema oficial del gobierno federal: “Vivir Mejor”.
“El precio que pagamos por el deportivo fue muy alto”, dice Luis Rodríguez, padre de una de las jóvenes heridas en la fiesta. El hombre deambula con la tristeza marcada en el rostro en las manifestaciones contra la violencia. La masacre destruyó anímicamente a su familia y la crisis económica lo mandó a la calle a engrosar las cifras del desempleo. No halla paz. Y tampoco quiere irse.
“¿Por qué me voy a ir yo si nací en Juárez? Tengo aquí 50 años. ¿Irme a dónde, para qué, si todo el país está así? Prefiero morirme aquí, en mi comunidad, que huir de mi ciudad a lo mismo”, dice con rabia.
Lo mismo le pasa a Carmen Morales, quien reparte en las protestas volantes de su hijo Juan Antonio, un estudiante de medicina asesinado un año atrás, cuando celebraba el fin de cursos.
“Mi marido dice que ya lo deje, que nada voy a arreglar; y mi hija, de 14 años, se asusta mucho de que yo venga a las protestas, pero yo necesito saber por qué lo mataron. Tengo diez años viviendo en Juárez y siento que ya no tengo otro motivo para seguir aquí, que no sea saber quiénes y por qué lo mataron”, dice la mujer.
La jornada de protestas por el aniversario de la masacre en Salvárcar reúne a organizaciones defensoras de migrantes, de familiares de mujeres asesinadas, a hijos de desaparecidos, a miembros de comunidades de base católicas y protestantes, a madres y padres que buscan justicia y a activistas por la paz que vienen de distintas ciudades del país.
Los activistas hacen un ayuno, cantan el himno de las mujeres de Juárez (Ni una más), se anudan en una cadena de hilo, hacen oraciones y forman la palabra “Justicia” con veladoras en las escalinatas del monumento Benito Juárez, en el centro de la ciudad.
“En México hay muchas ciudades invadidas de terror, un terror que paraliza, que atomiza. Esto no es una acción religiosa, pero sí es una acción que le da fortaleza a quien lo hace y una parte importante es que la gente se encuentre”, dice el profesor mexicano Pietro Ameglio, de la organización humanitaria Servicio Paz y Justicia (Serpaj). “Si no está unida en el alto a la masacre, ¿qué la va a unir?”
La colonia Villasde Alcalá, donde mayoritariamente viven trabajadores maquiladores, poco a poco esta siendo abandonada; sin los servicios básicos, lejanos de escuelas y guarderías, los niños tienen que convivir en un espacio inseguro
Globos blancos para el cielo rojo
El sábado 5 de junio de 2010, en el parque Cazadores, un centenar de niños y niñas lanzó globos blancos y verdes al aire con una manta que decía: “¡Escúchame!”. Era el fin de una campaña de tres meses impulsada por organizaciones de la sociedad civil juarense para llamar a la sociedad a voltear los ojos a la primera infancia, una de las áreas más descuidadas de las políticas públicas.
En Ciudad Juárez hay 165 mil niñas y niños menores de seis años: 15 por ciento de la población total. Pero sólo seis de cada 100 tienen la posibilidad de recibir atención adecuada. La propuesta de las organizaciones, que consiguieron el compromiso de los candidatos a alcalde, implicaba una inversión de 410 millones de pesos para ampliar y mejorar la infraestructura de las estancias infantiles. “El problema del programa de guarderías del gobierno federal es que está enfocado a dar trabajo a las madres, no a que los niños estén bien cuidados”, dice Catalina Castillo, de la Organización Popular Independiente de Juárez.
La propuesta sumó adeptos gracias a las redes sociales de internet y consiguió el apoyo de algunos medios locales de comunicación, organizaciones nacionales y artistas locales.
Entre ellos, el cineasta Ángel Estrada, director del documental Escenarios de guerra, quien realizó un spot de televisión en el que los niños hablan de lo que quieren ser cuando crezcan y gritan a los adultos que los escuchen.
“Juárez ha sido un laboratorio del neoliberalismo, que ha sido usado para vender mano de obra para la gente y que ha venido a romper la estructura social”, reflexiona el cineasta, en una larga charla en la Cafebrería, que es uno de los pocos reductos de vida cultural de esta ciudad.
“Durante años hemos visto cómo se rompen las estructuras de familias, comunidades, y la voracidad por el desarrollo económico dejando de lado la cultura, la educación. Ha habido una voracidad de los sectores poderosos que ha terminado por expulsar a su lado sensible, pensante”.
Los “daños colaterales” de la guerra contra el narcotráfico han significado en Juárez un promedio de 35 niños muertos cada mes, además de una cantidad indeterminada de huérfanos, que se cuentan por miles, aunque no hay una cifra oficial (las organizaciones calculan que al menos son diez mil). Muchos de los niños y niñas que han perdido a sus padres tienen que enfrentar además la discriminación provocada por el discurso del gobierno, que asegura que los muertos son criminales.
Nadie en el gobierno los atiende. La estructura del DIF está rebasada y ninguna autoridad sabe si están con sus familias extendidas (abuelos, tíos) o en la calle.
“La violencia que ha explotado en Juárez es el resultado de un modelo económico y una forma de gobernar que no han cruzado por el desarrollo de la gente de la ciudad, especialmente de los más pequeños”, dice Lourdes Almada, dirigente de la Red por los Derechos de la Infancia en Juárez y promotora de la campaña “¡Escúchame!”.
“Debajo de todo esto hay una violencia estructural y una historia de décadas de abandono y falta de apuesta por el desarrollo humano y social que hay que cambiar”, asegura Almada. “Es cansado. A veces me deprimo porque no veo los cambios que quisiera. Pero no podemos darnos el lujo de no intentarlo”.
Por cada muerto de esta guerra hay, al menos, 25 personas heridas y una que queda con discapacidad permanente, según los especialistas de la Secretaría de Salud que participaron en el Congreso Nacional de Salud Pública, realizado en marzo pasado.
En Ciudad Juárez, la Fundación Integra atiende a un particular grupo de huérfanos: los que están mutilados o discapacitados de manera permanente; 65 por ciento son menores de edad. Otra organización que atiende a víctimas es el centro Salud y Bienestar Comunitario. Dora Dávila, su directora, explica que también han encontrado un fenómeno creciente: las viudas.
“Muchas se han ido a vivir con sus hijos a El Paso, sin papeles, sin posibilidades de trabajo. Sin nada. Están angustiadas y muy asustadas, pero nadie las está atendiendo”, explica Dávila.
Frente a la falta de respuesta de las autoridades, las organizaciones de la sociedad civil han empezado a articular acciones incipientes, como la del ayuno. Es un proceso que apenas comienza, dice Elizabeth Flores, de la católica Pastoral Laboral de Juárez.
“Ahorita no estamos en el inicio siquiera. Las propias condiciones de explotación en las maquilas dejan poco espacio a la gente para participar, y además, lo que hemos visto en los últimos tiempos es algo que no habíamos vivido. Tenemos que empezar a entender que solamente una fuerza ciudadana enorme puede detener este horror”. m