Los jesuitas y la ciencia: una misión del corazón y de la mente
Daniel Medina Jackson – Edición 488
Desde sus orígenes, y a la par de su trabajo en favor de la educación, la Compañía de Jesús ha trabajado en la construcción de conocimiento. Son numerosas las figuras que han contribuido al saber científico en todas las áreas, y ahora que está llegando a su fin el Año Ignaciano, vale la pena hacer el repaso de algunas de esas contribuciones
A Ignacio de Loyola le tocó un momento de transición en la historia como pocas veces se ha visto. A principios del siglo XVI, el mundo empezaba a dejar atrás el oscurantismo de la época medieval, en la que predominaba un pensamiento rígido y dogmático. El teocentrismo generalizado empezaba a ser reemplazado por un antropocentrismo que, al situar el interés humano como eje del pensamiento, puso de cabeza prácticamente todas las consideraciones éticas que se tenían. Las ideas renacentistas cobraban importancia al reflejar un espíritu humanista inspiradas en el clasicismo griego y romano. En 1528, Ignacio de Loyola inicia sus estudios teológicos y literarios en la Universidad de París, convencido de que se debían divulgar los saberes y que la misión de la fe católica se logra tanto por conducto del corazón como por medio de la mente. Sus Ejercicios Espirituales establecieron precisamente ese vínculo, uno que se dirime entre el sentir y el pensar.
En 1540, la Compañía de Jesús se fundó sobre las premisas de forjar el conocimiento, combatir la ignorancia y estimular la inteligencia. Para ello se fundaron colegios cuyo objetivo era generar una red de benefactores y de candidatos al sacerdocio, claves para el logro de sus objetivos. Aunque el punto de partida fuera la educación, la meta era hacer investigación para documentar evidencias que les permitieran a los jesuitas una participación destacada en el debate público.
Desde sus inicios, la labor de los integrantes de la Compañía no fue una actividad limitada sólo al estudio y la enseñanza: ya en sus primeros tiempos los sacerdotes jesuitas incursionaron directamente en la producción de saberes científicos. Por supuesto, la instrucción en los colegios y en los seminarios era primordial, y, en buena medida, constituyó la base de su éxito apostólico, al garantizarles una significativa influencia entre las elites católicas y en los territorios de misión. Aun así, el trabajo de generación de conocimiento era tan importante como el de formación. La Ratio Studiorum, el plan de estudios, establecía que la instrucción debía centrarse en las disciplinas aristotélicas que eran parte de la renovación del pensamiento científico: la lógica, la física, la astronomía, la cosmología y las matemáticas. Los jesuitas no solamente se enfocaron en instruir en estas materias, sino que se dedicaron a redescubrirlas y a profundizar en nuevas ideas basadas en sus propias indagaciones y en las de aquellos eruditos de la época con las que tenían correspondencia. Resultaba fundamental no estancarse y siempre tener flexibilidad, apertura y curiosidad en el trabajo intelectual.
Jerónimo Nadal, quien fue vicario general de la Compañía y rector del primer colegio jesuita en Mesina, introdujo las demostraciones matemáticas en la educación jesuita, con carácter de obligatorias para sacerdotes y laicos. Hubo oposición de muchos, incluidos algunos jesuitas. La tradición filosófica estaba muy arraigada en la lógica y la retórica, campos en donde la demostración y la experimentación no eran consideradas necesarias. La recuperación del pensamiento naturalista permitió orientar el trabajo intelectual hacia una descripción racional del universo en la que se buscaba la comprensión del funcionamiento de los fenómenos y el entendimiento de las regularidades. A pesar de eso, sin matemáticas esa descripción consistía en planteamientos meramente especulativos y, como se pudo demostrar más adelante, muchos también estaban equivocados. Nadal lo sabía, pero no logró que esa necesidad de incluir las matemáticas quedara reflejada en la Ratio Studiorum. No fue sino hasta años después de su muerte que Christopher Clavius, astrónomo y matemático jesuita, con la autoridad que le confería la dirección del Colegio Romano, enfrentó decididamente a teólogos y filósofos para otorgarle su lugar a las matemáticas en la versión definitiva de 1599.
Los 35 cráteres de la Luna
La influencia de Clavius trascendió más allá de la Compañía de Jesús, al convertirse en uno de los astrónomos más respetados de Europa. Su trabajo introdujo el decimal en el uso del astrolabio, actualizó el comentario de Sacrobosco sobre la sphaera mundi, describió geométricamente cada una de las posibilidades de construir un reloj de sol y localizó la nova 1572 en la constelación de Casiopea. Por su destacada labor, el papa Gregorio XIII lo invitó en 1582 a integrarse al equipo de especialistas que corrigieron el calendario juliano que, por un error de cálculo astronómico en la duración del año trópico (365.25 días en lugar de 365.242189), había acumulado, desde el año 325, diez días de más. Así fue como en 1582 se pasó del jueves 4 de octubre al viernes 15. A fin de que esto no se repitiera, Clavius diseñó el sistema que se utiliza actualmente, en el que los años bisiestos caen en los años que son divisibles entre cuatro, con excepción de aquellos que terminan en 00 y que no son divisibles entre 400, eliminando así tres años bisiestos cada 400 años. Esto garantiza que el calendario sea estable durante miles de años.
El ajuste del calendario causó un gran revuelo y tomó años en establecerse de forma generalizada. Clavius recibió tantos elogios como críticas y agresiones. A pesar de ello, su lugar en la historia estaba garantizado y sus libros se mantuvieron en las universidades por años después de su muerte. Al igual que otros 34 jesuitas, Clavius fue homenajeado al bautizarse con su nombre un cráter de la Luna.1 La formación es una de las más grandes de la superficie lunar, con 225 kilómetros de diámetro, y es parte del grupo de cráteres mayores que se han nombrado para honrar a otros grandes pensadores y científicos, como Aristóteles, Humboldt y Copérnico.
Paradójicamente, sin embargo, Clavius no estaba inicialmente de acuerdo con Galileo Galilei, cuyas observaciones telescópicas revelaban la existencia de esos impactos en la Luna. Y eso no era lo único en lo que discrepaba con él. Aunque en 1543 Copérnico ya había publicado su obra disruptiva Sobre las revoluciones de las esferas celestes, en donde establece la demostración científica del modelo heliocéntrico, todavía a principios del siglo XVII era impensable considerar un modelo diferente al geocéntrico. Justo en 1600, Giordano Bruno había sido condenado a la hoguera por sugerir que el Sol era uno entre muchos en un universo infinito. En 1633 el propio Galileo tuvo que abjurar de sus ideas para evitar la condenación. Clavius no fue el único en dudar de Galileo. Toda la ciencia, hasta ese momento de la historia, se había configurado alrededor de una idea. Esa idea no iba a cambiar fácilmente. No obstante, es sabido que Clavius, en sus últimos años de vida, aceptó el modelo heliocéntrico, pero, como muchos, no lo pudo reconocer públicamente.
La disposición exacta
En 1612, cuando fallece Christopher Clavius, ingresa a la Compañía Alexandre de Rhodes y se enfoca, además de en el estudio teológico, en las ciencias naturales. Como muchos jesuitas, ejerció su labor misionera desde la divulgación de las ciencias. Encontró justificación para fundamentar sus argumentos en la sentencia delLibro de la Sabiduría 11, 20: “Pero Tú lo dispusiste con medida, número y peso”. De Rhodes predicaba que la justicia de Dios proviene no de un impulso condenatorio, sino de un diseño exacto del mundo físico que reacciona a nuestro actuar. De esta manera, el diálogo con un potencial converso se establecía sobre la base de la intelección con la realidad material, el entendimiento de los demás y la autocomprensión.
El trabajo en los territorios de misión ponía a prueba las habilidades de expresión y argumentación en las que estaban entrenados los jesuitas. Debían mimetizarse con genuina empatía con una amplia gama de personas. Además, era indispensable formar parte de las discusiones eruditas de la época, para lo que debían estar dotados con las referencias más actualizadas. De Rhodes entendía muy bien que no era suficiente la retórica para ganarse el respeto de la clase intelectual y de la gobernante: las demostraciones científicas tenían un papel determinante. En sus misiones por Asia, De Rhodes le obsequió al virrey Trinh Trang, de Tonkin, en lo que hoy es Vietnam, un reloj de campana y uno de arena, y le dijo que con esos instrumentos podía medir con exactitud el tiempo. El virrey fue escéptico y lo desestimó. Fue en ese momento que el visitante europeo hizo el montaje de los relojes y les indicó al virrey y a su séquito que justo en una hora, cuando se vaciara la arena de la parte superior de un reloj, sonaría una campana en el otro. El murmullo confirmaba la incredulidad del gobernante. Aun así, el virrey permaneció la hora completa contemplando los dos relojes, ansioso de desenmascarar el fraude. Cuando cayeron los últimos granos de arena, Trang se levantó de su asiento, a punto de exclamar su reproche, y entonces sonó la campana. Un silencio momentáneo los arrebató. El virrey quedó tan maravillado con la precisión de los relojes que invitó al jesuita a permanecer varios años para aprender más de sus enseñanzas. Lamentablemente para De Rhodes, el virrey fue presionado para retirar su protección, y el jesuita tuvo que huir para no ser condenado.
Los misioneros, con miles de conversos, empezaron a levantar animadversión por parte de grupos religiosos locales y tuvieron que exiliarse a otras regiones. Aun así, las dificultades no los hicieron abandonar la labor pastoral con que habían cosechado tanto éxito. De Rhodes, después de una estancia de 10 años en Macao, regresó a la región para continuar su trabajo misionero. En una ocasión, en la provincia de Ghean quiso nuevamente impresionar a la clase gobernante y manifestó que podía calcular cuándo iba a suceder un eclipse. Mayor incredulidad no pudo haber enfrentado. Cuando meses después tuvo lugar el fenómeno astronómico, el gobernador de la región respondió impresionado: “Si esta gente sabe cómo predecir con tanta seguridad y exactitud los comportamientos del cielo y de las estrellas, desconocidos para nosotros y que sobrepasan nuestras capacidades, ¿no deberíamos creer que están en lo correcto acerca del conocimiento de la Ley del Señor de los Cielos y de la Tierra y de las verdades que nos predican?”.
El impulso de la curiosidad
La segunda mitad del siglo XVI y la primera del siglo XVII fueron tiempos convulsos para el quehacer científico. El espíritu de la época se caracterizaba por el ansia de saber ante el incremento exponencial de descubrimientos e ideas nuevas. Y surgían también cuestionamientos, primero los derivados del lente telescópico y, poco después, los que propició el lente microscópico. El macrocosmos y el microcosmos en la misma mirada. Los debates de error contra verdad predominaban más que nunca.
Los jesuitas se encontraban en el ojo del huracán. Con una larga y notable tradición de formación y producción científica, no se intimidaron cuando subieron las apuestas. El conocimiento avanzaba a pasos agigantados, y la avidez por ser parte de la discusión los tenía colocados en prácticamente todas las disciplinas. Un caso ejemplar fue el de Atanasio Kircher, quien por sí solo se introdujo en tantos campos como pudo: geología, vulcanología, música, física, biología, acústica, medicina, egiptología, filología y astronomía. Considerado como el último hombre renacentista, el sabio Kircher escribió docenas de libros de los más variados temas, y estableció diálogo con grandes pensadores como Locke, Huygens, Spinoza y Leibniz. La mayor parte de las autoridades eclesiásticas tenían recelo en difundir las nuevas teorías por temor a socavar el orden tradicional. Pocas eran las voces que, como Kircher, se atrevían a explorar creativamente el campo científico, reconocer los avances de otros y proponer ideas.
Aunque su formación era en filosofía y teología, trabajó arduamente en explorar campos de la física como la óptica y el magnetismo. Entre sus trabajos se cuenta el perfeccionamiento de la linterna mágica, un aparato precursor de la cinematografía que, a través de una cámara oscura, un lente, un dibujo sobre una diapositiva de cristal y un espejo cóncavo proyectaba una imagen hacia el exterior. Igualmente, desarrolló diversos artilugios con imanes, entre ellos un Jesús magnético que caminaba sobre las aguas para abrazar a su discípulo Pedro. Sus exploraciones e invenciones se integraron en el popular Museo Kircheriano, en el Colegio Romano, que puede considerarse como el primer museo interactivo de la historia. Si bien el trabajo de Kircher tenía una veta recreativa, también hizo aportaciones más serias, como la ayuda prestada a Bernini para el diseño de la fuente de la Piazza Navona, de Roma; sus análisis arqueológicos de fósiles, sus atinadas observaciones de microorganismos con los primeros microscopios, en las que intuyó la causa de la peste, y el mapeo del cinturón de fuego del Pacífico, en donde se concentra la mayor actividad volcánica.
Kircher era tan impulsivo y aventurado que descendió con una cuerda por el cráter del Vesubio, que había hecho erupción en 1630. Su dinamismo lo llevó también a cometer resonantes equivocaciones, como sus traducciones de jeroglíficos, sus teorías sobre las mareas, el mapa de la ubicación de la Atlántida y sus planos del Arca de Noé, mismos que le valieron el reproche de algunos pensadores como René Descartes. Aun así, sería una injusticia desvalorizar las aportaciones de una mente tan perspicaz y un corazón tan abierto. Su espíritu de exploración fue clave en la formación científica de muchos jesuitas.
La integración racional
Heredero de ese espíritu fue Rogelio José Boscovich, jesuita que, al igual que Kircher, se enfocó en la integración racional de la ciencia y la teología. A mediados del siglo XVIII, la nueva concepción de la mecánica del universo estaba en pleno apogeo. Las leyes de la dinámica, la ley de la gravitación universal y el desarrollo del cálculo diferencial e integral propuestos por Isaac Newton predominaban en los círculos intelectuales. Aunque en Europa central y en Inglaterra el protestantismo había permitido que estas ideas circularan conforme los ideales del liberalismo, la Europa católica mantuvo sus resistencias hasta principios del siglo XIX. Boscovich representó un esfuerzo de apertura y unificación al argumentar sobre la base de un conocimiento “total” que incluía la metafísica y la teología. Sus teorizaciones planteaban los principios newtonianos sobre un marco conceptual que consideraba fenómenos no mecánicos y una fuerza general que gobierna a las demás. Estas ideas eran osadas y generaron reacciones muy encontradas. Algunos las retomaron y otros las ignoraron. El ambiente estaba muy polarizado para considerar un terreno medio entre la ciencia y la religión. Por un lado, se predicaba por la separación y, por otro, se perseguía la “desviación” como herejía.
En 1773, el papa Clemente XIV suprime la orden y los jesuitas tienen que regresar de sus misiones, suspender todas sus actividades, incluídas las científicas y, en algunos casos, salir huyendo. Tiempos oscuros en los que continuaron su labor en el exilio. Para 1814, cuando se reestablece la Compañía de Jesús por el papa Pío VII, el conocimiento científico se había transformado radicalmente. A pesar del cambio de época, la Compañía actualizó la Ratio Studiorum y retomó su trabajo en la formación y la producción científicas.
Una historia que continúa
Las contribuciones a la ciencia por parte de los jesuitas han continuado a lo largo de los últimos 200 años, y han significado una vasta producción que cubre los campos de la medicina, la informática, la astronomía, la cartografía, el geomagnetismo, la ingeniería, la meteorología, la sismografía física solar, entre muchos otros.
Otras figuras destacadas de esta historia son: para 1841, el jesuita Pietro Angelo Secchi fue el primer científico en clasificar las estrellas por su composición química y es considerado el padre de la astrofísica moderna; en 1899, Frederick Louis Odenbach inventó el primer ceraunógrafo para el registro de truenos y relámpagos, y en 1908 el primer sensor para detectar los movimientos telúricos ; entre 1950 y 1960, Roberto Busa desarrolló con ibm la programación de lingüística informática que después sería la base para el hipertexto; en la década de 1970, José Ignacio Martín-Artajo inventó la máquina rotativa de émbolos giratorios y la ampolla para la preparación de agua dialítica contra la litiasis renal y la biliar; en los años noventa del siglo pasado, Guy Consolmagno hizo aportaciones significativas a la geoastronomía al descubrir meteoritos en los campos de hielo de la Antártida.
A la fecha, cientos de jesuitas trabajan en universidades y centros de investigación generando conocimiento en una amplia diversidad de campos. .
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Nota al pie
1. Otros astrónomos jesuitas homenajeados fueron Cristoph Greinberger (1564-1636), Giuseppe Biancani (1566-1624), Christoph Sheiner (1575-1650), Giovanni Riccoli (1598-1671), Angelo Secchi (1818-1878), Luís Rodés (1881-1939), Antonio Romaña (1900-1981).
Para saber más
:: Loyola University Chicago Digital Special Collections.
:: The Conversation, “Jesuits as science missionaries for the Catholic Church”.
:: “Jesuit Contribution to Science 1814-2000: A Historiographical Essay”, por Agustín Udías.
Referencias
:: Amir Alexander, “The Secret Spiritual History of Calculus”, Scientific American, abril de 2014, pp. 82-85.
:: Steven J. Harris, “Jesuit Scientific Activity in the Overseas Missions, 1540–1773”, Isis, marzo de 2005, pp. 71-79.
:: Jesús Luis Paradinas Fuentes, “Las matemáticas en la Ratio Studiorum de los jesuitas”, Llull: Revista de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, vol. 35, núm. 75, 2012, pp. 129-162.
:: Arthur Koestler, The Sleepwalkers. A History of Man´s Changing Vision of the Universe, Penguin, 1990.
:: Barbara Widenor Maggs, “Science, Mathematics, and Reason: The Missionary Methods of the Jesuit Alexandre de Rhodes in Seventeenth-Century Vietnam”, The Catholic Historical Review, vol. 86, núm. 3, 2000, pp. 439-458.
:: Thomas E. Woods, Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela Libros, 2008.
9 comentarios
Un artículo muy interesante acerca de la generación de conocimiento por parte de los Jesuitas a través de la historia. Lo disfrute mucho.
Un artículo muy bien sustentado y con una cronología definida de la aportación de los jesuitas en la educación y adaptarse a los cambios de epoca
Este artículo tan interesante muestra la gran importancia que tiene la investigación desde el núcleo de las universidades.
Muy buen trabajo Daniel, felicidades! muestra de que te documentaste bastante bien para crear un trabajo fiel a la historia Jesuíta
Muy interesante este relatorio de personas y sus experiencias en los diversos campos científicos. Un orgullo para la humanidad, un beneficio para sus creencias. En todo hay posibilidades del cierto o no cierto, pero es excelente mantener los piés en tierra firme.
Fabuloso! Hombres sabios. Decididos y dedicados. Cultivo y aprecio de la curiosidad y la precisión de las afirmaciones: disciplina!!!!
El espíritu humano busca el conocimiento de su entorno, no hay nada más gratificante que el poder integrar ese conocimiento entre lo científico y lo espiritual, no en balde, la Biblia, es exacta también en aspectos científicos fundamentales, como el hecho de la circunferencia o esfericidad de la tierra y el hecho de que la misma tierra “flota” en el vacío del espacio como mencionan Isaías 40:22 y Job 26:7.
Este artículo nos esclarece el gran valor de los seres humanos por buscar la verdad a pesar de los obstáculos y de las antiguas formas de pensar dogmáticas en su mayoría equivocadas al ser expuestas a la luz de la ciencia.
Estás hechizado, no flotamos en ningún espacio. La tierra es plana cómo lo dictan todas las civilizaciónes antiguas, o acaso eran todos tontos? El cientificismo no es ciencia sino religión y dogmatismo, tal como lo dictan los mismos jesuitas.
Muchas gracias Daniel Medina, por tu buen artículo sobre importantes aportaciones de jesuitas, en el apasionante campo de la astronomía. Para quienes quisieran ahondar en el tema, hay una publicación de Agustín Udías Vallina titulada “Los jesuitas y la ciencia”, de Ediciones Mensajero (2014).